Plan divino

 

Aciaga convergencia. Así lo definió Eleodoro Ponitini. Calambur mayúsculo, según Tristano López. ¿Pero vos sabés lo que significa “calambur”?, el vasco Urrubeitia. ¿Y vos?, retrucando, esquivo, Tristano.

Los tres estaban apoyados contra el lateral del automóvil (un TorinoTS sedán) del vasco, en medio de la ruta 3. Hacía más de cuatro horas que se había muerto el motor después de unos estertores de vapor y una agonía de pedorreos de caño de escape.

Hacía más de cuatro horas que no pasaba nadie por esa cinta de asfalto insultantemente recta. Porque, quién iba a transitar por allí un domingo, a esa hora perenne de siesta y cigarras, con el clásico entre Cambalache FC de Villa Ernestina y el Atlético Zapadores de Santa Ifigenia – ciudades a las que, precisamente, une la ruta 3 – en juego.

-Estaba escrito que nosotros no teníamos que asistir al partido… – el vasco, masticando un palillo de dientes o una resignación.

-Si no era el coche, hubiese sido otra cosa – Tristano.

-Todo está determinado por una única condición inicial… Y poco importa lo que suceda en medio. Apenas es una apariencia; quizás, una benevolencia… – Eleodoro compungiéndose.

-Si los tres hubiésemos ido a ver el clásico aquel día… – dejó flotar el vasco.

El partido al que se refería el vasco había tenido lugar unos siete años antes. En ese encuentro, Cambalache le había ganado a Zapadores después de diecisiete años sin poder hacerlo.

-Pero no fuimos…- el vasco, constatando lo evidente.

-Yo tenía a mi mujer y al nene con gastritis… Imposible dejarlos solos – Eleodoro.

-Mi nena nació esa mañana… Bajo ningún concepto… – el vasco Urrubeitia.

-Estaba en el velorio del padre del tano Spadafucille… Un tipo al que mi padre y yo le debemos que la ferretería siga en pie – Tristano.

Y año tras año, desde entonces, una u otra contingencia tripartita les había impedido presenciar el clásico. Y año tras año, Zapadores, como mucho, arañaba un empate lastimero, indigno. Y año tras año, desobedeciendo la obviedad del destino, los tres intentaban acudir al encuentro.

-Carambola de casualidades… – el vasco.

-Una malapata de campeonato – Eleodoro.

-Un calambur de la gran siete – Tristano.

-¡Y dale con eso, che! – el vasco.

-En serio, Tristano, qué ganas de romper las bolas con el calambur bendito ese – Eleodoro.

-Y bueno, che; la escuché el otro día y me gustó. Lo cierto es que no sé si viene a cuento o no – Tristano.

-No sé si hay palabra que encaje en esta circunstancia; la verdad – el vasco.

Los hinchas de fútbol, antes o después, terminan por creer, o, al menos, fantasear con que sus acciones influyen en el resultado de los partidos – y, dando un paso más, en que el mismísimo Dios es de su equipo -. Un poco, como todo creyente. De ahí, que los tres pensaran que Zapadores volvería a ganar el clásico una vez que ellos volvieran a verlo en la cancha.

Lo que ningún hincha sabe, ni sabrá, es que Dios es, efectivamente, hincha de Cambalache (algunos ángeles han referido, en el más estricto anonimato, que Dios creó el mundo sólo para que un grupo de hombres fundara dicho club); pero el diablo, de contrera nomás – porque ni siquiera le gusta el fútbol -, le cuela yetas o gafes en sus tribunas. Cuando Dios los descubre, hace lo imposible por mantenerlos alejados de los campos de juego – sin que se percate su injerencia, ni que se menoscabe el bienestar de los implicados.

-¿Tanta mala pata tendremos? – el vasco.

-Y… – Eliodoro, con una preposición que abría un interrogante o pretendía sacarle punta a una certidumbre; o que era nada más que un sonido.

El sol incidía con inusitada inquina. Sobre el pavimento se levantaban, como espectros o extrañas bailarinas, evidencias ondulantes de calor e intemperie. El partido debía estar por terminar, sino es que no lo había hecho ya.

-Probá a ver si enciende – Eleodoro.

El vasco se subió al coche, giró la llave de contacto; el motor tosió y arrancó. Los otros se subieron sin pensarlo dos veces.

-Espero que no nos deje tirados en el camino de regreso – Eleodoro.

-Crucemos los dedos – Tristano.

-Creo que nosotros necesitamos más que esa superchería mínima – el vasco, con un dejo de frustración acostumbrada, consuetudinaria.

-Una macumba – dijo riendo Eleodoro.

-Un buen baño en agua bendita – Tristano.

-Un remojo de varios días en agua bendita, diría; lo que viene siendo un adobo – acotó el vasco.

-O aficionarnos al origami y dejarnos de joder con el fútbol – Eleodoro.

Tristano, que iba en el asiento del acompañante, encendió la radio, no sólo para enterarse del resultado (Cambalache había ganado 4 a 1 de visitante), sino para encubrir el silencio al que se abocarían, como cada vez que la fortuna les impedía ver el clásico.

Dios, en tanto, asintió para sí, pensando que no era mala la idea de un pasatiempo alternativo. Era una solución pragmática y funcional. ¿Cómo no se le había ocurrido? Es que el hincha no ve más allá del limitado espectro de su apasionamiento.

 

© Marcelo Wio

 

Publicado originalmente en Ni más ni menos.

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