Por amor al arte

Pelayo Abadillo Hidalgo decía que si el fútbol no reproducía la belleza – que, entendía, era toda una misma, siendo las diversas empresas artísticas, científicas y deportivas apenas vehículos para se manifestara -, bien podía desaparecer que nada se perdería.

Abadillo fue el precursor de lo que los brasileños llamaron “juego bonito”, estilo o dinámica que actualmente practican algunos equipos que priorizan la posesión del balón – y que no pasa de ser apenas un pragmatismo con ramalazos de encanto. Dirigió un equipo en Galicia del que no quedan registros – el Fillos de Broullón Balompié –, porque entonces al fútbol no se le daba tal importancia como para computar meticulosamente sus vicisitudes; y porque, además, durante la guerra civil se quemó el edificio de la Asociación de Ligas Regionales Gallegas, donde podría haber habido algún documento al respecto. De manera que todo lo que sabe se debe a un grupo de vecinos de Sabaceda, que se reunía en el bar Tras Ellas, y que había decidido en 1941, vaya a saber bien por qué, custodiar esa memoria, o anécdota; repitiéndola todos los primeros domingos de mes en ese mismo local. Desde entonces se repite el acto de rememoración– ya más como una ceremonia que atrae a no pocos forasteros. Aunque probablemente aquello que creen evocar haya sido muy distinto de lo que se reproduce una vez al mes en ese pueblo gallego. Pero la verdad, al menos esa que nos contamos unos a otros, como una suerte de semblanza colectiva, siempre es un invento. Quizás la única verdad sea la científica. Y a saber.

Pero al asunto. A través de la voz de Aurelio Mariño conocí, pues, la historia de García Abadillo. Digo la voz, porque era el cura en la parroquia de Lugo al que una vez entré a confesar una menudencia con la ilusión de que el perdón o la dispensa o lo que sea, alcanzara a otro pecadillo contemporáneo y no sé si mayor, pero sí más mortificador; y que no recuerdo cómo me terminó contando la historia en cuestión. Abadillo llegó a aquella región nadie supo muy bien de dónde, porque el propio entrenador se había encargado bien de oscurecer su pasado con evasivas y trozos siempre incompletos de biografía – y más que alguno que otro apócrifo. Llegó un domingo. Llovía – o era muy probable que lo hiciera, dicen que la lluvia se ensaña particularmente con ese pueblo -, por lo que casi nadie lo vio sino hasta el día siguiente, cuando se presentó en el campo de juego, “peinado como para casamiento o velorio”. Dijo que era el nuevo director técnico con tal seguridad que nadie lo puso en duda. A saber cómo se enteró de que el club necesitaba alguien que entrenara al equipo, que le diera un mínimo de cohesión, de coherencia; nadie le preguntó porque a nadie se le ocurrió. Estas cuestiones sobrevienen después, cuando se intenta conectar los fragmentos que compongan una historia (la historia, siempre se pretende). Lo único que importó entonces fue que había alguien para dirigir la pretemporada a la que ya le quedaba poco.

Abadillo parecía serio. O al menos parecía que sabía de qué hablaba. Era su dinamismo el creaba esa ilusión. En realidad, no del todo espejismo, porque en cuanto uno charlaba un rato con él, y veía algunas de las jugadas preparadas y de las ideas tácticas que tenía, era evidente que conocía mucho del deporte. Los jugadores creían en él; se los veía con renovada – o novedosa, acaso – confianza en sus capacidades y, sobre todo, en las que el entrenador les transfería (o la que ellos creían recibir, adquirir). Una fe en toda regla, como se vería más tarde. Al estilo de las sectas esas de las que ahora hay tantas, que engatusan al desprevenido y al no tanto. Este símil lo dijo el cura con un rencor cansado.

El intríngulis del asunto se advirtió en el primer partido. O, más bien, se comenzó a entrever, a sospechar blandamente entonces, porque la fe aquella se había derramado también sobre los aficionados – estamos hablando de una veintena o así de hombres -, y nadie quiso ver las evidencias, los hechos tajantes que ya en ese partido habían sido patentes.

Los jugadores marcaban a los rivales, sí, pero sin…, cómo decir, ímpetu, sin convicción. Parecían más bien acompañarlos. Eso, como partenaires, o ni siquiera, tan sólo como personajes necesarios pero, a la vez, intrascendentes (participaban sólo como comparsa, como parte del decorado, relleno). Daba entre pena y cabreo. Sobre todo, ya transcurrida gran parte del primer tiempo, lo segundo.

Pero nadie se atrevió a encararse con Abadillo. Después de todo, quién se le planta al cura si la misa no fue de su gusto. Pues lo mismo. Él sabía más del asunto, y sabría bien a dónde llevaba al equipo. Pero los partidos fueron pasando y la homilía, por volver al símil religioso, siempre fue, salvedades mínimas aparte, la misma. Finalmente, el tesorero del club y uno de los vocales – porque el presidente estaba en una feria vacuna, o eso había contado (se le maliciaban varios enjuagues románticos por la zona) – se reunieron con el capitán del equipo, Manolo Benítez. La pregunta fue más qué evidente: ¿A qué juegan?

Benítez, que entre que era parco de palabra (y de gesto, afecto, vitalidad; al punto que algunos dudaban que pudiese considerarse un ser vivo), y que sentía que traicionaba a Abadillo, lo dijo sucintamente. Tanto, que luego tuvieron que ir indagando con el resto de los jugadores – e incluso llegaron a espiar las indicaciones y las charlas técnicas durante las prácticas y en el vestuario los días de partido.

Que juguemos lindo, fue lo que dijo Benítez. Aquello, indudablemente, no podía ser todo. Dudaron, de hecho, de que fuera siquiera parte de lo que intentaban conocer. La investigación que llevaron a cabo fue probándoles que, si bien no era todo, eso era efectivamente el núcleo de la idea de Abadillo. El entrenador no sólo quería que jugaran lindo – técnicamente vistoso, transmitiendo alegría, gozo artístico -, sino también que embellecieran el juego de manera global (lo que implicaba que lo hicieran cuando el rival tuviese el balón). Y era cierto que los muchachos del equipo habían refinado sus habilidades. Pero esas habilidades quedaban prácticamente anuladas por la orden de no cortar los avances rivales que contuviesen belleza – “hay que interferir lo justo (medida esquiva si las hay) para que la jugada tenga sentido estético”, le escucharon decir. Así. Tal cual.

Lógicamente, los jugadores, frustrados, se derrumbaban y le preguntaban a Abadillo, con la técnica que habían ganado en mente, si aquello daría frutos alguna vez. El entrenador les decía que sí, que de hecho ya daba resultados: “los partidos son como no los he visto nunca”, les aseguró. Para los jugadores y la afición esa afirmación era disparatada.

En nombre de la belleza y del espectáculo, los jugadores no debían luchar por el balón – eso, decía, Abadillo, afea mucho, se parece más a una gresca, a ese pariente cercano del balompié, el rugby, que a un deporte digno -; con lo que el balón les duraba en su posesión lo que una pierna firme, un desplazamiento con el cuerpo. En tales situaciones, los jugadores miraban hacia el banco de suplentes como esperando que Abadillo se dijese hasta aquí hemos llegado, y que les permitiera jugar normalmente, sin tantos melindres. Pero no. En el vestuario les decía que era mejor equivocarse para el lado de la creatividad que para el de la destrucción; y pretendía consolarlos diciéndoles que llevaba tiempo identificar cuál jugada nace y/o se desarrolla para el lado de lo artístico y cuál es sólo otro mecanicismo burdo al que se le puede poner fin sin miramientos.

Encima, tras cada goleada, Abadillo les decía: “Deberían estar felices, hoy hemos dado una exhibición; esto ya no es la reproducción del remedo de una ceremonia que ha devenido el fútbol de hoy: mezquino, con goles a cuentagotas, pura batalla, mito lacio, falluto”. Y nosotros, les seguía decía a sus dirigidos, les damos goles a espuertas. Quí importa en qué portería, si ya el aficionado no existe más que como amante del deporte.

Después de la sexta fecha nadie volvió a ver a Abadillo. Debió haberse ido esa misma noche. Un poco como llegó. O, quizás, sugieren algunos, como se fue de otras partes.

Tiempo después, y con aquello del juego bonito brasileño, me contó el cura – que a todo esto no me había dejado siquiera formular el pecadillo que llevaba como una carnada para pescar un perdón más extenso -, un periodista argentino empecinado en dinamitar, aunque sólo fuese levemente aquel regalo carioca, comenzó a investigar y dio, afirmó,  con el artículo un periodista estonio que conoció la historia en un viaje de recién casados, y que la escribió para un diario de pueblo de su país. Un periodista de San Pablo, a su vez, respondió con otro artículo donde invitaba a su par rioplatense a preguntarles a los jugadores de su selección si los brasileños se andaban con los remilgos de los dirigidos por Abadillo, y terminaba diciendo que no mezclase fútbol con desquiciamiento, algo que, sugería, le pasaba al seleccionado argentino desde hacía ya un tiempo, “que ni identidad ya casi tiene”. Hubo un par más de réplicas y contrarréplicas, pero el brasileño se aburrió enseguida. En realidad, dejó la discusión fútil y escribió una novela basándose en la historia de Abadillo que tuvo un éxito nada despreciable.

Dicen algunos, que en realidad fue todo un invento del argentino – nadie pudo encontrar ningún artículo en Estonia sobre el asunto -, que el brasilero le vio posibilidades a tema, y que en el bar sencillamente interiorizaron la historia como real, con fines exclusivamente comerciales.

Quién sabe, concluyó el cura. Pero luego de una breve pausa agregó: No sé a qué vendría usted, pero tengo unas diligencias que hacer; si quiere contarme lo que traía, puede volver mañana a la misma hora.

© Marcelo Wio

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