L’nez

Antoine L’nez acababa de cumplir los 13 años cuando se percató de su particularidad. Fue en el mercado de los sábados de su pueblo en la bretaña francesa. En realidad, se percató de los efectos de lo que sí percibió: un olfato incrementado, que en ese momento adjudicó al aire límpido, sin adherencias salinas ni húmedas, a la ausencia de brisa; en definitiva, a las condiciones atmosféricas, meteorológicas, más que fisiológicas. Acaso, el temor a lo desconocido, lo novedoso, despierte un mecanismoo de adjudicaciones externas.

No fue sino hasta regresar a su casa, cuando su madre se puso a preparar una sopa de pescado y ajo, y no salió ni un solo aroma. ¿Estaré resfriándome?, se preguntó la mujer. Y el padre respondió: Pues será generalizado, porque no huelo nada; ni el humo de mi pipa.

Antoine lo olía todo, lo absorbía – lo hurtaba, dirán los apresurados – toda esencia por sus pequeñas fosas nasales. Porque su nariz, para colmo, era diminuta. Había que mirar mucho su rostro para descubrirla – y siempre gracias a la luz que componía una sombra mínima -.

Al día siguiente, un comentario acaparaba las atenciones del pueblo: se habían ido las fragancias – y con ellas, los sabores – o había un resfrío de lo más peculiar y generalizado. Resfrío sin fiebres y demás achaques característicos.

Antoine tuvo la mala idea de decir que él sí olía, y como nunca, para más inri. Dos más dos siempre han sido cuatro, pensaron sin pensar los que más solían usar la sesera en el pueblo, y concluyeron que Antoine estaba aspirando todos los aromas. Ni los pedos puede olerse uno, dijo alguno de los que usaban el material grisáceo con una asiduidad que podía medirse en segundos por año.

La comida es sagrada, dijeron. La comida sin aromas es un mero suero. Como solía hacer en aquelloso tiemopos, la solución era simple y contundente: Antoine fue expulsado – eso sí, con palabras amables, cartas de recomendación, palmaditas en la espalda e incluso unas lágrmas nada insinceras por parte de algunas que había pensado en un emparejamiento con sus hijas -.

Antoine pasó el resto del año llegando a un pueblo y siendo invitado a irse a los pocos días. En algunos lugares, educadamente; en otros, con un énfasis inecesario para las entenderas que poseía el muchacho, que no eran pocas.

De aquí para allí, Antoine terminó en el pueblo finlandés de Hajuton. Sí, de aquí para allá, no fue un paseo por la campiña. Los días transcurrían y Antoine seguía allí, siempre esperando la llegada de un enviado – sacadas ya las conclusiones de su presencia, y la coincidente desaparición de los aromas (no importa donde uno vaya, dos más dos, siempre son cuatro cuatro… Si el tiempo se curva, por qué no estas sumas tan de nada) – a que lo exhortara amablemente a tomárselas sin más dilaciones, que ya bastante con que nuestra cocina es más bien triste y monótona, como para encima no sentirle siquiera un regustillo aunque sea a tristeza boreal.

Peo los días siguien transcurriendo, amontonándose, a efectos de comodidad computacional, en semanas y, sin creerlo aún Antoine, incluso en meses.

Antoine no se percataba del motivo: ¿había perdido el poder aspirador? ¿O nadie olía nada en el pueblo? Tampoco quería andar preguntando: acaso fueran más lentos allí para deducir consecuencias de su presencia, y no era cosa de andar facilitando premisas en detrimento propio, porque Antoine, a esta altura estaba hastiado de esta trashumancia forzosa – la nariz errante, se llamaba a sí mismo -.

Por fin se le ocurrió un método. No muy ingenioso, es cierto, pero igualmente válido para sus propósitos de ganar algo de tranquilidad: la de saber que sería despachado nuevamente, o la de saber que había que empezar a construir una sedentariedad que requeriría de nuevas preocupaciones. Conocido el método, necesitaba el lenguaje adecuado; y el finés era como una pelea de perros esquiva. Compuso el parlamento, esmeradamente, durante unas semanas.

Eligió a un viejo que sabía que bebía vodka rudo en la taberna. Esperó la hora propicia para inquirir sobre cómo hacían para comer ciertas comidas (pensó especialmente en un bacalao) que eran… cómo decirlo… un tanto belicosas para el paladar que venía portando él de zonas más romances.

No lo sé. Aquí, con este frío de mil demonios, vivimos en un resfriado perenne. Creo, añadió el viejo, que ya es material hereditario. Como sea, nadie huele nada…. Tal vez termine usted pescando un resfriado parecido que lo ayude con la comida.

Antoine se sinitió decepcionado. Su circunstancia le había servido para evitar crearse los lazos de responsabilidad, obligación y todo lo demás que supone asentarse o andar pensando en hacerlo…

Dos días después, partió hacia a Italia, país lleno de aromas. Pero, también de pasiones. Así es que cuentan que una tal Annuziata Pomodoro le desgració la cabeza de un cucharazo luego de que Antoine le estropeara una cena para ocho. Cuentan, los que siempre cuentan porque de alguna u otra manera han encontrado la manera de tener algo que contar, que Antoine, del sopapo, perdió el sentido del olfato (también el de la ubicación); que la señora antes mentada se apiadó de él y lo recibió como a un hijo (un hijo que no era hijo, usted me entiende, contaron los que, cuando cuentan, no se privan de incorporar alguna malicia, alguna guiñada de ojo picarona).

 

© Marcelo Wio

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