Misceláneas de tren

 

Colocó el macuto en el portaequipajes situado encima del asiento. Por la ventanilla se veía la llanura quieta y reseca que se entreveraba con el horizonte anodino. Miró el paisaje (o “despaisaje”, o lo que fuese esas mezquindad monocromática) con el alivio de saber que lo abandonaba. A su lado, paralela, una vía vacía, oxidados los rieles, usurpado su trayecto de yuyos prosaicos. Estaba solo en el vagón envejecido. Se acomodó en el asiento a esperar la partida del tren que hacía no de menos treinta y siete años que estaba parado allí. A esperar, se acomodó, como cada jueves desde hacía al menos treinta y siete años. A esperar o a justificar una cobardía lejana.

***

Azul, la maleta. Blanco, el vagón del tren (por fuera). Rojos, los labios de ella. La envidia – morada, con trazas de un verde oscuro; muy oscuro, como de corazón de un bosque viejo – de verla besar a otro sólo se aplacó – turquesa – o se entretuvo – rojizo, jirones negruzcos y anaranjados – con la idea de saber que estarían separados al menos por un tiempo – blanco o negro, según.

Terminé de cargar las maletas, y aún me dio tiempo para fumarme un cigarrillo antes de ponerme a recoger las maletas del tren –blanco sucio con una línea violeta – que llegaba a tres andenes a mi derecha procedente de Lille.

***

La señora – gruesa, de cabello cano, vestida con ropas que, por increíble que pudiese parecer, eran anteriores a su nacimiento (una falda marrón, gruesa; un saco ídem, una blusa a lunares negros sobre un fondo de un naranja sin fuerza) – hablaba sin cesar, saltando de un tema a otro, como desesperada por agarrarse a las palabras, a su voz – como quien salta de piedra en piedra para cruzar un río infestado de vaya a saber qué alimañas reales o imaginadas. Hablaba de nietos, de precios, de recetas, de anécdotas equívocas. Hablaba mezquindades con esa modulación resbalosa que produce la confabulación de dentaduras postizas y malicias apresuradas – amén de un usufructo limitado de las bondades del lenguaje. Y mientras cambiaba de un tema a otro, yo imaginaba diversas formas de matarla en aquél vagón de tren sin que nadie – no había ni un asiento libre – se enterase. Entre eso y el vaivén, me fui quedando dormido. Al final del trayecto, todos los pasajeros del vagón número 7 bajamos. Todos menos la señora. La llamaron por los parlantes de la estación. La buscaron a conciencia en cada uno de los vagones – incluso debajo de ellos. Nada.

No sé si fue obra mía o de algún otro pasajero de aquel vagón 7. Juro que no lo recuerdo. Sí recuerdo unas miradas mudas, sobreentendidas, que al bajar dijeron o sugirieron una justificación, una coartada, un pacto. Creo. Tampoco de ello estoy seguro. Acaso fuese todo mera sugestión.

***

No era silencio. Era un sonido acolchado, latente. Una suerte de flujo sin turbulencias, que iba marcando el territorio que habrían de ocupar las palabras. Era lo cotidiano creciéndose alrededor de sí mismo, formando ese efecto de seguridad que termina por amodorrar los sentidos.

Pero nada hay más siniestro y desconcertante que lo cotidiano fuera de contexto – pensó Upiérrez, mientras observaba a Benavente besar (¿Ese era el término adecuado? Babosear, lamer, absorber, deglutir, parecían los términos pertinentes para definir ese ansia obesa) a Elenita Uzandizaga, la secretaria de contaduría (figura fina, como pensada de antemano – con cierta malicia -; el rostro lacio, auxiliado por unos ojos verdes exactos, una boca de turgencias precisas, y unas facciones de geometría tajante). ¿Qué hacían esos dos elementos tan disímiles, tan desvinculados, mezclándose de aquella manera húmeda en medio de la oficina vacía? La única explicación era el sueño. Mas, se alargaba impune y dolorosamente esa imagen: con hilachas de sensaciones mórbidas, hacia la vigilia primera, la que determina el ánimo del día.

El zarandeo irrespetuoso y salvador del guarda exigiendo el billete, rescató a Upiérrez, no sólo del sueño, sino también de pasarse de estación.

***

Una novia. El vestido amarillento. El rostro como si se le hubiesen agotado las expresiones. De pie. Los brazos lacios. Al costado de las vías. Acaso, extinguido el motivo de la huida. Pero sin otras razones para rellenar sus impulsos. Allí, pues. Detenida.

***

Pulcro. Con un aire como de recién salido del confesionario: higienizados los tegumentos morales. El bigotito fino, como una suerte de artilugio para mantener los labios prietos, en una imposible posición horizontal, listos para una reconvención. Figura de cirio. Amarillenta la piel. Dijo un “buenas tardes”, sin palabras ni tono, al entrar en el compartimento. Se sentó junto a la portezuela. Las piernas juntas, casi una. Las manos sobre los muslos. Ocupando el menor espacio posible: minimizando el contacto con el entorno: temeroso de las máculas y polutas que andan rastreando los descuidos y las debilidades. Recogía las piernas hasta lo imposible; las manos rígidas; el rostro tensionado. Cada vez más recogido. Como si pretendiera crecer hacia un centro: es decir, decreciendo de la circunstancia de ser con los demás. Cada vez más comprimido. Menos él; más motita: apenas un resto de ese bigotito tan firme, tan euclidiano, tan irreductible a esa prepotencia inviable que es el punto.

***

Miraba por la ventanilla como afiebrado. Pero fuera sólo había noche sin estrellas ni referencias. El traqueteo del tren aturdía. En el compartimento, el aire había comenzado a sintetizar, a partir de sus ocupantes, gases soporíferos. Así pues, íbamos todos – yo mismo, una mujer que se había dedicado a tejer lo que parecía un jersey, durante las primeras horas; un cura sin fe (delatada por una pata de conejo que sobresalía del bolsillo izquierdo de la sotana) y ese hombrecito intranquilo.

De pronto, sin dejar de mirar hacia fuera, y si dirigirse a nadie en concreto, habló. Observar, se sabe desde tiempos inmemoriales – dijo -, es un proceso activo que transforma el objeto de dicha observación. De hecho, hay ciertos metafísico y expertos en metempsicosis que afirman que las pirámides egipcias no son sino una alucinación fabulosa, y que el efecto de ese examen o sugestión generalizada inicial, persiste hasta hoy, tan efectiva como al principio – o más, si cabe. Porque, quién puede creer que tal civilización podía construir unas obras que sobrepasaban en mucho sus ingenierías.

Y tal como había comenzado a decir, cayó en un mutismo aún más profundo que aquel que había mantenido hasta entonces, a la vez que aumentó su desasosiego – las piernas inquietas, la mirada más afinada y desesperada; las mandíbulas tensas.

¿Qué quiere modificar con esa mirada insistente hacia la nada? – preguntó de pronto el cura, que parecía haber estado profundamente dormido.

Pero el hombre no respondió. No estaba, ni remotamente, en el compartimento. A saber qué cavilaciones y turbaciones andaría elucubrando – o, antes bien, qué exasperadas divagaciones lo tendrían acorralado en un territorio igualmente inhóspito como el que rodeaba al tren (existencia menuda, ya de por sí cuestionable).

***

La observaba escribir. Llenaba una hoja, escrutaba, y finalmente hacía con ella un bollo que metía dentro del bolso que tenía a sus pies. Una tras otra. Sentada junto a una ventana del lado derecho del vagón del tren que hace el recorrido entre Valladolid y Madrid. Cuando se bajó en Segovia, siguiendo un impulso que muy probablemente – y a propósito – había olvidado allí otro pasajero, me levanté y me dirigí al asiento que había ocupado la mujer. Encontré lo que buscaba en el suelo, junto a la pared: uno de los bollos que escapó del archivo o almacenamiento en su bolso.

Era un decálogo.

1. llamar a las cosas por su nombre.
2. elevar el instante a suceso. Siempre.
3. encomendar a la suerte los murmullos de las piedras de los ríos (tú sabes cuáles, Esther).
4. convalidar los reflejos de los charcos evaporados.
5. trabajar en pos de la despenalización del comercio de estampitas de San Pospuesto.
6. imprecar a las estatuas de los próceres sin caballo. Sobre todo en Londres y París.
7. desnudar con la mirada sólo a aquellos cuyas miradas ya estén desvestidas.
8. lavarse las manos, aunque sea una vez, en el caldo del sexo.
9. olvidarse siempre algo antes de salir.
10. volver, una y otra vez, al lugar del crimen, aunque no se llegue a cometer.

Y debajo, un comentario o una aclaración o una fabulación (a mi entender, innecesaria):

Encontrado en el salpicadero de un Chevrolet Impala del 1961 abandonado en el puerto de Marsella – se sabe que llegó en un barco procedente de La Habana en 1967 y que no fue reclamado por nadie. Aún está allí. Detrás de un montón de redes de un verde parduzco, que vaya a saber hace cuánto no hurgan mar.

***

El añejo tren de vía angosta subía con esfuerzo la cuesta que lleva al pueblo de Trevino. Como cada dos de noviembre, iba repleto de gente que va al cementerio a orar por (o a sus) sus muertos (o por el que fuera: no se trata tanto de rezarle a los muertos, sino de conjurar miedos; o acaso, quién sabe, de acrecentarlos).

Sentada en el último asiento, junto a un hombre que duerme, o que hace que duerme, Agnese va murmurando, como si fuese una suerte de prólogo a las oraciones que recitará posteriormente. Murmura, Agnese: “Qué se dice frente a una lápida. Qué debe decirse frente a un nombre y unas fechas talladas con mayor o menor esmero. Pero, sobre todo, para qué auspiciar ese diálogo cojo: pretensión de contravenir la naturaleza – ambición de superarla, en definitiva; de salirse levemente de su jurisdicción: haciendo de cuenta que una, pronunciando verbo, cotidianeidad, suprime la muerte. Como si de una visita carcelaria se tratara: una hablando del lado del devenir, de las horas; el otro callando desde un instante detenido, pero no del todo irreversible, aunque la condena sea perpetua. Qué se le dice a esa tierra o césped arisco que ya ha borrado los rastros de cicatriz y entierro. A esas plantas que siempre están marchitas en el jarro de vidrio opaco y grueso; el agua sucia de marchitez. Qué. Lo de siempre. Como si nunca. Contar o contarnos el relato que vamos componiendo de nuestros equilibrios imperfectos. Qué. Qué decimos ante la piedra domesticada. Que nosotros aún perduramos. Que recordamos, que sabemos, aunque ocultemos las señales de la inevitabilidad. Qué se dice realmente frente a ese emblema terrible que nos recuerda mucho más que una cronología. Se dice un engaño para una misma, o se dice una prepotencia disimulada de evocación y de imposible conversación. Qué. A qué esa ceremonia donde es una la oficiante y, en última instancia, la invocada: Aún duras, Agnese; ve en paz. A qué tanta teatralidad. Tanta negación y empecinamiento. A qué”. Murmura esos escepticismos. Pero luego declamará: “Tú, Padre amantísimo, compadécete también de nuestras lágrimas… ¡Míralas, oh dulce, oh piadosísimo Jesús! y por ellas concédenos que los que aquí en la tierra hemos vivido atados con los fortísimos lazos de cariño, y ahora lloramos la ausencia momentánea del ser querido, nos reunamos de nuevo junto a Ti en el Cielo, para vivir eternamente unidos en tu Corazón. Amén”.

***

Quería escribir una carta. En realidad, no es que quisiese, sino que simplemente me vi impulsada a hacerlo. No sé hace cuanto escribí una por última vez. No puedo recordarlo. Si es que, por no saber, no sé hace cuánto que no escribo a mano – algo que no sean esas notas escuetas que se van dejando para otros o para uno mismo; o esas listas cotidianas que se componen como apéndices de memoria trivial o como ejercicios atávicos de caligrafía y enumeración. Así pues, quería, necesitaba, escribir. Por el mero hecho de hacerlo, de sentir es cansancio, ese suave dolor o calambre en la mano – la diestra, en mi caso -, que va engendrando una suerte de apremio y de concisión – y, acaso, negligencia -, que resulta en una codificación de la que ni una misma tiene la clave para, posteriormente, interpretar lo enunciado.

Escribo, entonces. Sin mucho que contar. O nada. Nada que no sea un lugar común, una rutina ampliamente compartida. Metaescribo. Y tacho y reescribo, y voy viendo la composición laberíntica que va quedando sobre la hoja – quién sabe, quizás se vaya concretando un significado de mayor trascendencia que el de las propias palabras -: entre los vocablos y las letras y los surcos variables de la escritura (la presión de la fogosidad que inconscientemente resalta ciertos trazos; el desdén o desánimo que los difumina). Un desahogo fractal: con un origen ciertamente conocido, pero cuyo devenir es insondable: porque aquí estoy, a las seis y tantas de la madrugada, en un tren a Lisboa, en medio de vaya a saber qué territorio, vuelta, de pronto, sobre un cuaderno en blanco que alguien olvidó, juntando signos, elaborando sentidos. Y ahora que lo pienso, el origen de esta redacción fue tanto o más azaroso que el propio impulso, que la mismísima escritura sin trama que estoy perpetrando. Quizás, pues, lo único seguro haya sido aquella explosión descomunal, de la que seguimos, inútilmente, intentando reordenar los pedazos esparcidos – sin siquiera conocer las configuraciones de las que forman parte -; como esos investigadores de accidentes aéreos, pero sin la esperanza de una de esas cajas naranjas con indicios de explicación.

Mientras tanto, una claridad comienza a definir formas; y se me hace que las veo por primera vez. Como estas letras que voy combinando. Como esas viejas pinturas chinas, concisas, que confunden sus pinceladas con las de los ideogramas – como si éstos nacieran de las formas elementales de la naturaleza (al menos, de las que podemos ver, o comprender, sin sentirnos terriblemente disminuidos): pura sensibilidad sin adornos, sin exageraciones. Una claridad que, además, comienza a perfilar el destino del tren, a lo lejos, como si levantara de las mismísimas entrañas de la tierra, como una inevitabilidad, más que un destino.

Sentí, pues, el impulso de escribir. Y no pude sustraerme a él. Aquí dejaré la carta o lo que sea esta reunión de signos. Ha de ser otro el que juzgue qué hacer con ella. Si continuarla. O reordenar sus elementos. O enviarla a un destinatario al azar – para prorrogar el ímpetu del albur. Yo ya he saciado esta suerte de obligación, de pulsión. He sido, apenas, un pasajero atractor extraño para un flujo mucho más complejo que la iteración que pretendía intuir o imaginar. Un flujo – perturbado o comandado por turbulencias dispuestas por circunstancias inasibles – que viene de vaya a saber una dónde, ni cuándo.

***

Dicen que el tránsito, ese momento en que uno no está en ninguna parte en concreto, sino pasando sobre el territorio, apenas contenido por el tiempo, favorece las introversiones y, con éstas, las listas. Pero creo que, de todas las instancias transitorias, ninguna es tan propiciadora como el tren – con esa suerte de familiaridad hogareña que hace que uno fantasee con alargar un poco más el viaje.

En años de ir y venir en trenes, sin más motivo que el placer de utilizar dicho medio, he encontrado multitud de listas olvidadas – o dejadas muy a propósitos. No fue sino hasta hace poco – y con un decálogo que creo haber mencionado -, que comencé a guardarlas (más bien, a atesorarlas); quizás porque más allá de su formulación particular, son universales: es decir, son una clave de algo evidente que nos esforzamos por encubrir o disfrazar de complejidad y originalidad. Y, sobre todo, porque amo las listas. No hay día que no confeccione alguna. De lo que sea que me venga a la cabeza –libros de mi infancia; compañeros de la escuela primaria; ciudades que he visitado, que no, que quiero visitar, que no; discos de jazz, nombres inventados de árboles, y así. Casi compulsivamente.

Esta lista la encontré no hace mucho en el tren entre Leipzig y Berlín. Confío en que no se haya perdido nada esencial en mi torpe traducción.

Aromas:

a tierra mojada
a Platanus acerifolia en días de lluvia
a cajón (de madera vieja) de manzanas
a azahar, a lupino, a romero, a canela, a hierbabuena, a tomillo, a clavo
a cuello de bebé
a mate
a nostalgia/a memoria
a mar
a bosque
a ayer (ayer sin nombre ni recuerdos)
al humo del tabaco de pipa
al momento de después (al durante, al de antes)
a libro viejo
a madera/madera ardiendo: fuego crepitando en la chimenea
a disculpa
a tierra seca/polvo
a charco con hojas: a otoño
a campo por la mañana – boñigas, pasto, pelajes, rocío
a baúl con frutos secos
a infancia de otro/a
a ti. Siempre a ti

 

¡Llamar a Stefan para que se asegure de que cerré el gas!

***

Se restregaba los ojos, o acaso sólo estuviera empujando trozos de historia hacia las regiones de la memoria. Su boca interpretaba un cansancio o una premonición: el aliento caliente y macerado moviéndose en sus inmediaciones, como los elementos de una idea callada. Sentado como si alguien lo hubiese depositado allí.

Se parecía a alguien que uno alguna vez ha conocido: esos rostros vagamente familiares, pero sin el auxilio de un recuerdo remarcable adherido a las facciones que terminan por definirlo, por concretarlo dentro de una personalidad y un nombre.

¿Le molesta si abro un poco la ventana? Aquí adentro hay un aire como de quietud que desentona con el propósito de un medio de transporte; con el hecho que supone un viaje.
Abra – respondí. Pequeño, nervioso, se incorporó y se puso en puntas de pie para llegar a la parte superior de la ventana, por lo demás, baja, como es de esperar en un tren. Se movía como si todo desplazamiento le supusiera un enrome esfuerzo; casi diría, un deterioro de su salud.

Cuando se ponga en marcha, la cierro – dijo, mientras se sentaba en la misma posición. Creo que si hubiese estado solo, habría reproducido hasta las líneas que habían adquirido su chaqueta y sus pantalones al sentarse la primera vez. Había en él una minuciosidad ominosa: no era difícil imaginarlo odiando de esa manera sistemática.

Me mira como si creyera conocerme – apuntó, de pronto; una voz neutra, en un tono que no existía en la naturaleza.

Iba a decir algo, pero con un gesto afable me eximió de una disculpa o justificación a mi evidente contemplación, y dijo que era habitual, que tenía un rostro universal. O, más bien, aclaró, unos rasgos que siguen una geometría fundamental. Asentí y sonreí apenas, con los labios; esas formalidades también universales.

Tanto se habla del eslabón perdido… – deslizó, y cogió un libro que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta y, sin más, se puso a leer. Ecce Homo, de un tal Nietzsche. No lo conocía. Además, estaba en alemán (a modo de subtítulo decía “Wie man wird, was man ist”; que a saber lo que quiere decir, suficiente con que alcancé a discernir que era alemán; aunque, ahora que lo pienso, qué se yo si no era sueco u holandés o alguna otra lengua).

Enseguida el tren comenzó, con tirones y bufidos, a moverse. El hombrecito dejó el libro para ponerse de pie, con la intención de cumplir su promesa y cerrar la ventana.

Deje, la cierro yo.

Gracias… – y prosiguió con la lectura.

Eso que dijo del eslabón perdido… ¿Iba a agregar algo más? – pregunté. No tanto por interés, sino porque el viaje era largo y convenía ir rellenándolo de entrada con lo que fuera. Y no había mucho, realmente. No soy dado a la lectura – me fatiga terriblemente la vista y, debo ser sincero, el intelecto. Tampoco soy muy afecto a los periódicos ni a los crucigramas. Digamos que soy más de charlas livianas – o las que sean, qué tanto; la cuestión es sustraerse del traqueteo hipnótico del tren.

Sí, iba a proseguir esa introducción sucinta. Pero como se dio cuenta entonces – lo inferí de su silencio -, no quise continuar. Pero ahora veo, y nuevamente concluyo, que se quedó pensando alrededor de esos elementos mínimos que le ofrecí, o que se me escaparon, según se vea. Así pues, creo que están dadas las condiciones para decir lo que interrumpí.

¿Qué condiciones?

Oh, nada del otro mundo: tan sólo un poco de interés. Es el que predispone de otra manera ante lo inverosímil: con sano escepticismo, sí, pero con consideración; y con la imprescindible curiosidad de quien quiere comprender.

¿Qué prologaba su mención al eslabón perdido? – pregunté, con afectada deferencia, como si quisiera probarle que estaba en lo cierto respecto de mi respetuosidad (quizás porque, si bien no había descortesía ni ánimo de burla; tampoco había, el menos al principio, disposición para el conocimiento; sólo ganas de charlar, de oír otra voz).

Usted miró mi rostro reconociendo, o, mejor dicho, creyendo reconocer a alguien en mí; o, más precisamente, en el ordenamiento de mis rasgos. Pues esa incertidumbre suya no se fundaba en ninguna memoria desvencijada, en ninguna impresión. No podía ponerle un nombre a mi rostro, como suele decirse, porque me parezco a todos los seres humanos. Soy el molde inicial masculino. Como ve, aún, después de tanto tiempo, se puede seguir encontrando una inquietante familiaridad en mí.

¿Cómo, molde?

Un molde de barro. Como se hacían antes las cosas. Antes de la expulsión del paraíso, me refiero; no al antes de ustedes, que siempre resulta ser contemporáneo del que lo invoca.

Eva…

Qué Eva ni ocho cuartos. Un dios, ya no recuerdo su nombre – era uno menor -, que fue el que nos creó, se aburrió de su invento y concibió la torpe evasiva que todos, más o menos, ya conocen. De ahí en adelante, los moldes – yo, y el molde femenino -, ya no tuvimos razón de ser.

¿Y a qué se dedica ahora?

A buscar al molde mujer – como imagino, o quiero imaginar, que ella hace conmigo. No sé muy bien con qué fin. Por ahora, el fin es la búsqueda. Que, como ve, se alarga tanto como la humanidad… Es lo que pasa cuando dos se buscan, que terminan por no coincidir…

El hombrecito me miró sin expresión y, sin más, volvió a su libro.

***

Pensaba en Ulises (acaso, también en el de Joyce), y en que en tales viajes, era el trayecto – los elementos de éste -, el relevante. Partida y arribo, hechos inevitables. Hoy, en cambio, el viaje es el destino: puntos estáticos; como si todo se quisiera detener (y nosotros con ello); fútil batallita contra el tiempo.

Y pensaba, también, en el Señor de los Anillos, y en cómo el viaje, el recorrido – más que el propósito – define a sus protagonistas (sus cataduras morales, sus temores, etc.). El trayecto está preñado de tiempo: de instantes y circunstancias para probar al aventurero, para que se vea obligado a exhibir sus rasgos más íntimos. El vértigo parecería eximir de tales acreditaciones: todo se sucede no sólo rápidamente, sino de manera que cada instante suplanta al anterior: crea desmemoria o indulto o impunidad.

Quizás aquellos viajes fuesen una metáfora de una vida transcurrida. O quizás, la vida, una metáfora de los mismos. Y quizás, esta vida que nos hemos apañado, sea una metáfora de unos viajes empobrecidos. O viceversa. Como si escapáramos de una comprensión que ni siquiera intuimos.

Pensaba en todo ello mientras miraba por la ventilla y, a la vez, imaginaba que el revisor aparecería de un momento a otro diciendo que el tren nunca había partido, que todo a su alrededor, sencillamente, había comenzado a moverse. Y que al no tratarse de una avería o fallo técnico ni nada que pudiese incluir en una categoría o definición o ustedes entienden, no podía asegurar, ya no si llegaríamos a destino, sino si llegaríamos, alguna vez, a algún lugar. Sepan comprender las molestias, etc. Y yo entonces pensaría que este viaje impuesto por el tren, ese movimiento que se perfilaba como perpetuo, sería acaso la tercera fase de una progresión donde terminaríamos por quedarnos estáticos, viendo pasar distancias y tiempo, sin intervenir en ellos.

***

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.