Marta desmerecida

No merecía el destino innoble de servir de relleno para las miradas aburridas de la una y pico de la tarde en la plaza Fulgencio Amatista, repleta de oficinistas y secretarias y bocadillos y comidas frías y palomas; y el calor recalentando las baldosas desparejas de los caminitos torpes y conjurando perfidias procelosas con corrientes, presiones y humedades en un horizonte hurtado a base de edificios y cables.

Siempre había uno de ellos, de esos seres que confunden seducción y hostigamiento y acoso. Los rompe bolas, según la definición exacta y sucinta de Marta. Siempre uno de esos acercaba sus pasos y su tedio disfrazado de elocuencia hasta su banco; y lo peor de todo es que también aproximaba sus palabras limitadas y superficiales, tan poco suyas, tan de todos, tan vulgares en su repetición, en su pretensión de originalidad.

Marta no merecía ese destino mezquino que la hacía objeto de la fascinación aburrida y breve de esa media hora para comer, y que irremediable y mezquinamente la privaba del mismo trato en horarios más oportunos, en circunstancias más propicias para creerse los galanteos y, quizás, aceptar una invitación con la excusa inverosímil de que había sobrevenido la aglutinación de eventos y palabras y efluvios y apetencias y etcéteras apropiados para el usufructo de la seducción.

La noche – y ciertas prendas que por algún motivo la costumbre ha relegado a ese territorio dado a las supersticiones y los olvidos – siempre ha sido considerada favorecedora de tales circunstancias (propias para lo instintivo, para la voluntad involuntaria y el arrojo); quizás porque los contornos de todo se diluyen y confunden con las sombras, y con ellas la propia existencia, tergiversando las personalidades y excusando el libertino albedrío, y las mezclas más explícitas.

Pero Marta, por la noche, era relegada, toda ella, a la geografía de las sombras absolutas: sin luz que la definiera, que la incorporara a la amalgama cuerpos y palabras tenues que proponen y aceptan o rechazan con travesura o estupidez (según los casos, y quien los defina).

“Debo tener alguna cualidad que imposibilita que la luz artificial me defina, me evidencie”, le comentó alguna vez a una amiga que no prestó mucha atención porque justamente en ese momento entraba Octavio Salvestrini al café donde también estaban Amalia y Graciela, competidoras por el mismo trozo de atención y cariño breve, como si fuese único y singular; cuando, en palabras – hipócritas – de la amiga de Marta, no pasaba de ser un muchacho del montón que debía pasarse mucho tiempo acicalándose y gustándose y que, sobre todo, tenía un padre que, dicen todas las lenguas, malas y honradas, que posee una cuantiosa fortuna (que es, claro está, mayor que una fortuna a secas, y el mayor embellecedor que existe).

En ese momento, en ese lugar, Marta conjeturó que tal vez no era una cuestión de iluminación, sino de ciertas presencias. Quizás la sombra era más metafísica que real. Eso pensó en ese momento. Y no supo decidirse: caviló que todas las teorías terminan por revelarse falsas (no sabemos con qué argumentos o experiencia llegó a tal conclusión) y que la realidad permanece siempre inexplicada, esquiva a mujeres y hombres que sólo pueden padecerla con mayor o menor dignidad y ventura.

No merece el destino innoble de servir de relleno para las miradas aburridas de la una y pico de la tarde en la plaza Fulgencio Amatista, la pobre Marta; que está sentada en el banco habitual (las maderas algo deformadas por la acción de las lluvias y el calor y el descuido). Come una empanada de verdura. Tiene una botellita de agua mineral casi por la mitad. Entretiene su mirada en las patas del caballo del General Fulgencio Amatista: las traseras, sólidas, empujando el resto del cuerpo, y con él al General, hacia una soberbia de dos patas delanteras flexionadas y un General erguido, sable extendido comandando una carga ya extinguida y olvidada. Por eso no lo ve acercarse. Por eso lo percibe recién cuando ya se sentó en el banco – y ya es tarde para que una mirada detenga el acercamiento. Él fuga su mirada hacia el entrevero de ramas y hojas que tejen los árboles a la izquierda del General, algo que le llamó (positivamente) la atención a Marta.

“La vi hace unas noches en el café Collette”, dice él sin convicción, con la boca reseca por el esfuerzo corajudo. “En realidad, la he visto varias noches allí; pero nunca me he atrevido a acercarme… Entre tanto… candidato… Parecía casi un agravio… bueno, no sé si ésa la palabra que define lo que quiero decir… Y ahora, por casualidad, porque he empezado a trabajar en una oficina de por aquí, me la encuentro sola, aislada de… potenciales pretendientes… Y, me perdonará la osadía, el atrevimiento… que, por otra parte, no sé ni cómo he reunido el valor…”, él se va enredando en las explicaciones que entiende que debe ofrecer para justificar su acercamiento, y las explicaciones que él mismo se va dando ante lo que, aparentemente, es una novedad.

Por eso, o por otros motivos que nunca fueron aclarados, Marta lo interrumpió. “¿Cómo se llama usted?”, validando su acercamiento.

“Ramón…” – y la lengua reseca se entorpeció contra el paladar también deshumedecido, pura conspiración fisiológica que pretende evitar la reproducción de algunos seres.

“Tome, Ramón”, la botellita de agua como un objeto que los asociaría por primera vez (un breve roce de los dedos; el objeto que había sido rozado por una boca sería rozada por la otra, y el consabido etc. figurativo).

“Ramón Valle”, dijo luego de haber tomado un traguito correcto, y limpiado con el pañuelo el pico de la botellita.

“Marta Obando”, dijo ella, una sonrisa bien definida por la luz del sol aumentada por los reflejos en las ventanas de los edificios que asedian la plaza y encierra al General de bronce en un gesto perpetuo que ya no se sabe si fue de victoria, de cobardía resignada o de una protesta airada contra el escultor.

© Marcelo Wio

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