Ojos prestados

Israel Alfred Glück (1921-2007)

 

Nos detuvimos en un camino a cuyos lados sólo había extensión y horizonte. Nos hicieron descender del camión con un apremio inútil; pura prepotencia y humillación: grito y vulgaridad. Un frío con cuerpo y velocidad nos zarandeaba al bajar de la parte trasera del vehículo e incorporarnos a esa estepa o lo que fuese: una abstracción, un no-lugar. Grito y culata de fusil apremiando, nos fueron acomodando en fila, mirando hacia el horizonte, de espaldas a la parte derecha del camión (si es que tal referencia tiene sentido en una situación como aquella; en un lugar sin señas). Nos ordenaron quitarnos la ropa. Que es un decir: harapos, trozos de tela que más o menos retenían una trama de hilos y abrigo. Los cuerpos magros, limados por el viento y una mezcla de arenisca y finos y duros copos de nieve o hielo. Todos iguales. A esa altura, la humanidad termina por prescindir de lo individual, del rasgo: se contrae sobre la osamenta y la resignación; puro montón de perseverancia.

Una vez incorporados a ese entorno, nos dieron la orden de caminar. Hacia adelante. A saber dónde era eso. Caminamos porque uno se acostumbra a obeceder. O, más bien, a dejar de ser tal cual era: una voluntad, una voz, un oficio, un vicio, una virtud. Ya se sabe. Lo de todos. Alguna cosa más que otra. Así pues, caminamos. De tanto en tanto, se podía escuchar el sonido que hacen los fusiles cuando se alimenta el disparador: una mecánica como de cámara fotográfica: la pretensión de detener el tiempo que ocurre al otro lado de la mira. Esperaban que intentáramos correr: contra el viento, el frío, la debilidad; hacia el resguardo de una distancia imposible de alcanzar. Pero no corrimos. La mayoría esperaba la detonación más como una misericordia, que otra cosa: ya no tanto por el sufrimiento en sí, sino por dejar de ser esa indeterminación, esa presencia sin sustancia, sin razón; sin humanidad.

Pero no dispararon. A saber por qué. Al rato de andar, se oyó el camión alejándose. Igualmente, ninguno se detuvo. Avanzábamos. No teníamos otra cosa que hacer. Morir caminando o de pie era lo mismo. Allí. Sin nombres. Allí. Ya excluidos de los ritmos y los fllujos de la vida.

O, acaso, no camináramos. Y sólo fuese el viento atravesando la interposición de nuestras debilidades.

Recuerdo la luz blanca y opaca. Un tapiz burdo de nubes grisáceas; como enchastradas. El suelo, de un marrón blancuzco. Arbustos achaparrados y como petrificados. Los mechones puntiaguos de nieve zumbando punterías.

Y nosotros. Caminando ridículamente. Desgraciados.

Llegaron por detrás. Ni los oímos. El viento chillaba, agudo. Y nosostros, deshabitados de esas palabras que nos gritaron en un idioma que había sido nuestro, alguna vez. En otra parte. Cuando éramos.

Dijeron voces. Finalmente nos adelataron para gesticular la suspensión de nuestra marcha. Haspavientos de unas manos sujetas a una mirada horrorizada. Tanto, que ni lástima. Las manos cada vez menos vivas. La mirada cada vez más sin párpados: pura pupila estupefacta.

Nos detuvimos. Pero no por sus exhortaciones. Sino porque eran un obstáculo para esa progresión de pasos sin avance.

Entonces, en esas córneas como crecidas, el reflejo: cada uno de nosotros, alojado en esos cuerpos precarios, como de apaño temporal hasta que le devolieran a cada uno el suyo, el de andar por la vida.

 

 

Aún tanto tiempo después, no puedo moverme de ese momento. Atrapado en el asombro (y el asco) ajeno: la reverberación de la muerte sobre sus rostros nuevos, casi de niños: éramos cadáveres que no debían andar caminando por esos páramos como si perteneciéramos a la duración y no a sus residuos.

Aún hoy, cada vez que me miro en el espejo, veo el rostro (el espanto) que llegué a ser. El único que ha quedado en mí, debajo de este regreso, de esta llenez de tejidos y pigmentaciones.

Aún allí.

De pie.

Mirándome. En unos ojos prestados.

 

 

© Marcelo Wio

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