Pobre

 

Pobre. Siempre tan convencida de que la vida se estancaría en un instante, y que éste era aquél donde ella en esa casa, rodeada de mayores y holguras; sobre la levedad de todo, como en un paraíso merecido por derecho de nacimiento o de azar o lo que fuera. El parque siempre verde y cuidado y en primavera y sin polen ni bichos que incordiaran esa perfección a la que ella estaba adherida. Y las voces acolchadas, sin estridencias, y las risas educadas. Siempre estuvo convencida de que ella había alcanzado el momento en el que habría de vivir por siempre – porque había algo de perpetuidad en su fe, en ese fanatismo velado. Pobre. Porque en definitiva, la educaron para esa pasividad, esa suerte de estupidez elegante y digna: la prepararon para esa edad de florecimiento y merecimiento y casorio y promesas. Pero sólo para esas edades de deslumbramiento y posibilidad, la instruyeron. Y llegó bien instruida a esa instancia. Pero llegó justo en el momento en el que la prosperidad se desbarrancó y el apellido fue ya sólo una sucesión de designaciones españolas sin lustre, y ella ya no computó como buen partido ni nada por el estilo – y es que, para colmo, la pobre no era lo que se dice muy agraciada ni espabilada ni mucho más que ese cúmulo de docilidades y modales y palabritas de relleno. Nació, la pobre, por lo menos tres años tarde. Ni siquiera; con haber nacido tan sólo dos años antes, habría alcanzado esa edad de casamientos favorables sin que nadie supiese que la fortuna ya no era más que una deuda hinchada: una decadencia a punto de hacerse evidente. Pobre. Y no tenía ninguna otra habilidad que ese saber estar en un cierto lugar: pulcro, fácil, sin exigencias; como un entreacto: intermedio entre otros dos instantes asépticos. Nadie pensó en eventualidades. Hacía vaya uno a saber cuántas generaciones que la riqueza afluía sin esfuerzo – sin laboriosidad -, mansa, acostumbrada a realizar el mismo trayecto: opulencia consuetudinaria: aceptada no sólo – y obviamente – por sus usufructuarios, sino, y sobre todo, por aquellos que la observan y que, de una u otra manera, contribuyen a ella sin más beneficio que el de su subsistencia. Pobre. De haber sabido de esas gentes, y sus rebusques y mañas y tozudeces… Pero entonces esas vidas eran transparentes: apenas una excusa para ejercer la piedad, la compasión. Poco más. Y de pronto, la pobre, sin herramientas para la vida: porque la habían educado para ser una presencia secundaria; un acompañamiento hogareño y social; un vientre, una delicadeza ligera, apenas manifiesta. Pobre. Esa diminuta figura repleta de intrascendencias, de sonrisas y comentarios para otras circunstancias bien distintas de aquellas en las que recaló. Menos mal que Álvaro, el que compró la hacienda, tenía, además de ambición, rezagos de sensibilidad, y la dejó vivir en la casita que había sido de los cuidadores. Sensibilidad o lástima. O, como dijeron algunas malas lenguas (que son las únicas que siempre dicen, a fin de cuentas; o las que dicen más alto, más convincentemente), rencor: la tenía allí como venganza de algún oprobio, como una burla: ni caridad ni nada; prisionera. A saber. Como sea, a la pobre, esa decisión la salvó de vaya a saber qué calamidades que le hubiesen sobrevenido en el contacto con el mundo, con el tiempo que avanzaba, con los instantes que no tenían nada que ver con aquél para el que había sido preparada o traicionada. Pobre.

 

© Marcelo Wio

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