Lagos

Se puede ver el tiempo en Lagos. Como capas geológicas en los rostros de la gente – acumulada su genealogía en estratos sedimentarios. La ciudad misma es como una superposición de épocas y circunstancias, con sus edificios de una digna precariedad – están, también, los otros, los que la emparejan a cualquier otra ciudad, esos que no tienen ni personalidad ni alma; pero son escasos o intrascendentes, más bien -, y sus barrios de chabolas donde hay orgullo puro. El tiempo está quieto y pasando. Como el tráfico lento y denso como la sangre que ha cedido a los vicios pero que aún se empecina en discurrir.

Se puede ver el tiempo. Quizás sea un arreglo de los dioses yorubas y los antepasados de estos seres que andan ahora por la ciudad como si no fuese del todo suya. Y quién les va a decir lo contrario, si poco o nada parece pertenecerles. Sólo ese tiempo que se deja ver. Casi una tregua. Una benevolencia. No como la del golfo que hace tiempo que ha dejado de ofrecer los aromas de la sal y la humedad,;vencido por la suciedad desprende una fuerte transpiración perpetua a podredumbre – a veces mansa, como si se hubiera dejado domesticar suficientemente – que entra por todos los rincones de la ciudad chata, abierta como una mano que pide sabiendo que nadie da. En las barriadas pobres ese hedor se confabula con la miseria para crecerse, contagiando a los charcos de las callejas barrosas que parecen perennes, hechos de un líquido que no es agua, y que es anterior a los hombres.

Y, así y todo, hay allí algo esencial que escapa a las prolijas capitales europeas, con esa sobriedad senil de sus edificios con abolengo. Por ejemplo, en las calles del mercado africano, pasa un coche al que se le va escapando, como de un bolsillo roto, la música de Alhaji Sikiru Ayinde Barrister y uno puede ver cómo la gente, sin interrumpir su andar, su postura, sus decires, mueve el cuerpo sutilmente al ritmo de esa música que, juro, también puede verse ondulando en el aire, mezclada con el tiempo y con algo que es como con una neblina que sale de la gente. Dígame usted si eso lo va a ver a Viena a las tres de la tarde de un martes en alguna de sus calles. Ni por asomo.

Dije neblina antes, y estuve tentado a decir espíritus e, inlcuso, alma, pero me pareció una bajeza, porque está tan mancillado el término, que habría supuesto disminuir lo que no alcanzo a describir en toda su dimensión – o, más bien, dimensiones. Era algo así como presenciar la historia de esas gentes en un instante: desde que se vieron forzados a erguirse hasta ese momento. Todo ocurriendo simultáneamente, en el transcurso de unos segundos. Pero no era sólo la historia de esas personas, claro, era la mía también, que se me salía por los ojos que veían esas formas que sobrevolaban la calle. Y así como aquello empieza, o se deja observar tan palmariamente, así también se acaba, y esa nubosidad particular que se forma a ras de cabeza, se diluye y la vida sigue en ese presente en el que todos se afanan por ganarle un centavo más al destino que les permite ver el tiempo, pero poco más. Porque, qué hace uno con esa contemplación. ¿Aceptar mejor la circunstancia? No sé yo. Después de todo, la mayoría sueña con emigrar a aquellas ciudades septentrionales donde los edificios son serios, donde el tiempo pasa sin mostrarse, arrastrándolo a uno.

Si me gustó Lagos, me interrogan los conocidos que me voy encontrando a mi regreso. No sé, no la vi. Estuve vigilando al tiempo constantemente. Aún hoy, aquí, en Berlín, lo busco infructuosamente, como a una amante que se ha perdido, o a un enemigo del que se espera una emboscada segura.

© Marcelo Wio

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