Lo querían

Lo querían, sí, pero en un pasado que ya había terminado por desvincularse con el presente – a la manera de los mitos, que apenas retienen, si acaso, una difusa idea de su objeto, o sujeto original, de los comportamientos adjudicados; en su caso, una suerte de custodio de las valentías que no fueron, las que no se ejercieron, ya sea por pragmatismo o cobardía, que, en definitiva, siempre puede considerarse como un extremo e irracional utilitarismo. Lejano, quieto en un instante o en una breve serie de momentos domesticados. Lo recordaban – consenso inverosímil pero cierto – con el sombrero de ala ancha que nunca tuvo, sentado (pero a punto de salir al encuentro de alguna inminencia) en un banquillo de madera junto a la entrada de la herrería de Benavídez, que le ofrecía una charla menuda, de palabras desparramadas entre fuelles y golpes metálicos. De qué hablarían. O qué escuchaba, más bien, porque a él nadie lo recordaba pronunciando su parte esperable del diálogo.

Lo querían de esa manera pretérita, aunque aún estuviese allí. Aunque no hubiese mucho por lo que quererlo – más allá de la costumbre mansa que compone la rutina – ni mucho por lo que no hacerlo. Un poco como casi todos, que tienen sus días así o asá, pero que terminan confluyendo hacia la media donde sólo los rasgos y los nombres custodian la identidad. Más que quererlo, lo postulaban para prócer menor, para material para prócer. O mito. Ya se dijo, si bien como símil, pero se dijo. Él, evidentemente, no sabía nada de todo eso. Y, lógicamente, el resto tampoco. Nadie está al corriente de estos asuntos: se los imponen a sí mismos y a otros sin enterarse; recién más adelante cuando ya las fabricaciones han superado al hecho, al sujeto.

Lo querían, entonces, sin saber que lo querían. Sin precisar de ese conocimiento. Como se querían y recelaban unos a otros. Movidos por las entrañas – una glandulita cerca del baso que segrega ánimos respecto del resto. Lo habían ido aquietando como en una postal. Herrería. Banquito. En ese principio, el sombrero aún no formaba parte de la composición. Aún conservaba alguna idiosincrasia propia. Algunas palabritas que todos podían decir que eran suyas – no las palabras, sino la forma de combinarlas en una frase que servía un poco para todo: es decir, para espantar conversaciones o para salir ileso de esos encuentros casuales.

Lo querían sin quererlo. Era una suerte de indiferencia sin dobleces, no de las que disfrazan una antipatía o sorna. De esa que hay a veces en los pueblos. O en las ciudades, en esos barrios que casi ya no forman parte del entramado callejero, que casi son posibilidad o una aparición trasnochada.

Quizás el único que lo conoció medianamente fue Bermúdez. Conocimiento entrecortado por los golpes del modelado del hierro sobre el yunque.

¿Quién ese rastro que sigue, que acata, cuando lo veo marcharse de aquí como para siempre?

Nunca es el mismo.

Qué sigue, entonces.

No sigo. Mucho menos acato – no ese andar; seguramente andaré obedeciendo alguna otra cuestión que desconozco. Es sólo una forma de avanzar sin hacerlo como cualquier otra. Son pocas, o ninguna, las que, como suele decirse, hacen camino.

Un quedarse, digamos.

Digamos.

Así hablaban. O, así lo quiso la mistificación, y luego, la ópera rala que compusieron (o perpetraron) los hermanos Brandoni, que se estrenó en Milán a bombo y platillo y terminó entre abucheos y una deserción unánime por parte del público. Alguna vez la repusieron en algún otro lugar – al que no habían llegado noticias de las críticas contundentes luego del estreno. La representación en Manaos es la última de la que se tiene cuenta. “Trae bajo el alero de su mirar la premeditación de un adiós”, ese era el título. Y “Trae bajo el alero de su mediocridad la premeditación de su fracaso”, fue el título de las críticas más devastadoras.

Los más duros críticos fueron los hijos de los hijos de aquellos que lo habían conocido. Uno de estos intentó asesinar a uno de los hermanos Brandoni (al mayor, el encargado de las letras) pero no supo cómo. Como fuere, decían que lo retratado, no sólo de manera absolutamente pifiada, sino también como un pusilánime. Los irritó sobre todo un pasaje donde los hermanos Brandoni (o el mayor, que es el que escribió el libreto) le hacían decir:

“Sólo me queda tu ausencia, como una desmesurada e inexacta memoria, como el eco de los reproches que me inflijo – creyendo que ese auto de fe te congregará, te traerá de vuelta. Una ausencia que fungió como un sutil cambio de leyes físicas en el mundo que dejaste tras de ti: esos territorios donde habitan dos o uno, y que pueden coexistir sin problema con eso que se denomina realidad, o que, ocasionalmente, puede colisionar”.

Pero qué disparates le endilgan, decían sus defensores o seguidores o lo que fuesen quienes lo querían tan sin saber por qué. Si era casado. Pero enseguida, dentro del grupo surgían las grietas: no estaba casado, había decidido retirarse de la vida de las conscupiscencias. Pues entonces estaba casado, los otros, entre tercos y socarrones. Pero a lo que íbamos, alguno de uno y otro bando, él no hablaba esas mariconerías. Que, además – otro -, no significaban ni chicha ni limonada. Eso mismo. Qué gusto de inventar tonterías.

Lo querían como se quiere a un tío del que uno ha oído siempre hablar con cariño, pero que no se ha conocido. Y, por conocer, ni quienes lo refieren lo han visto; o hace demasiado que no lo ven como para computar como encuentro. Y son esas querencias hechas de ausencia y repetición las que terminan por durar.

Un aparte. Antes se afirmó que alguien había intentado asesinar, sin éxito (si es que puede utilizarse este término en este contexto) a uno de los hermanos Brandoni (al mayor). Y no es así. Quien más, quien menos, todos alguna vez se han “dejado llevar por el entusiasmo”, que es una forma de decir que se eligieron el camino de la hipérbole y la mentira para que lo relatado cobrara más… más… interés, o, mejor dicho, que a través del relato, el relator fuera percibido de mejor manera, ergo, fuera tenido por más de lo que en realidad era. Algo así. La cuestión es que a la salida de la ópera de Manaos alguien intentó darle una bofetada – ni siquiera un golpe de puño, fíjese usted, o ustedes, si están leyendo en grupo, como hacían los estudiantes en los 1960 o 1970, aunque eso sí, con textos de Marx y esos señores rusos y de algún otro lugar de por ahí -, pero se resbalón con la cagada del caballo que tiraba el coche de estribos que esperaba a los Brandoni. Eso es todo.

Lo querían, en definitiva, como se quiere a una versión de uno mismo: la que aparece por la madrugada en el espejo del baño cuando uno se levanta a orinar; la que no le pertenece a uno mismo del todo porque se comparte con todos en ese silencio de autenticidad y vulnerabilidad, cuando se es tal cual, pura biología.

Lo querían, entonces, porque no quedaba otra. Porque, como dicen que le dijo alguna vez a Bermúdez, la existencia es subjetiva; esto es, está sujeta al sujeto que carga con ella a cuestas o a rastras o como bien pueda. Por eso y porque siempre hace falta un mito que ayude al sujeto a llevarse a cuestas, que comparta el peso, que se haga cargo de alguna que otra responsabilidad.

Por eso, y porque, aseguran, era uno de esos tipos queribles: esos que, sin esfuerzos ni coacciones, se hacen querer. De esos a los que la vida, por el motivo que sea, no los ha embadurnado del todo – por negligencia, por imposibilidad, por lo que sea, los ha dejado como intactos, o casi; un poco como esos niños que nadie entiende cómo mantienen impoluto el trajecito de la primera comunión mientras juegan al fútbol en un descampado embarrado. Por eso. Lo querían porque no sabían envidiarlo.

© Marcelo Wio

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