La vana ilusión V

Cuando el despertador sonó, Julio aún no se había dormido. Las sienes le latían y le hacían temblar las pupilas – o eso sentía -. Se dio una ducha fría y rápida para espabilarse. Se preparó unos mates y se sentó en el sillón. La mañana era oscura, aún territorio que la noche le disputaba con cartas marcadas al día. Julio tomaba mate y comía unos bizcochos de grasa. La úlcera le dolía, pero no le preocupaba. Justo debajo de su ventana estacionó un auto con vidrios polarizados. Bajaron dos tipos, uno con rostro de facciones afiladas; el otro, aindiado. Julio se asomó un poco más para ver a dónde se dirigían. Entraron en el portal del edificio de Julio, que dio un respingo y se dirigió a la puerta, la abrió con cuidado, entornándola y acercó su oreja a la rendija. Escuchó la maquinaria del ascensor ponerse en marcha. Aguzó el oído. Unas voces venían subiendo. Reconoció a “la voz”. El ascensor se detuvo en el piso de abajo. No alcanzaba a escuchar lo que decían. Daban risotadas fuertes, profundas, graves, repletas de testosterona. Luego oyó un portazo y las voces apagadas detrás de la puerta.
Tal como había imaginado la noche anterior en el taxi, los tipos tampoco dormían en el departamento. Una media hora después apareció la mujer. Levantó, como el día anterior, la vista hacia la ventana de “la voz”. Julio no recordaba que hubiese hecho ese mismo gesto mientras la vigilaba creyendo que era un caso de presunta infidelidad. De todas formas, en ese momento no estaba pendiente de esos gestos leves, que podían parecerle casuales. Tampoco le había prestado demasiada atención a la mujer – salvo los primeros días, cuando su belleza lo había descolocado e impresionado; pero luego se acostumbró. Ese es mi problema, se había dicho entonces, me acostumbro incluso a la belleza.
Estaba claro, aquello era una suerte de escenario donde habría de ocurrir lo que fuese que tuviesen planeado. No sabía qué debía hacer a continuación. No se sentía un espectador, ni quería serlo. Tenía que hacer algo. Por lo pronto, bajó a comprar el diario. No sabía muy bien por qué lo hacía, tal vez para estirar las piernas, tomar un poco de aire. O quizás había recuperado una cierta tranquilidad – ellos no sabían que él estaba en el mismo edificio, que seguía prendido como una garrapata insistente, y un tanto demente, a lo que fuese que ellos anduvieran en vías de perpetración -.
Compró el diario, una docena de facturas, yerba y volvió al departamento. No había movimiento enfrente. Se tomó unos mates y se puso a leer el diario, sentado en el sillón al lado de la ventana. Las mismas noticias. Maldijo la hora en que se le había ocurrido gastar dinero en el diario. Dos mangos son dos mangos. Y cuando uno anda como anda Julio, son más. Siguió recorriendo las páginas sin interés, con algo de bronca. Terminó de hojearlo y lo dejó a un costado. Entonces, mientras prendía el primer cigarrillo del día, vio la tapa del diario – es decir, la vio realmente, con detenimiento, percatándose -. Otra vez el tema de las patentes medicinales como noticia central. El titular decía que Laboratorios Urrutia Menéndez estaba haciendo presión en el Congreso para que no se aprobara la dichosa ley. Julio empezó a leer el artículo, que hacía un poco el recuento de los hechos, dichos y sucedidos; pero al final del artículo, el periodista decía que aparentemente todos los bloques tenían su voto decidido y que la pelota estaba en manos de un diputado – en realidad, de un grupo de diputados, pero que el jefe de la bancada sería, en última instancia, quién mandaría qué votar -, y dejaba translucir que su voto sería a favor de la ley, y remarcaba que una cierta enemistad entre este señor y el presidente de los Laboratorios sería la causa de su postura.
Julio sumó dos más dos. Aún seguía dando cuatro, aunque el país estuviese patas arriba y muchos avivados dijeran que dos más dos daba menos cinco o siete, según conviniera. El comisario le había dicho que el departamento que ocupaba la mujer había sido alquilado por Ortiz, y que Ortiz trabajaba para los Laboratorios. Pero, ¿qué hacía la mujer allí? ¿Y “la voz”, qué jugaba en todo eso? Además, ¿qué tenía que ver la ley y toda la escenificación que Julio estaba presenciando? Porque los tipos y la mujer parecían estar esperando algo. Pero si pensaban usar a la mujer como anzuelo o como carnada, ¿qué hacía todo el santo día encerrada en el departamento?
“Voy a tener que interrogar a la pata más débil de este andamio”, se dijo Julio, con una convicción nueva, con una valentía que era más hija del temor que de otra cosa. La pata débil era, evidentemente, la mujer. No sería difícil, columbró. Ahora vigilaría a “la voz”: tenía que saber si esa noche se iría, o si había sido una mera casualidad que pasara la noche fuera. De irse, Julio esperaría un rato y entraría en el edificio de enfrente e ingresaría en el departamento a esperar allí la llegada de la mujer a la mañana siguiente. Sabía que esta jugada lo pondría en el ojo de la tormenta, lo descubriría; y que ahí ya no valían cuellos subidos ni gorras. “Te la voglio dire, Julio, si te pescan”, se advirtió. Pero estaba decidido. Seguir sentado en el sillón como un mero observador – y encima pudiendo ser descubierto -, tenía gusto a poco. Ya estaba en el baile. Ahora tenía que bailar. Y le tocaba hacerlo con la más fea. Pero le gustaba. Nunca le había gustado bailar con la más linda: siempre tenían muchos pretendientes, y muchos mejores que él. No, ya bastante se mermaba la autoestima el solito como para encima andar metiéndose en circunstancias que coadyuvaran a su desprestigio.
Julio se puso a imaginar qué podría hacer la mujer sola en aquél departamento. Cómo se llevaría con las horas. Él mismo no sabía muy bien cómo llevaba su propio aburrimiento. Se incorporó, inquieto, pariendo los filos primeros de una depresión, y encendió la radio. Fue buscando a través de dial. Se detuvo en una emisora que estaba transmitiendo el informativo. Algunas noticias sobre el pase de un jugador de fútbol argentino a un club italiano, sobre la goleada de San Lorenzo en la copa; sobre el aumento del desempleo, del índice de pobreza; del conflicto en el Hospital Garraham. Pero una noticia capturó su atención y lo sacó de la apatía minuciosa a la que se estaba abocando: “… desde su yate anclado frente a las costas de Mónaco, Gustavo Urrutia Menéndez, el mayor accionista de los Laboratorios homónimos, declaró que flaco favor le hacen a la Argentina los que quieren impulsar la ley de patentes. Lamentó no poder seguir de cerca las negociaciones en torno a la citada ley, pero motivos personales lo retienen en Europa”.
Julio movió la cabeza de un lado a otro, con un brote de bronca vieja latiéndole en la nuca. “Desgraciado”, dijo entre los dientes apretados. “Como si le interesara el país a este hijo de puta”. Salía un rencor amargo, espeso. Cambió el dial, no podía seguir escuchando noticias. En la radio comenzó a sonar una de Baglietto que hacía años que no escuchaba.
Se puso a deshacer el bolso. Sacó los prismáticos y se fue a sentar en el sillón. Ahora pudo ver con mayor detalle el interior del departamento: había un salón y una habitación – ésta estaba exactamente frente al piso de “la voz” -. Alcanzó a divisar el abrigo que le había visto a la mujer. Pero ni rastro de ella. Estuvo un rato más, recorriendo la calle con los prismáticos. No había nada interesante. Se volvió a parar para buscar uno de los libros que había metido en el bolso. Encontró el que buscaba: El lobo estepario. Sacó una botella de ginebra de la bolsa, se sirvió un buen vaso, se sentó en el sillón, encendió un cigarrillo y se puso a leer.
Las horas pasaron volando. Había habido un tiempo en que disfrutaba mucho de la lectura, pero últimamente leía muy poco – y no es que estuviese muy ocupado; le costaba conectar, concentrarse -. Se paró un par de veces sólo para orinar y para servirse más ginebra. Miró la botella ya casi vacía. Lo de la lectura y la concentración encontraban allí una explicación tajante.
Alrededor de las 21.40 la mujer salió del departamento, subió a un taxi y desapareció.
Ahora Julio esperaba la salida de “la voz” y del otro. Había estado pendiente del ruido del ascensor para vigilar quién salía por el portal. Recién a las once escuchó el motor del ascensor. Enseguida salieron “la voz” y su compañero. Se fueron caminando hasta la esquina y ahí se subieron a un taxi.
Julio se propuso esperar hasta las dos de la mañana para colarse en el edificio de enfrente. No sería un problema; hacía muchos años, en otra vida, una de las tantas que habían pasado (¿cuántas?; incontables, y todas confundidas en una misma derrota autoinflingida), había trabajado como ayudante de un cerrajero, y más de una vez había abierto una que otra puerta. El tiempo pasó como si resbalara sobre una superficie rugosa, a contrapelo. Julio comió un sándwich y decidió no beber nada más que agua. No podía dormirse. Se preparó un termo de café y, a la 1.50 de la madrugada comenzó a bajar por las escaleras.
Efectivamente, abrir la puerta del edificio fue facilísimo. La del departamento le dio algo más trabajo pero finalmente cedió a sus intentos. Demoró un rato hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Miró las ventanas de enfrente; en las de “la voz” no había luz, ni rastro de gente. Caminó por la casa, con cuidado de no tirar nada, de no alterar nada. No había llevado ni literna, cualquier luminosidad, aunque nadie estuiviera mirando, constituía un riesgo estúpido.
El departamento no tenía nada de especial. Era antiguo, bien cuidado, con reminiscencias de algún lujo que ya no se percibía. Había un salón grande, que hacía de comedor y living, un baño, una cocina y dos habitaciones, una de ellas daba a la calle, y tenía una cama grande y gorda, unas cortinas transparentes, anoréxicas; la otra daba al pulmón del edificio, estaba arreglada como un estudio: ocupada por una estantería con algunos libros, un escritorio y una cama pequeña. Había una marca sobre la colcha. Enfrente, un televisor. Seguramente así pasaba las horas la mujer. Julio se tiró en la cama y encendió la televisión. Recién comenzaban a dar una película con Charles Bronson. Se acomodó para verla. Quería odiar algo que no fuese a él mismo.

 

© Marcelo Wio

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