Los motivos de Deodoro Barrantes

 

En el pueblo ya habían empezado a componer barruntos y cálculos: a Deodoro Barrantes se le caducaba la pólvora.

Hábil y exquisito volante de creación – un diez de la gran siente, como suele decirse -, que había jugado diecisiete temporadas para Alianza Trapecistas (fundado por los trapecistas de un circo que a principios de 1910 organizaron una huelga cuando el circo estuvo en el pueblo y fueron abandonados por el resto de la troupe que, al parecer, andaba buscando una excusa para deshacerse de ellos… pero esa es otra historia que no viene a cuento). Con él en el equipo – con Barrantes, claro -, Alianza ganó quince campeonatos. En sus dos primeras temporadas – en las que jugó intermitentemente porque Ferreira se negaba a largar el puesto, y debido a un par de lesiones (aunque el runrún decía que las había fingido por respeto al Chungo Ferreira) -, Alianza salió sexto y décimo. Pero una vez que se hizo dueño de la coreografía del gol, el club se hizo imbatible.

Cuando se retiró, Barrantes siguió ligado al club, trabajando con las inferiores (la cantera, como le dicen los españoles, como si hubiese que picar, romper, triturar… cuando sólo hay que conducir, sugerir, incentivar). Barrantes se volcó de lleno a los pibes, a inculcarles el fútbol desde una aproximación casi artística, en la cual el método era más importante que el fin, y éste lo era, en tanto el medio fuese reivindicado.

Entre el club y los amigos, ya fuese en el bar de Polidoro o en algún asadito en la orilla del río, la vida de Barrantes encontraba los puntales de su definición. Nunca se había casado y no había pasado de algún noviazgo burocrático, a los que se entregaba un poco por compromiso – a saber con quién -, y otro poco por aburrimiento – de aquí, quizás, el compromiso: consigo mismo, o con ciertas circunstancias.

Así, el tiempo pasaba, y con él menguaba la posibilidad de que tuviera hijos. Es decir, y en términos del interés del pueblo, la posibilidad de que naciera otro taumaturgo del balompié para confeccionar las alquimias de la victoria.

Téngase en cuenta – a modo de disculpa para la… codicia pueblerina -, que a todo esto, desde que Barrantes se retiró – hace de eso ya casi diez años -, Alianza no ha vuelto siquiera a estar cerca de la punta de la liga regional. Por ello, tanto hombres como mujeres de Cañada Brighella andaban empezando a hacer cábalas, a planear encuentros, a maliciar artificios y engaños gaméticos, gonadales; embrujos carnales, que le dicen.

Al principio no pasaba de ser un argumento para la manufactura de chismes y murmullos de bar, esquina, almacén, mercería, iglesia, almuerzos del domingo y madrugadas del sábado. Pero, poco a poco, se fue haciendo evidente que tanto chirimbolerío confabulado arrastraba una verdad…, o más bien, un sentir que, aunque sincero, no dejaba de ser un perversidad colectiva, un egoísmo necesario.

Zulema Helú se puso a la cabeza de la comisión encargada de encontrar una mujer para Barrientos y, sobre todo, para que el ayuntamiento de pornografías consecuentes prosperara en el sentido deseado.

Doña Helú, Mabel Manrique, Hilda Truffaldino y Aníbal Coviello – infiltrado por el masculinaje en el contubernio porque, según lo puso Efemérido Livorno (intendente del pueblo y presidente del club), “a estas yeguas me las veo venir”; sentencia comprendida por el machaje allí presente, sin más explicación: lo que está claro de un modo atávico, no necesita elucidación lingüística.

Lo primero era confeccionar una lista de candidatas. Ahí las mujeres comenzaron a introducir los términos que maleó el intendente: “qué linda pareja harían”; “esa no, es hija de fulana de tal que es una mala pécora”, etc.

Coviello se vio obligado a realizar su primera intervención, a brindar su primer aporte, en definitiva: No somos celestinos. Estamos lejos de parecernos siquiera. Lo nuestro ahonda sus principios chuecos en un afán… en un capricho interesado. Con esto quiero decir que aquí hay un objetivo que no tiene que ver con lo romántico – que, si se da, pues mejor: producir un diez; pero no uno cualquiera, un Barrantes.

-Qué animal que es usted, don Coviello – amonestó la Manrique -; no está hablando de sus corderos en el campo, caramba…

-Está bien – convino -, pero el objetivo final, dicho más o menos refinadamente, y con eufemismos que mientan de prestigio nuestra misión, no deja de ser el que es.

Iban y venían los nombres y las filiaciones. Y a cada sujeto del catastro le correspondía, más temprano que tarde, una pega.

Doña Helú, luego de varios días de discusión tautológica, verbalizó lo que todos pensaban: A todas estas chirusitas las tiene muy vistas…

-Simple, vamos a buscar al pueblo vecino – aplicó pragmatismo la Truffaldino.

-Es la solución – reconoció Coviello -; pero no se trata de ir a buscar a cualquiera, a la primera que tercie… Hay que buscar con un criterio… genético conveniente: hay que rastrear la destreza. Pienso ahora en una bailarina, por ejemplo…

-Complicado en cualquiera de estos pueblos de mierda – acotó Helú.

-Cierto… – aceptó Coviello.

-La destreza se encuentra en diversos ámbitos… – pensaba en voz alta la Manrique.

Y la Truffaldino se agarró a esa idea que juzgó juiciosa, y se dejó arrastrar: Una costurera diestra…. de esas a las que no se les salta ni un punto…

-¡Y cómo enhebran! – terció la Manrique – A la primera… y lo mismo da que el hilo sea grueso o fino como una mera intuición y que el tamaño del hondón de la aguja no pase de ser un hipótesis posible.

Zulema Helú, cuyo marido era dueño del almacén de ramos generales y miembro de la Asociación Maronita de la Región de los Llanos – que englobaba a todos los pueblos que jugaban la liga regional -, se puso en contacto con esposas de los miembros de la Asociación de los pueblos que estaban a menos de tres horas de viaje. Y, mensajero para arriba, telegrama para abajo, perpetraron una lista de siete chicas: cuatro costureras, una enfermera (que al parecer ponía las inyecciones mejor de lo que acariciaba la mayoría), una profesora de danza clásica y folklórica y una muchacha (le mandaron la foto como justificativo de su elección) que era de tal belleza que podía salir de su vientre lo que uno deseara. Coviello era partidario de descartarla: sabía que él, en el lugar de Barrantes, la elegiría sin pensarlo – pero se buscaba un diez habilidoso, no un diez hermoso.

Coviello y Helú visitaron a cada una de las chicas. Por fin se decidieron por la enfermera – mataban dos pájaros de un tiro: un futuro diez, y una enfermera que el pueblo no tenía. Sólo le dijeron que le presentarían a un muy buen muchacho – esas falsedades que se permite cualquier casamentera/o, porque Barrantes ya era un señor -, de buena posición, amable, etcétera, etcétera. La enfermera – Marité Gainza – aceptó.

Acordaron los confabuladores en que fuese Livorno el que hablase con Barrantes: una sobrina de una prima de la Turffaldino que es enfermera en Elba del Río, que anda aburriéndose en ese caserío, etcétera.

Barrantes acababa de concluir la práctica con la novena división. El sol terminaba de ocultarse detrás de los sauces que marcan el curso del río, y había dejado un rastro rojizo-violáceo en las nubes deshilachadas que nunca llegaban a conchabarse en una tormenta.

De pasada le comentó que le gustaría presentarle a una muchacha, una sobrina de una prima de la Turffaldino, etcétera. Y enseguida comenzaron a charlar del club. No era cosa de levantar la perdiz.

Hablaron de cómo progresaban los pibes, de lo bien que le iba a las inferiores en el regional. Livorno le preguntó a Barrantes si veía a algún diez potable para pasarlo a primera al año siguiente. Ni al siguiente, ni dentro de diez años. Ese diez aún no nació. Hay pibes buenos, pero sólo eso: del montón, ninguna soberbia, ninguna excepcionalidad.
Si a Livorno le hubiesen quedado dudas y desconfianzas respecto del plan, aquella realidad futbolística lo habría terminado de convencer. Y, esa persuasión, lo llevó a preguntar: ¿Por qué no se casó, Barrantes?, con ese tono confidencial que las tardecitas silenciosas y favorables propician.

-No soy amigo de las intimidades; menos que menos de esa grotesca e intolerable que establecen dos personas que así se condenan a soportarse, en el mejor de los casos, a raíz de una correlación casual y carnal; es decir, efímera. Prefiero hastiarme de mí mismo.

-¿Y los hijos?

-No me diga, Livorno, que usted es de los que piensan que hay que estar casados…

-No, no, por favor, no…

-Ah, me había asustado, Livorno.

-No, no soy de esos moralistas.

-¿De cuáles es?

-De los que miran para otro lado. Pero no era eso lo que quería preguntar, quiero decir, lo de los hijos; sino, más bien, ¿nunca quiso hijos?

-Como querer, no. Tengo uno por ahí, en Ingeniero Scapino; del amorío de una noche una vuelta que jugamos allí… De eso hará…unos… diecisiete, dieciocho años…

-¿Hijo o hija?

-Hijo.

-Lo visita.

-No.

Livorno lo interrogó con los ojos, para evitar los equívocos que pudieran surgir de una palabra mal elegida.

-No estoy hecho para la paternidad, Livorno.

-Pero usted con los pibes del club…

-Es otra cosa. Los educo para ese rectángulo mínimo, los hago jugar al fútbol – instancia en la que no joden -, y después se van a romper la paciencia a casa.

-¿Sabe cómo se llama su hijo; qué es de su vida?

-Fermín Pirlo. El apellido es de su madre, evidentemente…

-¡¿El mismo Fermín Pirlo que juega en Atlético Almafuerte?!

-Ese, Livorno, ese mismo.

-¡Si lo habré puteado! ¡Cada vez que juega con nosotros nos pinta las cara!

-Yo también lo puteo por lo bajo, aunque por motivos levemente distintos: juega mucho mejor de lo que yo jugaba… ¿Ahora entiende por qué no quiero tener hijos?

-Sí… entiendo…

Livorno supo que Barrantes y Marita podrían tener un pibe, pero que la pareja no iba a durar y que la enfermera se iba a volver a su pueblo, donde ese pibe iba a acabar jugando en Voluntarios de Elba…

-¿Y esa muchacha de la que me comentó? -preguntó Barrantes

-Una nadería, Barrantes. Era por hacerle el favor al amigo Turffaldino, que su mujer lo tiene incordiado con lo de la sobrina de su prima o alguna parienta de esas que se caen de la definición de familia en una generación más… Pero por quedar bien con él, me temo que quedaré mal con usted, Barrantes…

-¿Cómo es eso?

– Y…es fulera. Es muy fulera, la piba.

-Gracias por el dato.

-No hay de qué… Así que Fermín Pirlo…

-Sí, pero no diga nada.

-No, no se preocupe… ¿Lo venden a la Juventus finalmente?

-Sí.

 

Hablé con Barrantes – informó Livorno ante la comisión de conjurados. La cosa es complicada. Le pregunté como quien no quiere la cosa si no le gustaría tener hijos y la respuesta invalida nuestras ambiciones: no puede.

-¿Cómo que no puede? – preguntó la Manrique.

-Es estéril, mujer. Un pelotazo ahí mismo en un partido contra Atlético Patacón, en su segunda temporada en el club.

-Usted dijo que la cosa era complicada, no imposible – comentó Coviello.

-Dijo, dice, no rompa las pelotas, Coviello; hágame el favor.

-¿Qué le digo a Marita? – interrogó la Turffaldino. Se había ilusionado…

-Qué se yo – dijo Livorno mientras se ponía de pie y salía del bar de Polidoro.

-¿Le dio el nombre del candidato? – preguntó Coviello.

-No – respondió Helú.

-Le presentamos a Mateo Lanzanni, el diez actual del club. Quizás la habilidad de la piba y la mediocridad de Lanzanni den un resultado… decente.

-Usted, Coviello, es un animal – sentenció la Turffaldino.

-Sí, como mis corderos.

-No, peor – dijo riendo Helú. Pero no es mala idea. Si la chica ya compuso sus ilusiones…

-Y es buen mozo, Lazanni… – apoyó la Marique.

-Pero es un boludo – apostrofó Coviello.

-Nada, doña Helú, no escuche a este necio. Le presentamos a Lanzanni – concluyó la Turffaldino.

-Adiós, señoras – saludó Coviello ya desde la puerta del bar.

 

© Marcelo Wio

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