Los himnos

 

Yes Jesus loves me, the Bible tells me so”. Me llenaba la voz y el pecho y me producía un efecto para el resto del domingo que se parecía a una valentía o a haber comido mucho dulce. Orgullo de nada en particular. Y bienestar. Salía de la iglesia con un calor como de fiebre y primavera en el rostro. Corriendo sin saber a dónde. Hacia el día que restaba, calculo.

Una vez en casa, mientras mi padre preparaba la carne a la parrilla y bebía martinis con mi madre, mi hermana y yo jugábamos a policías y ladrones con algunos de los niños del barrio por los jardines sin cercas. Luego, ya sentados a la mesa, con ese sudor pegajoso de verano, comíamos como si el domingo anterior, y todos los que lo había precedido, no hubiesen existido. Como si nuestra vida comenzara cada día, amparada por una premeditada amnesia  que hacía de cada jornada una única porción disociada de cualquier relación factual y temporal.

Ya hacia el final del almuerzo, se comenzaban a delinear los elementos que le darían identidad al día – la misma de cada domingo -: los rasgos de mis padres mancillados por los martinis y el vino, y el whisky que les seguía. No vociferaban. No lo precisaban. Levantaban la voz sin gritar. A veces pienso que si hubiesen gritado habría sido distinto. No sé cómo; no se me ocurre. Son esas cosas que a uno le vienen de tanto en tanto, como si una fe o una desesperación muda nos sugirieran que es posible violar la linealidad del tiempo y modificar los eventos anteriores. Se denigraban meticulosa y civilizadamente. Se decían las cosas más vejatorias con una sonrisa – embrutecida, desparramada, sí, pero sonrisa al fin – y en un tono de voz casi amable, como si estuvieran comentándose chismes de club o barrio u oficina o diciéndose esas frases que sirven para llenar o apuntalar un momento de los que sirven para simular una felicidad familiar más o menos verosímil.

Con mi hermana, en tanto, corríamos descalzos sobre el césped del jardín trasero. Muy rápido. Sin cesar. Buscábamos inconscientemente ese latido en los oídos que hace que todos los sonidos se parezcan a una lenta lejanía de algodón y felpa y gomaespuma. Y yo cantaba aquellas estrofas que había cantado unas horas antes, pero que ya no surtían su efecto.

Quizás, comencé a pensar una de esas tardes, cuando mis padres ya no tenían fuerza para insultarse y enarbolar una pretensión de dignidad, y dormitaban ya en las tumbonas, Jesús no me quisiera tanto como creía, o me decía, cantaba, porque yo no hacía nada, como no fuese mi parte del paripé de niño sano, contento e inocente. “Thou has bled and died for me/I will henceforth live for Thee”. Ciertamente, no hacía mi parte del trato. Porque ciertamente, observaba y callaba y hacía de cuenta que aquello no sucedía, y al día siguiente, y los subsiguientes, contribuía a acrecentar la desmemoria.

Dos o tres domingos después – no recuerdo bien, porque hasta ese domingo, todos habían sido el mismo – se me pegó, como una tela de araña, otro himno al que nunca antes le había prestado atención: “Onward, Christian soldiers!…/Marching as to war/Christ, the royal Master/Leads against the foe”. La sensación que me dominó entonces parecía la misma que la de cada domingo al salir de misa. Pero sólo se asemejaba; porque había algo que entonces ni siquiera alcancé a percibir. Recién después, pensando, cantando ese fragmento, recordando los olores, la luz de aquel día, pude reconocer someramente los ingredientes disimulados en el estado habitual: determinación y rencor.

Había sol y olor a césped – hacía un tiempo que no se cortaba, pues había dientes de león por todas partes; los podía sentir en los pies al corretear -. El aire estaba quieto y se podían ver las hilachas de humo de las barbacoas repetidas a lo largo de la calle. Fue el último domingo del verano de ese año. El último fin de semana de buen tiempo. Luego llegaron los vientos, la lluvia y el frío de propiedades osmóticas. Aquel día no sabíamos que se acabaría tan abruptamente el verano. Ni que aquel domingo sería el último de aquella serie que aún ahora se me hace infinita (e idéntica).

Ya habíamos terminado de comer. Yo hamacaba a mi hermana y mis padres se difamaban de manera excelsa. Todo idéntico, como una obra de teatro de mucho éxito que se interpreta durante años y años, y los actores comienzan a parecerse a los personajes. Mi hermana me estaba contando algo sobre un saltamontes que había entrado a su aula la semana anterior causando un revuelo sin mayores exageraciones. Estaba diciendo que su amiga Nancy se había subido a la silla, algo histriónica, y de pronto vi a mis padres, a unos veinte metros de donde estábamos, cada uno con un vaso en la mano, el gesto cedido, como si se le hubiesen agotado las excusas para componer un rictus; las voces lánguidas, las palabra húmedas, algunas ya encharcadas, incapacitadas para congregarse certeramente para armar humillación y degradación alrededor del otro. Embadurnados de ellos mismos, o de eso en que se habían convertido, y mi hermana y yo, consecuencias no deseadas de ese vínculo hecho de menosprecio y alcohol. No sé cuánto tiempo pasó entre que los vi y me encontré caminando hacia la mesa. Cuando pasé a su lado, ya se habían derrumbado sobre las tumbonas. Aún se decían, o más bien balbucían, alguna bajeza, ya más soez. No recuerdo haber cogido el cuchillo. “Marching as to war”. Sólo la canción, y todo como oscurecido y acolchado. Mi hermana difuminada, hamacándose. Mis padres sentados. Un silencio hecho de un murmullo mullido. Y los latidos de mis oídos y mis sienes y mis manos. “Leads against the foe”.

No puedo recordar lo que dicen que hice. No puedo recordar el motivo. Acaso, podría hacerlo ahora, retrospectivamente, pero no sería más que una interpretación (conveniente) del hecho. No sé qué pensé mientras hamacaba a mi hermana y vi a mis padres. No sé qué me impulsó a coger el cuchillo. Sinceramente. No fue ese himno que había oído y cantado tantas veces, pero sin reparar realmente en él. Si podía escucharlo en ese momento, fue porque venía asociado a un estado de ánimo en particular, y nada más.

Hace unos años, una de las tantas psicólogas que me han atendido, llegó a convencerse de que yo, en realidad, no recordaba porque no había hecho nada, sino que había sido mi hermana, un año mayor que yo (entonces teníamos 11 y 10 años), a la que, o bien había decidido proteger, u obedecía sin fisuras.

Pero el cuchillo tenía mis huellas y las de mi padre (era el que él había utilizado durante la comida). Era yo quien estaba manchado con su sangre; no mi hermana. Recuerdo, o creo recordar, el calor que salió de sus cuellos. Un calor espeso, amarronado, húmedo. Un calor con tacto, que me cogió la mano brevemente. Y el olor del alcohol y de sus voces que aún coleaban. Y a mi hermana, quieta en la hamaca, sin expresión. Me acuerdo que me pareció que la mirada extinguida de mis padres tenía más vitalidad que la que habían tenido en vida sus ojos.

La echaron, a la psicóloga aquella. No era para menos. Según los profesionales que me han tratado y las autoridades judiciales, no tengo hermana. Lo que “recuerdo”, pues, es, conforme al diagnóstico de los primeros, meramente una alegoría. De acuerdo a las pericias policiales y judiciales, aquella sangre que evoco no era humana, sino que pertenecía a los dos gatos y tres chihuahuas de la vecina. De tal manera, habría transferido, ejecutado, sobre esos animales, lo que mi psique no me permitió llevar a cabo sobre los sujetos de mi malestar. Algo así me dijeron alguna vez. Pero yo sé que es una fórmula para evitarme traumas futuros. No deberían preocuparse. Yo me encuentro perfectamente bien. Mejor que nunca, diría. “Jesus, friend of little children/Be a friend to me/Take my hand, and ever keep me/Close to Thee”. Lo canto para mis adentros. Varias veces al día. Me llena la voz y el pecho y me produce un efecto para el resto del día que se parece a una esperanza o a un contento o a haber comido mucho dulce. Orgullo por mi integridad ante las coartadas fáciles que me ofrecen; y bienestar. Si no estuviese aquí, saldría corriendo. Sin saber a dónde.

 

© Marcelo Wio

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