La voluntad de Nitrato

 

 

Nació pare servir de excusa; de cabeza de turco, como suele decirse. Hijo ilegítimo de uno de los tres mandamases de la región y de una chirusita. Hasta ahí, ninguna particularidad: a saber cuántos hijos, como aquél, habían sembrado entre Elpidio Varela, Primoroso Gutiérrez y Anastasio Giacommetti. Algunos, a esa altura, seguramente ya se habrían cruzado entre ellos: mejunjes de patria chica.

Como fuera, pues, Nitrato Pereyra no fue como los otros bastarditos. Su gestación de once meses y tres días fue tomada como signo incuestionable de singularidad, de aberración – y no como un evidente error en los cómputos uterinos. A lo que se sumaba el hecho de que, de su madre se venía diciendo desde tiempo atrás que andaba con tratos con mandinga, que esa era la única explicación para que, india y todo, fuera tan bella; un peligro para los hogares bien constituidos (o que andaban en proceso de constitución moral y demás) del pueblo. Porque no era sólo hermosa; tenía una fuerza de gravedad sustancial: allí donde estuviera, los hombres (y las mujeres, muy que les pesara, también) se ponían a orbitar a su alrededor, como si la husmearan y la tasaran y, a la vez, imposibilitados de ejercer sublevaciones – traicionando, en definitiva, sus novedosos escrúpulos de uso social. Y era puro fuego. Eso se dice, al menos. Ya se sabe, como algo que a uno le refirió un tercero. Como si, en realidad, las cosas que se contaban no hubiesen tenido lugar y sólo fuesen invenciones de los tedios habituales del pueblo. Pero no era el caso. Las escenas, o los hechos que daban lugar a tales afirmaciones, habían tenido lugar. Y casi todos sabían quiénes habían sucumbido al embrujo – más fácil es esta versión, que aquella que podría implicar ciertos sometimientos, ultrajes, forzamientos; vamos, una violación lisa y llana: una marca en la mirada, de lujuria saciada y, a la vez, desatada; como en esos animales que, se dice, una vez que prueban la carne humana ya no pueden detener ese apetito (o esa facilidad, y esa pulsión a humillar).

Así pues, se fue creando una sofisticación – innecesaria como toda sofisticación – alrededor de Millaray; que a todo esto la mujer tenía su nombre. Y no, el apellido no era Pereyra. Ese se lo dio al hijo creyendo que le vendría mejor para andar por el mundo (el nombre, al que cabalmente relacionó con la ciencia y la razón, pensó que coadyuvaría en mucho a su porvenir). Pobre mujer; como si eso bastara para inscribirlo en la vida.

El pueblo ya había decidido su destino incluso antes de que naciera (probablemente, antes de que fuera concebido contra las tablas rudas y desprolijas que hacían las veces de burladero). Acostumbrados a reducirlo todo a un principio – siempre el más conveniente, claro; que así es como hay tantos principios y trayectos en la vida, y tan cambiantes -, y todo para terminar arribando al mismo final: los males residen por fuera de las voluntades y decisiones. La culpa es de mandinga o de Nitrato Pereyra o de quien toque.

Desesperado recurso el de adoptar el azar o el capricho como método de algo. Pero siempre funciona. O se tiene la ilusión de que lo hace: nos educamos en creer en tales cuestiones: nada tiene más fieles que el albur: siempre ofrece la posibilidad de la redención en vida. Así, la estocástica (o los filos de algunas mentes; acrecentados por reiterada elaboración de propósitos taimados) colocó a Nitrato en la palma de la mano de las necesidades de un pueblo que andaba precisando un culpable que eximiera a todos: representación sobre la que descargar las frustraciones y las broncas, las renuncias a esas ambiciones que nunca llegan a ser; todo aquello sobre lo que uno no quisiera inquirirse.

Pero, mientras lo preparaban para esa labor de culpa y oprobio – porque a un mocoso no se le pueden echar faltas crecidas -, el chico fue madurando una inteligencia que ni el más pintado en aquél rancherío; como dándole la razón al nombre elegido por su madre. Así, lo que la voluntad general andaba queriendo, no era lo que el muchacho pretendía para sí. Con lo que, poco les sirvió.

***

Quizás sólo sea una decisión, le dijo una tarde Ágata Ferreira, viuda del ferretero y señora de encantos cuantiosos, cuando Nitrato ya andaba llegando a la docena de edad (aunque su cuerpo engañara madureces sólidas). ¿No lo ha pensado, joven? Quizás busque usted ser una excepción – de tristezas, de culpabilidades –, para así confirmar la existencia de contentos mínimos; escuetos, pero contentos al fin y al cabo. Y mientras decía, le acariciaba la cabeza con la punta de los dedos que habían dibujado obsesiones desmesuradas. Pero Nitrato no compraba ni esas palabras dichas como sobre una hamaca o una columna de humo de colores, ni esas caricias que le quedaba grandes y escribían una escritura que aún no comprendía – y que, cuando finalmente la comprendiera, no llegaría a interesarle ni lo más mínimo. Ustedes pueden ambicionar, procurar – dijo Nitrato -; pero poco más. Y yo; pues yo tengo otros planes.

Los tenía desde hacía por lo menos cinco años, cuando dio con una breve enciclopedia; y unos números y unos mapas y unas posibilidades. Desde entonces había ido decidiendo (al principio, sin saberlo), al margen del pueblo y sus mezquindades endogámicas, de su huida de sí mismos. Había comenzado a ejecutar esa determinación de una manera sencilla: otorgándose una forma distinta de percibir las cosas; una sensibilidad particular: a falta de material para el aprendizaje, el ejemplo de aquellas gentes le servía para elaborar un razonamiento contrario: un método nitratiano de duda y meditación, asido a esos dos pequeños libros y sus conocimientos limitados y desfasados (y el pueblo, como una suerte de muestra patrón negativa). Se enseñó a si mismo sobre varios temas. Pero, sobre todo, se adentró en el mundo del ajedrez (el tablero bosquejado sobre la tierra; las fichas, piedrecillas, botones, palillos, dedales; lo que encontrara): un espacio y un tiempo propios para ensayar sus posibilidades – habiendo estimado que era el único camino que tenía hacia un discurrir adecuado, hacia un método de razonamiento extrapolable.

***

Así, para cuando en el pueblo creyeron que ya era hora de usufructuar a Nitrato, el joven ya no estaba. Se había ido una noche antes de cumplir los trece años. Dejó las piezas de su ajedrez desperdigadas, como una fórmula imposible de descodificar, y al pueblo sin objeto para eximirse de sus pecados y refriegas y bajezas. Bajo un algarrobo, el trazado casi borrado de un tablero.

***

No había nacido para nada más que ser trabajo. Pero a falta de Nitrato, y siendo tan bastardo como el que más, arrojaron sobre Plastilino, que ya contaba con una edad prudente para cargarlo de culpas, con tal ignominiosa tarea. Además, no había muchas probabilidades de que se diese en él la inteligencia del otro. Mas, igualmente, pensando que ninguna precaución es mucha, Ágata Ferreira borró con su alpargata derecha el rastro de tablero y quemó la enciclopedia antes de que hicieran más daño – que, a fin de cuentas, éste había sido poco y muy limitado; a saber lo que podría llegar a suceder como se extendiese ese vicio de leer y dudar.

Plastilino no se quejó. Primero, porque no sabía que podría haber mostrado disconformidad ante tales imposiciones; y segundo, porque aunque hubiese tenido una remota sospecha en tal sentido, el papel que le habían asignado le aseguraba un porvenir: infracciones, vergüenzas y demás, siempre sobran; y, ya se sabe, que hay que cuidar a quien carga con ellas en nombre de todos.

Por eso mismo, cuando Plastilino fue encontrando algunas de las piezas que había dejado desperdigadas Nitrato, acaso como un aviso, un auxilio (inconfundibles por su lustre inverosímil en aquél páramo descuidado), y aún sin comprender ni llegar a intuir el vínculo entre las mismas y las facultades de la voluntad y la razón, una noche, poco antes de cumplir los trece años, el joven las juntó (siete piezas) y las llevó fuera de los límites imprecisos del caserío, donde las quemó, sin saber que iniciaba, con aquel gesto medroso, un ritual ominoso.

 

© Marcelo Wio

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