Sin adiós

 

Dijo que ese ademán era una declinación
de la caricia, y con el índice fino y blanco y suave
trazó su resumen, como si jugara a ser una calígrafa
china o a practicarle una cirugía al éter.

Pero no llegó a pronunciar el adiós. Lo posó
sobre la mesilla de luz junto al libro de Cunqueiro
que, en ese acto, ya que estaba, me devolvía
sin comentario; apenas ese lenguaje que tienen sus ojos,
entre cirílico y arameo y felino y durmiente.

De ella quedó una hoja rojiza, otoñal,
entre dos páginas del libro, y un subrayado: “vas
dejando caer palabra tras palabra, y vanos pensamientos
y vagas figuras te distraen, pero hay un hilo, un hilo
que no se rompe”. Y me sentí como una
de esas palabras, cayendo, apenas
un abalorio en su hilo
de impronunciables despedidas.

 

© Marcelo Wio

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