Olor a regreso

 

Lo olí nada más entrar; más que nunca: sus esencias como avinagradas. Apenas entré en la casa. Como una presencia, ese olor: como idioma diciendo prólogo, anticipando. Estaba sentado en la cocina, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados sobre la mesa. La botella, sin etiqueta, volcada. De su mano derecha, apretada, desbordaba el desorden doloroso de un documento. Pude oler el ocre temor y la bronca metálica sudado por la mano, entreverándose con el papel y la tinta y los significados.

Disminuida, su figura. Y sus efluvios incrementados; como si tuviesen que rellenar el terreno cedido. Era apenas un hombre sin fuerza; entregado al ardid de la ebriedad y el dolor: amarrado a un papel como podría estar asiéndose a una foto, a un trozo de vestido; o lo que fuese que justificase la osadía de seguir.

*

Había entrado como si poseyera todo. Saludando con la mirada, a la vez que la utilizaba para intentar localizar a los que mandaba allí. Enhiesto, el cuerpo. Duro, el gesto: como si sólo tuviese un estado de ánimo: inclemente conveniencia. Avanzó con esas espaldas anchas, ideales para interponerse entre su pasado y sus caprichos. Aquella mañana entró en el Jockey Club ya mandando; aunque nadie, excepto él mismo, lo sabía. Desde lejos, olía a colonia. Digna, pero de esas que terminan por ofender a los sentidos, por provocar relajo. Quizás entonces percató un temblor en alguna nariz, un leve gesto de breve migración, porque nunca más le olí esa fragancia como de pino y algo más: vulgar. La segunda vez que lo vi, llevaba lo que, pensé entonces, era su propio aroma o algo similar: mezcla de jabón, talcos y un sudor suave, casi agradable, como de hormona y prepotencia morigeradas. Pero luego, en público, ya siempre llevaría ese perfume que se hizo traer de Francia – probablemente, sólo lo encargara en la ciudad: algo afrutado, combinaba perfectamente con su tosquedad ensayada, teatral.

Lo dejé elegirme; pero no del todo, sino como si fuese uno de esos acuerdos que las miradas y la sospecha orígenes compartidos y silenciados, se encargan de sellar. Fue una noche. En el mismo Jockey Club. Penumbra premeditada. Champán como si se festejara el fin de una guerra o su inicio. Y un estado de ánimo leve: de suspensión de usos y costumbres. Un ánimo que él se encargó de acrecentar a lo largo de la velada: a base de estridencias medidas, de seducciones ejercidas sobre ambos sexos por igual: avasallando a unos; entusiasmando a otras. Y todos tan con ganas de transgresión, tan entregados a lo que fuera: a saber si a la novedad de esa brutalidad culta (que no necesitaba ejercer fingimientos ni recatos), esa hombría sin complejos; si a esa furia por domesticar las voluntades de todos los que se pusieran a tiro. Una mezcla de desconfianza, admiración, aversión, atracción y rechazo; eso era lo que generaba. Pero lo que parecía espontáneo, instintivo, prueba de una independencia única; era sólo fachada: pura composición estudiada; un esfuerzo constante. Lo había sabido desde la primera vez que lo vi; cuando decidí que me dejaría seducir por él. O, más bien, que lo dejaría creer que me seducía y que me llevaba como triunfo y afrenta. Y lo hizo aquella noche, a partir de la cual todos supieron que ahora mandaba él – lo que eso quisiera decir; o lo que implicara para todos los reunidos, de allí en adelante -: una mujer casada (cuyo marido andaba de viaje de negocios por Europa), una mujer con apellidos y hacienda; como un aviso de lo que haría con todos.

Nada de eso se llevó. Pero entonces no lo supo. Ni siquiera, incluso, más adelante, cuando yo ya no tuve necesidad de interpretar mis fabricaciones, llegó a sospecharlo.

Al día siguiente de esa reunión, olía a descaro. Sentado desnudo al borde de la cama. La luz que entraba por la ventana delataba algunos pelos renegridos sobre los hombros. Miré con más atención y noté que había rastros de vello en toda la espalda, y enseguida percibí un olor tenue a cera y a aceite de oliva. Pero en cuanto se incorporó, me llegó una hinchada vaharada de semen y sudor y flujos resecos. Me miró y, sin decir nada, se metió en el baño. Confirmando una actitud, una personalidad más para sí, que para mí: porque su olor ratificaba otra, profunda, verdadera. Fue precisamente ese desdén – en el que tanto empeño había puesto -, casi desprecio, el que, eventualmente, le impidió ver, primero; y luego, reconocer, el engaño.

Esa mañana se presentó en la hacienda Carmencita, del viejo Brascio, con unos pagarés fraudulentos, una hipoteca aún más tramposa – se las habían hecho un falsificador en la ciudad; luego de que anduviera en los registros buscando hipotecas y deudas: posibles víctimas convenientes. Se plantó, pues, allí, y le dijo al viejo que tenía tres días para salir de esas tierras que ahora eran suyas. El viejo no tenía ni familia, ni fuerzas, ni aliados, ni solidaridad para descubrir el cuento. Y así de fácil – mucho más de lo que había imaginado -, se hizo con las tierras de Brascio. Pero eso era una parte. Traía consigo otros papeles. Éstos, muy auténticos. Unas demandas que el viejo había iniciado antes de que más de un cocorito de la zona hubiese siquiera nacido. Demandas contra dos de sus vecinos que habían andado moviendo alambradas y ganando terreno en detrimento de la hacienda de Brascio – que ya entonces era viejo. A saber por qué se había olvidado de esos pleitos y había aceptado esa merma. Quizás ya entonces estaba cansado de andar peleándole las horas al día y las reyertas a los poderosos. La cuestión es que esas demandas siguieron su curso y los fallos fueron favorables para el viejo. Esos eran los papeles que él traía consigo.

Así pues, unos días después de que el viejo Brascio se hubiese ido del pueblo, se plantó en la casona de la hacienda La Molina, de los Zambrano. Florencio, el mayor de los hermanos, lo esperaba en la escalera que llevaba a la puerta principal. Se había corrido la voz de que iría – y los motivos por los que lo hacía. También a Santa Clara habían llegado los dichos – allí esperaba don Ítalo Lambruschini, en vano, porque ese día no pasaría por allí. Llegó a caballo, acompañado por cinco tipos que nadie había visto nunca por allí, y que parecía inverosímil que hubiesen nacido de vientre de mujer. Saludó con la mirada. Desanduvo los metros que los separaban de Florencio y le extendió el documento judicial. Dos de mis hombres le van a indicar dónde van a alambrar como corresponde. Quédese esa copia. Y ni adiós ni nada. Montó y salió con los otros tres hombres. Después dijeron que los vieron en el prostíbulo del pueblo de al lado. Pero no lo creo. Había una parte de él que se había apegado al fingimiento. Además, esa noche tocó a mi puerta. Tarde. Pero no le abrí. Aunque su olor a triunfo se colaba por las rendija de la puerta – y en el mismo, no había rastro de nocturnidades de esas donde todo está adulterado.

**

A las pocas semanas ya se había re-alambrado casi todo. La Molina y Santa Clara habían perdido entre cinco y siete hectáreas. Pero ni Florencio ni Ítalo dijeron esta boca es mía. Tampoco se acordaron para qué era que servía el aparato fonador cuando él se presentó en la junta del Jockey e impuso una votación intempestiva que ganó sin necesidad de discursos ni explicaciones. Esa noche, tan crecido de conquistas, volvió a golpear a mi puerta. Me asomé y lo vi ejecutando un equilibrio indeciso; una botella de algo en la mano izquierda. Era el momento. Le abrí. Entró oliendo a puro y a cognac y a almizcle y a ese perfume floral y a deseo y, por fin lo noté, a descuido. No se lo había notado hasta entonces – apenas le había olido el temor al descuido.

La botella que traía estaba casi vacía. Fui hasta la bodega y traje un cognac con polvo y telarañas. Lo abrió como con desesperación, echando un vaho a prepotencias que volteaba. Alargaba la mano y yo lo dejaba hacer, mientras lo iba rellenando de licor. Llegamos a la habitación, a los tumbos; él con los pantalones como grilletes ridículos, la camisa sin botones y manchurrones de cognac que olía como a las hojas del otoño quietas en los charcos. Apenas si pudo sostener una firmeza pasajera, y enseguida se tendió, juntando dos almohadones bajo su cabeza. Bebía y reía. Y yo olía, esperando ese rastro inconfundible que segregan los hombres cuando – ellos nunca llegan a saberlo – se han entregado a la fatalidad.

Vino enseguida, cuando empezó a decir que en una semana obligaría a realizar elecciones para la Alcaldía. Un olor como a madera de pino quemándose lentamente, y a frío entrando de tanto en tanto por la chimenea. Tal vez – le dije -, antes quieras esta hacienda. Sólo tendríamos que firmar el traspaso. ¿Así como así?, preguntó, intentando construir un escepticismo, pero muy mermado por el alcohol y la inercia de victorias. Pagándome una suma, claro, le dije. Pero muy inferior al valor de la propiedad, por supuesto; lo suficiente para que me vaya de aquí a un lugar donde mi marido no me encuentre. Te puedes quedar aquí, dijo, predecible, él, y le salió un efluvio a testosterona blanda y a pis penetrante. Podría, sí, pero no quiero. En la vida no se puede tener todo. Yo tengo mi venganza – los motivos no importan -, y tú, más tierras. Puede ser, dijo.

Me levanté, y fui a por otra botella a la bodega, y a por los papeles que me había preparado un notario de la ciudad unos días antes. Parecía a punto de dormir cuando regresé a la habitación. Lo desperté con remedos de apetito, y lo avasallé con más licor – la otra botella se había volcado y mojado las sábanas y el colchón. Firma. Mañana me das el uno por ciento de lo que vale esta propiedad. No hace ni dos meses que llegaste y mírate… Miraba los papeles, pero no podía enfocar la vista; yo casi podía ver cómo las letras ondulaban en sus córneas, como motas esquivas. Aquí, y aquí, y aquí, y él iba firmando y el olor cada vez más era como a harina y a mantequilla y a lágrima sin tensión superficial. Cuando terminó, le acaricié el pelo hasta que se quedó dormido y le empezó a brotar un aroma como a manzana madura y a naftalina y a colchón de esparto, que se fue imponiendo sobre aquél otro que se había esforzado por generar.

Me vestí sin prisa. Y salí. Afuera estaban los cinco hombres que él creía haber contratado en la ciudad. Ya está, les anuncié sin más. Monté en el caballo que había sido de él, y nos fuimos hacia la Carmencita. No es que los necesitara allí; sabía que él no aparecería. Que en cuanto leyera los papeles y se diera cuenta que me había traspasado todo, le faltaría tiempo para irse de allí: cuando lo dejé, aún tenía restos de olor de simulación, pero suficientes para hacer que apenas pudiese notarse el suyo propio (a cuarto de pensión y trabajillos sin futuro, a cicatriz). Y, si eso no fuese suficiente, el nombre de los cinco matones en el contrato – un sesenta ciento de todo era para ellos -, lo terminaría por convencer.

***

Lo había visto más de una vez en el prostíbulo. Entonces, aún no había aprendido a estarse callado como ahora; a gobernar sus deseos con la mirada. Entonces bebía y hablaba más de la cuenta. Pero en esos lugares nadie está para escuchar, y mucho menos a un imbécil, borracho y sin dinero. Pero yo lo oí. Una y otra y otra vez contar lo mismo. Y entonces, una noche, le olí la determinación y la verdad. Y lo vi entrar y salir del registro propiedad y de los juzgados. En varias ocasiones. Y una tarde, en un café, alcancé a ver el nombre del pueblo y de una hacienda en un documento que estudiaba con detenimiento, abstraído. Y entonces pensé por qué no. Y pensé cómo. Y fui al registro de la propiedad. Y averigüé titularidades y apellidos. Y fui al registro civil y ahondé en los entramados familiares. Y fui al pueblo. Y oí. Y olí. Sobre todo, esto último. Olí una ausencia: larga, de estancia en Europa y derroche. Y olí los apellidos – tres: dos separados por un guion, y vinculados con el tercero por medio de la preposición “de”. Y recordé parentescos y una prima y dos apellidos en común (aquellos separados por un guion) y otros dos más (sin preposiciones ni guiones). Y sólo tuve que instalarme en la casa y presentarme en el Jockey Club como la tal prima, y poco más. Porque él no sabía de nada de todo ese fraude de parentelas. Sólo era cuestión de esperar. No estuve viviendo aquella vida estúpida más de una o dos semanas, a la sumo, antes de que él se presentara finalmente con su entramado de embaucamientos tan torpes pero, eso sí, efectivos.

Lo de los cinco matones era evidente: no podía presentarse en La Molina o en Santa Clara así por las buenas: los Zambrano y los Lambruschini le hubiesen dado una buena somanta – y esto, con suerte; que allí no lo conocía nadie, y nadie iba a andar preocupándose qué había sido de él. De chica los conozco, a los Maldonado: eran ocho, pero tres de ellos murieron en peleas o en asaltos que salieron torcidos. Siempre me han cuidado, con ese olor suyo a lealtad. Y ahora yo cuido de ellos. Es así la vida. Eso es lo que él no podría haber llegado a entender nunca; se lo olí la primera noche: soledad de la que está hecha de ausencia de uno mismo, de desapego de todo, de todos.

****

Pero tuve que volver a aquella casa. Quería saber si se había ido. Acaso, brindarle un consuelo. No lo sé. Realmente no sé qué pretendía. No tendría que haber ido. Porque verlo así, sin el remedo de distinción que se había inventado para sí y que, poco a poco, había ido haciendo suyo, me dio bronca. Ver esa derrota tan absoluta, sin autoestima, hurtaba el valor de mi propio logro. Ganarle a un tipo así era casi una vulgaridad, era una obscenidad. Y ese olor a olvido de sí, a vejez sin sustento, sin auxilio… De pronto, sin saber cómo, me encontré con la botella que había estado sobre la mesa, en la mano; y esa nuca sudada casi como una invitación, y un flato sordo y pesado que se le cayó del cuerpo, y todo su efluvio de cronologías auténticas, de golpe; y no pude más.

No sé para qué tuve que volver allí. Quizás para obedecer una secuencia de impulsos: instancia intermedia para volver a la casilla inicial – que probablemente siempre haya sido la única. Porque acaso, este local sin luz, con humedad y olor a humo y a hombres sin ilusión y con rencor, sea mi forma de escapar de la posibilidad de otras casillas, de sus eventualidades, de sus miedos desconocidos. No lo sé… Pero, de otra manera, no sé cómo explicar este contornear esta circunstancia para siempre ceder a su atracción, o la ilusión de amparo o inmutabilidad que ofrece.

 

© Marcelo Wio

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