No hay dos sin tres

 

Detrás de las vías del tren que una vez unió Santa Marta con Coronel Quiñones, a la altura de Mojón del Cura, viven unos hombres y unas mujeres que, dicen quienes aseguran haberlos visto y entablado alguna forma de vínculo, son de una belleza dolorosa, y que se alimentan de empatía y de un vino tinto que hacen ellos mismos (que, se afirma, es de efectos asombrosos – aunque nadie reconoce haberlo probado; con lo que aseguran, no se sostiene en lo fáctico sino en lo mítico, pero todos elijen creerlo porque sí), y que cantan melodías extrañas que pueden hacer que uno haga lo que siempre anda queriendo hacer pero que no hace por el qué dirán – se le aflojan a uno los calzones de la moral, según un relato de los abundan. Antes de llegar a las vías hay un cañaveral denso que abraza una humedad semi-podrida, como una suerte de barrera o prueba final antes de acceder al asentamiento propiamente dicho.

Dicen que aquellos seres descienden de unos gitanos que llegaron a la zona vendiendo cosas sin mucha utilidad pero que parecían prometer prestigio o, al menos, una novedad, y ofreciendo milagros leves. Los motivos para abandonar la errancia nunca han estado claros, ni siquiera para los que sobre tales gentes refieren aquello que todos parecen querer saber. A fin de cuentas, qué importa el cómo, o el por qué, si el qué es mucho más jugoso, y el pasado podría venir a disminuir los méritos de la narración.

Usurpino Talavera tiene, asevera, sesenta y tres años; aunque aparenta, como mucho, unos veinte. Nació allí, en ese territorio limitado al oeste por las vías oxidadas, al este por la meseta donde tiene lugar una remota pendencia entre el viento, la arenisca y los arbustos rudo; e indeterminado en sus otros dos costados.

Usurpino se sienta en una banqueta al costado de la estructura de chapa, madera y algún otro elemento, coronada por un cartel que dice Ferretería Anselmino. Conversa hacia adentro y en derredor, como si su forma de existir consistiera en llenar el espacio inmediato de palabras: de presencia, ni más ni menos.

La inverosímil lozanía de Usurpino no tardó en trascender los límites del villorrio. Si se hubiese tratado de otro atributo, posiblemente hubiese pasado desapercibido. Pero ya se sabe lo que sucede con la juventud cuando se le suponen posibilidades de perennidad o una duración más generosa.

Así pues, varias expediciones se dirigieron desde el pueblo cercano de Villa Adelina –situado a tres kilómetros y trescientos diecisiete metros del poblado – al rejunte anárquico de ranchitos y sendas. Las primeras, con afán de conseguir una fórmula o un método. Siendo ello imposible, las siguientes concurrieron con intenciones de constatar el hecho y elevarlo a la categoría cristiana de milagro. Pero el cura se negó tajantemente a mezclar a la Iglesia con aquellas criaturas que, según su entendimiento, eran una fullería del gran Tramposo. Así pues, esta expedición no llegó siquiera a arrimarse a su objetivo. La última, fue motivada por las anteriores, y llevaba el signo del escepticismo y el racionalismo: sus pesquisas tenían ánimos cientificistas.

Lo primero que hizo el encargado de llevar a cabo esta labor, el respetado vecino de Villa Adelina, Dr. Alejandro Zarrabeitía, pediatra, aficionado al ajedrez y a la filatelia, fue entrevistar a los lugareños del caserío.

Mirta, que tiene ochenta y tres años, y que los aparenta en toda su saña, le dijo que ella tenía sesenta años cuando nació Usurpino. Dos vecinos más confirmaron dicha aseveración. Mas, el resto (según el Dr. Zarrabeitía, treinta y tres personas), la desmintió tajantemente.

Lo que les pasa a esos (por Mirta y los otros dos, los “negacionistas”, por llamarlos de alguna manera), manifestó Anselmino, es simple: se han inventado una memoria inexistente para explicar un fenómeno presente dentro del marco de lo normal. Mire, yo tengo dos años más que Usurpino. Me acuerdo perfectamente de nuestros juegos de niños, nuestras hazañas mínimas de adolescentes (se imaginará que este territorio ofrece unas posibilidades más bien disminuidas para lo epopéyico) y, sobre todo, cómo su rostro se fue quedando como detenido mientras él mismo, como nosotros, seguía avanzando en el tiempo: por dentro, el cuerpo obedecía las reglas; por fuera se sublevaba inútilmente. Porque un viejo sentado, declamando historias pretéritas todo el tiempo, cansándose del mero hecho de estar cansado, es algo habitual. Es un testimonio del tiempo transcurrido. Pero usted lo ve a Usurpino, sin conocerlo (y conociéndolo también, que es inevitable caer en la trampa de la máscara que el destino ha hecho de su rostro), y se enciende: cómo es posible que un hombre joven derroche sus mejores horas de esa manera. Acaso sea una forma de escarnio. Vaya uno a saber.

A todo esto, huelga decir que don Alejandro había llegado allí, ya no sólo cargado de escepticismo, sino con una predisposición al desaire. Al ejercicio de la altanería. Pero no llegaba preparado para los rostros y los cuerpos que poblaban aquel paraje. Para la belleza de las mujeres (mozas o ya bien entradas en años, lo mismo daba – pero vamos, si hasta Mirta tenía un atractivo del que era imposible sustraerse). Y tanta hermosura comenzó a embotarle los sentidos y las convicciones: y así, cuando creía estar confeccionando una pregunta ineludible, en realidad le salía el principio de un asentimiento, de una mansedumbre.

De esta guisa, fue desviándose del método de indagación, del fin y de sí mismo. En ese estado, en el que aún su conciencia luchaba por ejercer su discernimiento, se sentó junto a Usurpino con la intención de exponerlo al rigor de su criterio.

¿Cómo hace para mantenerse así?

Nunca me he preocupado por nada que no tuviese solución.

Que es como decir que nunca, efectivamente, le ha preocupado nada. A fin de cuentas, uno decide qué tiene solución, y qué no. Uno y sus propias limitaciones, claro está – notaba que claudicaba, caramba, que metafísicas facilonas se inmiscuían donde antes no habrían tenido cabida.

Puesto así… Pero, veamos, a mí, evidentemente, me preocupa el bienestar de los míos, como a cualquier otro. Pero siendo enteramente consciente, claro está, de que yo no puedo siquiera controlar la mayor parte de los devenires que me tocan a mí… Eso, y una dieta a base de no privarme de nada: ni vino, ni carne, ni pan, ni nada. Y un cigarrillo después del mate de la mañana, otro después de comer y otro después de cenar; también uno en la tertulia y otro después de fornicar; que algo de ejercicio hay que hacer a diario (dos veces, idealmente; y no con la misma mujer – de la misma manera que se recomienda lo mismo para la mujer, ojo).

Y mientras Usuripino iba diciendo, le iba sirviendo un vino que, luego don Alejandro diría que no se acordaba de haber consumido, pero que sabía, de alguna manera, que lo había hecho. A usted lo endrogaron en toda regla, concluiría doña Irma, la boticaria. No bebió un vino, sino el vino; que vaya a saber qué es en realidad. O, añadió Ramira, la maestra de la escuelita con cierta malicia dolida – porque ese mes estaba secretamente enamorada de don Alejandro -, usted aceptó los elíxires, ungüentos o lo que fuese, para no tener que dar cuenta de los desbandes lujuriosos en los que seguramente incurrió.

Pero qué dice – fue todo el argumento cientificista que interpuso Alejandro a tamaña acusación.

*****

 

Hay, como siempre que un suceso o un fenómeno atrae la atención popular, otra versión de todo este asunto. Acaso, más verosímil. O, quizás, más fraudulenta: su intención no sería otra que la de enmascarar lo fabuloso, aquello que se le escapa a la jurisdicción de la normalidad.

Dicen que su principal promotor no es otro que el Dr. Zarrabeitía. Y los más maliciosos del pueblo sostienen que esa censura responde al afán de guardar para sí los favores carnales y narcóticos que obtiene generosamente (otras voces afirman que onerosamente) en sus visitas en calidad de médico. Es más, apuntó un vecino que quiso mantenerse en el anonimato: el doctorcito se dedica al tráfico de las sustancias que se elaboran en aquellos parajes.

Hecha la aclaración del primer párrafo – que, quizás, no sea más que una treta para manipular al lector -, el relato de esta versión dice que detrás de las vías del tren que solía unir Santa Marta con coronel Quiñones, a la altura de Mojón del Cura, viven unos hombres y mujeres que, dicen quienes aseguran haberlos visto y entablado alguna forma de vínculo, son relativamente atractivos, comparados con las humanidades más o menos mediocres que pueblan la región – y qué quiere, si estamos alejados de todo, dejados de la mano de Dios; la endogamia es ineludible (un argumento que no explica las disimilitudes y que, en todo caso, pretende justificar ciertos comportamientos propios) -. Son dadas, aquellas gentes, a las comilonas, que acompañan de un vino patero local no del todo malo; y que luego, ya de sobremesa, movidos por alguna sustancia narcótica, cantan melodías en una lengua extraña. Dicen que descienden de los asirios. Otros afirman que lo hacen de los sumerios o de los hititas. Son riquísimas las habladurías, tan exentas ellas, de todo rigor fáctico.

Usurpino Talavera tiene, asevera, sesenta y tres años; aunque aparenta, como mucho, unos veinte. Nació allí, en ese territorio limitado al oeste por las vías, al este por la meseta donde tiene lugar una remota pendencia entre el viento, la arenisca y los arbustos rudo, e indeterminado en sus otros dos costados. Aseguran que no es otro que Asurbanipal – otros dicen que es un descendiente directo del rey asirio.

El Dr. Alejandro Zarrabeitía, abogado, aficionado a las carreras de caballos y los extramaritales, suele acercarse a conversar con Usurpino. Le entretiene la cháchara, dice – de la que no cree ni en la verosimilitud del verbo más inocente –, y, sobre todo, aprende mañas que luego utiliza en el juzgado, en la mesa de póker (donde habla y habla con fines de distracción) y en sus encuentros amorosos.

Siempre que voy comemos un asadito y cambiamos palabras como quien juega a los cromos. Siempre intento llevarme no sólo el que no tengo, sino el que en el pueblo nadie puede siquiera concebir.

Usted va a lo que va, don Alejandro. Que le conocemos las debilidades, concluyó doña Irma, la dueña del almacén de ramos generales. Peor, le recriminó Ramira, que ese mes, sin saber por qué, odiaba minuciosamente al Dr. Zarrabeitía, usted es uno de esos contrabandistas de porquerías sicotropísticas.

Pero qué dice – fue todo el argumento jurisprudencial que interpuso Alejandro a tamaña acusación.

*****

 

Suele decirse, con rigurosidad casi científica, que no hay dos sin tres. Así pues, habiendo dos relaciones sobre un hecho, debe haber una tercera para que las dos anteriores, encontrándose en equilibrio con esta última, lo estén también entre sí – más de una vez, llegándose a anularse mutuamente, de manera que la versión última termina por convertirse en la única, disminuyendo de esta manera la entropía de la palabrería a niveles ridículamente bajos.

Esta versión es, pues, más ordinaria, si se quiere. O menos atractiva. Las palabras formando un grumo deslucido.

Refiere que detrás de las vías del tren que una vez unió Santa Marta con coronel Quiñones, a la altura de Mojón del Cura, hay un asentamiento miserable, habitado por unos seres – que dicen que descienden de unos que llegaron hace tiempo, escapados de un cautiverio a mano de una pobreza que debió haber sido similar (algunos, para adornar un poco el relato, introducen la posibilidad de una cautividad a manos de los indígenas que alguna vez habitaron la región) -; unos seres que, a falta de todo, hacían un vino más que decente, exacerban sus historias y se entregaban a lujurias más o menos asiduas y generalizadas. Pero en este caso, lo que importaba era la última historia que había salido del poblado, y que hacía referencia a un tal Usurpino, que, aunque de unos sesenta y tantos años, conservaba un rostro juvenil, de veinteañero sin preocupaciones ni aspiraciones.

El Dr. Alejandro Zarrabitía, martillero público que usurpaba el título de doctor – como, para ser sinceros, también el de martillero público -, era dado a recolectar historias fantásticas; su verdadera pasión.

Así, llegó al rancho de Usurpino y dio unas palmadas a modo de llamado.

Un tipo de unos setenta y pico de años salió de la casa. ¿A quién busca?

Usurpino Talavera.

Ahí está, holgazaneando, para variar. ¡Usurpino!

Usurpino apuraba una siesta larga en una hamaca descolorida que colgaba del tronco de un árbol y uno de los postes que sostenían el alero del techo de chapa de la casucha.

Usurpino se movió apenas, como si una mosca hubiese redirigido su sueño en otra dirección.

Disculpe la intromisión, pero ¿quién es usted? – inquirió el Dr. Zarrabeitía, al viejo.

El abuelo de ese vago. Conciliábulo Talavera, para servirle.

¿Cómo el abuelo…? Pero… ¿cuántos años tiene usted?

Ya sé que no me conservo muy bien que digamos… Pero no es para exagerar. Tengo sesenta y tres.

Pero…

Ah…ya entiendo… Usurpino… Mire, al muchacho le gusta alimentar rumores en torno a sí mismo. Es un mitólogo. No, es un mitómano, qué tanto. Pero no piense mal de él. Es buen muchacho. Creo que, en el fondo, hace lo posible por creer lo que cuenta; para exculpar su ociosidad. Tampoco tuvo muy buen ejemplo. Su padre era idéntico. En su caso, se enorgullecía de no haber trabajado nunca. Decía que era una reacción ideológica. Contra el comunismo (a saber cómo se había enterado de su existencia, si nunca tocó ni libro, ni periódico; y aquí radio nunca hubo, la música la fabricamos en el momento). Una idea, sostenía, perversa, porque a quién, si no, se le ocurría enarbolar una bandera que era una apología del trabajo rudimentario; del esfuerzo muy mal pagado – y esto siendo hiperbólicamente afortunado.

A don Alejandro le habían pinchado el globo sin misericordia. De pronto, pensó que aún había una manera de sacarle provecho a la visita al rancherío.

Y, discúlpeme la pregunta que puede pasar por ofensa, ¿qué hay de lo que se cuenta de ustedes? Ya sabe, aquello del libertinaje, de los orígenes… inciertos; en fin, de toda esa idiosincrasia fantástica…

Como en todo, hay un sustrato cierto, y hay una sedimentación hiperbólica. Nuestros antepasados llegaron en el tren; unos, ofreciendo productos, como los ofrecían en cada pueblo de la línea entre Santa Marta y Quiñones. A propósito, ¿sabía que Quiñones no era coronel? Era un muchacho que les llevaba agua en botijos a los soldados mientras se estaban masacrando con el enemigo, en la meseta. Pero el muchacho era bastante cobarde – es decir, tenía un apego sensato a su vida – y, en la batalla definitiva de los Leales contra los Insurrectos, Quiñones se escondió en una zanja. Los Leales murieron deshidratados. Los Insurrectos, en su honor, nombraron al lugar – que luego fue pueblo -, como coronel Quiñones (el cargo sólo figuró en el nombre del pueblo). Bueno, como le iba diciendo. Otros llegaron huyendo de problemas, deudas o casamientos arreglados. La lista de motivos es larga. Cuando se apearon aquí para ofrecer sus productos, sus ungüentos y sus fórmulas en Villa Adelina, los primeros; y los otros para estirar las piernas y, sobre todo, satisfacer alguna que otra fisiología; no sabían que ese era el último tren que hacía el recorrido entre Santa Marta y Quiñones. Y aquí quedaron. Esperando el tren siguiente. Alguien de entre los vendedores (a los otros les daba lo mismo) empezó a inventar historias para enterrar la macana… logística, por llamarla de alguna manera.

Usurpino se levantó con el pelo fijado en una posición totémica. Similar la erección que resaltaban los pantalones de tela fina y la evidente prescindencia de calzones.

¡Compóngase, canejo! ¡Que anda todo erizado, muchacho! – lo apostrofó el abuelo.

Los jóvenes de hoy, que sólo nos recuerdan nuestra juventud. Y eso jode mucho – dijo el viejo.

Ni que lo diga – no podía estar más de acuerdo, don Alejandro, que se sintió tremendamente disminuido ante esa rigidez juvenil.

El viejo Conciliábulo, que evidentemente no quería ahondar en el tema etario, enseguida dijo, como si hubiese caído en la cuenta de la necesidad ficcional de don Alejandro: Lo que sí es cierto, es que hacemos un vino como nadie más. Con decirle que inspiró una ópera. Al menos eso decían nuestros abuelos. L’elisir d’amore, el título.

Sabiendo que aquellos que buscan una historia en realidad buscan el hilo a partir del cual confeccionar una propia, Conciliábulo concluyó como si le ofreciera el material: Bah, acaso no sea más que otra de esas imaginerías de las que está hecha la historia. Pero, a fin de cuentas, sin esas ficciones, el pasado sería muy olvidable. Si, por el motivo que sea, hay que recordarlo: pues habrá que adornarlo bastante. ¿No le parece?

Usurpino, a todo esto, se lavaba la cara y se mojaba el pelo con el agua turbia de una jofaina. Se secó con una toalla que colgaba de un muñón del árbol que también servía de soporto para la hamaca.

¿Les preparo unos mates? – se ofreció cuando hubo subsanado todos los empinamientos.

Por mí, mejor un vino – propuso don Alejandro.

Para mí también – Conciliábulo.

El muchacho llevó una botella y un par de vasos. Sirvió. Y les encendió unos cigarrillos.

No quería embaucarlo, embromarlo. Si no, ¿para qué llevarlo detrás del escenario para que viera lo simple del truco – que ni siquiera existía? Y digo usted, porque fue el que se acercó hasta aquí, dijo Usurpino, a modo de disculpa.

Ya lo sé. Uno cree hasta cierto punto; más allá del cual, sólo queda la voluntad de devenir parte de la fascinación: es decir, de transformarse en un retrechero. Y esto último es lo que más me atraía: esquivar la verdad (la mía verdad, claro; qué otra) y alguna que otra obligación.

Ya. A esta edad, difícil que lo engañen a uno con fantasías, como no sea que uno mismo el quiera ser engañado, Usurpino. Para engatusarnos, hay que ofrecer las cosas de otra manera. De la misma manera en que nuestros antepasados ofrecían sus productos o mentían sus evasiones: como si uno los hubiera estado esperando por años. Nada ha cambiado, a fin de cuentas. Seguimos publicitando – dijo Conciliábulo, y tiró la colilla del cigarrillo al suelo. Eso sí, hay que evitar perder el tren. Siempre y cuando uno no lo quiera perder.

Bebieron en silencio un buen rato. Usurpino se había ido. Probablemente a dormir otra siesta, informó su abuelo.

Tal vez la vida sea eso – añadió Conciliábulo -, ¿no le parece?: un largo comercio de representaciones: reputaciones, dignidades, percepciones; meras ideas. Sin eso, no somos más que cualquier animal: subsistencia.

La noche ya había entrado en vigor, disimulando las formas, incitando a cruzar Rubicones que nadie veía.

Inventemos material para el muchacho – propuso Conciliábulo.

Que era lo mismo que decir: inventémonos un rato.

El viejo encendió un fuego para limitar la acción del aire frío y taimado como esos cristales rotos que coronan algunos muros y alguna que otra pelea, y para que las creencias vocabularios símbolos signos se tostaran convenientemente.

 

© Marcelo Wio

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