New Pompey, un giro salvador para el lector

En el 2001 la Argentina andaba desintegrándose otra vez, metida en la estrategia de patearlo todo hacia delante con “megacanjes” de deuda, salvaciones imposibles y esperanzas devaluadas, y todos corriendo detrás, porque por atrás venía la crecida, la inundación: el pasado con lecciones y advertencias. Y adelante, a saber dónde estaba, si entraba dentro del tiempo vital de todos, dentro de las posibilidades de todos…

En ese país, Cali, personaje lleno de aristas, hace lo opuesto: vuelve a la casa de sus padres – que ya no están – y se mueve hacia atrás. Atrás y adelante, como una danza que invoca una solución, una salida. Pero sobre todo, hacia atrás, como una tentación: habitar un pasado inamovible y doloroso, pero que “documenta” la ausencia de responsabilidad propia.

No recuerdo quién dijo que la Historia podía entenderse como la biografía de los grandes hombres. Acaso por eso haya leído New Pompey, la novela de Horacio Convertini, en clave histórica, porque en esa Argentina no quedaban hombres de esos, y, en cambio, había un exceso de hombres diminutos y con una saña cleptócrata que no dejaba bolsillo sin revolver. Así que, qué mejor que contar una porción de historia, una porción de vidas de esas de todos los días, de las que se ven forzadas a discurrir en el margen de la visibilidad (casi como el barrio de Pompeya, después del cual, la inundación); y, así, contar una parte de la reciente Historia argentina – muchas, muchísimas veces, un gran policial -.

En ese contexto, Convertini utiliza las derrotas y los fracasos para ir enhebrando las historias, para ayuntarlas y trazar la biografía de los personajes (con humor, con dolor, con alguna victoria tenue, equívoca, de esas que uno termina por intuir que son una derrota disimulada). Por momentos, parece que esa retahíla fuese un alegato que se funda únicamente en la presentación de atenuantes o, directamente, en trasladar las culpas; una charla con un muerto que es uno mismo, que va buscando las claves para resucitar distinto – justificadas sus acciones futuras como un resarcimiento por su pasado -.

Un pasado que no termina de ser del todo propio: parece antes bien un recuento de todo lo que no pudo ser – de lo que quiso ser o, sobre todo, de lo que otros (sus padres, principalmente; los amigos, el barrio – porque es un personaje más -) quisieron para él, proyectaron en él: la posibilidad de una revancha.

Pero ese duelo de un pasado “culpable” se interrumpe, precisamente, por la irrupción del mismo en la figura de un amigo excluido. Un tipo, el Chino, que viene a transformar el cariz de esos recuerdos: para él, lo que para Cali son derrotas , son casi un prestigio, parte de la propia dignidad: así, él, es un superviviente de aquello de lo que otros jamás habrían salido con vida o tan bien parados. O acaso, cuanto menos, a fuerza perder, ha terminado por elaborar o reelaborar los elementos de un orgullo de barrio: y eso, quizás, lo empuje a uno a proyectos disparatados, aquellos que que pueden convertirlo a uno en un gran ganador o (más probablemente) en un gran perdedor. Pero, los opuestos absolutos, en algunas circunstancias, quizás terminen siendo lo mismo: los extremos, dicen, se tocan.

Como sea, el Chino le propone, desde esta reinterpretación del pasado, con nuevas claves, con indicios que Cali no entreveía, lo único que se puede proponer en esa situación: saltar al vacío del futuro, jugársela toda a una ficha, porque, sugiere el Chino, son ellos mismos les que gritan no va más y los que giran como si hubiese una ruleta. Así, a pesar de que uno sepa, incluso sin saberlo, que a la acción, a la voluntad, le va a seguir una derrota, se le planta cara: siempre se está siguiendo a pesar de; como obedeciendo una esperanza que no se quiere hacer evidente para no gafarla, para no quemarla. Lo otro, es elegir la “salida” que Cali sabe que está, o estaba, por elegir: velarse en vida; sepultar e inhumar, cada día, el pasado, en esa casa que fue la de su niñez pero que no siente propia.

Pero uno necesita ir más allá de las dudas, de los miedos, de la búsqueda de causas que no terminan por responder nada (o sólo lo que uno quiere respondan; que el lo mismo que nada): y eso, precisamente, dejándose empujar por el Chino (él y Cali cada vez más dos facetas de una misma personalidad), por la coyuntura, por cómo se terminar por ordenar, lo que hará: ir al futuro, lo único que no está sellado, el único lugar que puede ofrecer alguna salvación, alguna certeza.

“Acaso se trate de darle uno giro salvador a la vida de todos los que languidecemos en este confín miserable de la ciudad”. Acaso los personajes nos conducen por esos intentos salvadores, por las causas de que haga falta emprender salvaciones. Y todos, quien más, quien menos, languidecemos en algún confín: de una ciudad, de una pena, de un instante, de una derrota, de uno mismo.

Y la cuestión parece no ser qué carta te sale en cada mano; sino, el acto de barajar y dar de nuevo, barajar y dar de nuevo… Ahí tal vez esté el intríngulis de la vida, y no en la carta que te sale sólo un ratito. Ahí en esas amistades que trascienden lo anecdótico, que trompean al tiempo y a las circunstancias que siguen fieles a sí mismas – incluso, o sobre todo, a pesar de los sujetos -. Ahí, precisamente, está el alma de esta novela, que tiene una única pero gran falencia: inevitablmente, uno termina de leerla.

 

© Marcelo Wio

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