La vana ilusión II

Su casa estaba fría y húmeda. El rumor del viento se sentía en las persianas y debajo de la puerta metálica del balcón, que estaba algo oxidada y doblada. Se sentía demasiado solo en su casa. Siempre evitaba pasar mucho tiempo allí; por eso el departamento estaba tan descuidado, tan desangelado: sólo una mesa de madera con un par de sillas a su alrededor; un sillón elegante pero gastado, una lámpara de pie a su lado, y una estantería con libros y algunas fotos desperdigadas. Ese era todo el mobiliario del living. En la habitación había una cama matrimonial y una mesita de luz. Minimalista dirían las nuevas tendencias; Julio lo llamaba decoración del hastío; del nunca estar en casa; del no tener un mango partido al medio.
Se desvistió sin encender la luz. Tiró la ropa en el suelo y se acostó. Necesitaba dormir. Le dolía la cabeza por el golpe, y sentía un zumbido tenaz en el oído. “El whisky y el brindis a la salud del hijo de puta los dejo para mañana”.
Se despertó varias veces durante la noche. Desde hacía unos años, la vejiga le estaba dando problemas; o tal vez era la próstata, no lo sabía; pero no tenía tiempo para hacer largas colas en el hospital público, ni dinero para pagar una consulta privada; así que se había acostumbrado a mear a todas horas.
Por la mañana se levantó y, sin vestirse, en calzoncillos y con una camiseta de un blanco amarillento que usaba para dormir, se fue a la cocina y puso agua a calentar para preparar unos mates. Mientras el agua se calentaba fue al baño.
Se tomó los mates con unas tostadas. Meditó largamente, entre sorbo y sorbo, qué debía hacer. Por lo pronto, vería a su socio para avisarle del encuentro de la noche anterior; entre los dos decidirían qué hacer.
Se vistió y salió. El frío iba en aumento. Desde la parada de autobús alcanzaba a ver la Bombonera, apenas visible a través de la neblina y los techos. En el autobús pensó que debían decirle al marido de la mujer algo parecido a lo que había propuesto la voz, cobrar y listo. Eso harían. Le parecía lo más acertado. Arriesgar la vida por un caso de infidelidad (o de sospecha de infidelidad, porque aún no habían visto nada) le parecía una exageración que no estaba dispuesto a permitirse. El dinero tampoco era gran cosa.
Bajó en Retiro y se metió en el metro. Rubén estaría haciendo guardia frente al departamento en que lo había dejado la tarde anterior.

Rubén estaba en un bar, frente al edificio. “No pasó nada. La mina volvió a su casa, en taxi, como siempre, a eso de las 21.30. hoy llegó hace media hora”, informó, escueto, aburrido, Rubén.
Julio asintió, y enseguida le contó lo sucedido la noche anterior.
“Tal vez es el amante y …”, intentó desdramatizar Rubén, mientras le echaba una mirada a la oreja enrojecida de Julio.
“No, ahí hay otra cosa. Me pareció que hablaba como si el tema lo concerniera de otra manera, sin sentimentalismos”, lo cortó Julio.
“No sé, vos estuvieste ahí. Quizás lo mandó el amante, andá a saber; la de boludeces que uno puede hacer por una mina…”, se desinteresó Rubén.
“Creo que deberíamos dejar el caso. Decirle a Melchor Palacios que su mujer no le mete los cuernos, y abrirnos”, dijo, tajante, Julio.
“Como vos veas, Julito. Al final de cuentas, cada uno debería descubrir por sí mismo sus propias derrotas, sus miserias personales, ¿no?. Mientras cobremos, por mí le podés decir al tipo lo que quieras”, sonó indiferente y algo paternalista, Rubén.
“Ahora mismo lo llamo, lo cito para dentro de una hora en la oficina y listo el pollo”, anunció Julio, y se fue directo al teléfono público que estaba al lado de la barra del café. En la mesa del costado, cuatro tipos jugaban por dinero una partida de dominó..

La oficina era en realidad un pequeño cuarto en un décimo piso sobre la avenida Córdoba, cerca de la 9 de Julio. Era un lugar agradable en invierno, pero en verano era un horno del que todo el que entraba quería salir inmediatamente.
El marido de la mujer aceptó al explicación de Julio: “Su mujer, es evidente, tiene alguna duda, y a eso se debe, acaso, las horas que pasa con una amiga – porque jamás se vio con hombre alguno desde que la seguimos -. No le puedo dar otra explicación”. Y en parte era cierto. Además, el hombre quería creer. Julio sabía que el que quería saber, el que quería enterarse, encaraba a la mujer, o, directamente, la seguía él mismo.
Le dio algo de lástima el hombre aquel que atravesaba la puerta con un alivio bajo el brazo, pero con la duda intacta, tal vez algo crecida al amparo de ese sosiego que pretenía transitorio y falaz. Él mismo estaba lleno de dudas (aunque de otro color). Decidió, sin saber que lo hacía, al principio, que no dejaría de vigilar a la mujer; no lo haría por el marido (o tal vez sí), sino por él mismo. Había algo más godo que una simple infidelidad detrás de las amenazas de aquella voz en la sala del cine. Se dijo, sin creérselo, que tal vez había la posibilidad de una ventaja, es decir, de un chantaje. En términos prácticos, era evidente que no podía seguir con el mismo modus operandi. Y también sabía que no podía contar con Rubén.
Decidió ir al bar donde se había encontrado con Rubén. No recordaba muy bien, pero le parecía que desde una de las mesas podía controlar la entrada del edificio y, con suerte, las tres ventanas del departamento que daban a la calle Moreno. Le intrigaba saber qué sucedía allí. No parecía haber nadie más que la mujer, que de tanto en tanto se paseaba, fumando, como quien está estirando las piernas luego de pasar un largo rato sentado.
La mujer no había variado su rutina: llegaba alrededor de las diez de la mañana y se marchaba entre las nueve y las diez de la noche. Jamás salía en ese lapso.
No entendía la intervención de la voz. No en el contexto de los días que habían transcurrido. Algo tenía que haber detrás de la fachada del edificio, detrás de las ventanas, de la mujer. Era casi seguro, pensaba Julio ahora, que había un amante. Ella parecía estar sola en el departamento. Jamás otra figura detrás del reflejo apagado de las ventanas.
Iba meditando todo esto mientras caminaba hacia el café.
Llegó al café con algo parecido a un plan delineado. Se sentó cerca del ventanal, en una región oscura donde supuso que no lo verían desde el departamento que ocupaba la mujer, y donde pasaría desapercibido a las miradas desde la calle. Mientras pedía un café bien cargado, se le ocurrió que para empezar buscaría quién era el propietario de aquel departamento. Estaba claro, conjeturó, que no era de la mujer. Tenía algunos amigos en la central de policía y en algunas oficinas públicas que le podían dar una mano. También se propuso alquilar un departamento frente al de la mujer. Había visto un cartel de alquiler durante las largas horas que había pasado en el coche de Rubén vigilando.
El mozo le trajo el café. Julio se miró hacia las ventanas de enfrente. No había rastro de la mujer. Estuvo allí una hora, tomando café y leyendo por encima el diario. De pronto, vio una figura moviéndose detrás de una de las ventanas. Era ella. No había dudas. Había llegado a memorizar el código de sus movimientos: suaves, lentos, como cansados. Ahora pensaba que estaban ejecutados como si esperara que la miraran con detenimiento, como si fuese una especie de coreografía, o su ensayo; parecía estar practicando dónde posicionarse, cómo hacerlo.
Julio cayó en la cuenta de que no había más movimientos que los que había estado presenciando la última semana. Todo metódico, sin salirse de un guión extraño, caprichoso. Aprovecharía para ir a a alquilar el departamento – jamás pensó en lo ridículo de la serie de decisiones que no sólo iban en contra de su bienestar personal, sino también económico -. Nada sucedería, si todo seguía como hasta encontonces, en el departamento de la mujer.

Alquiló el departamento esa misma tarde. Fue al suyo y buscó algo de ropa. Enseguida se instaló en el alquilado. Era un pequeño monoambiente que tenía una única ventana hacia la calle, desde la que se podían ver claramente las ventanas del departamento que ocupaba la mujer durante la mayor parte del día. Estaba ubicado un poco en diagonal, y algo más elevado respecto del de la mujer; el sol, cuando se dignaba a salir en ese otoño gris, daba justo de frente, por lo que alguien situado en el departamento de enfrente sólo podría ver reflejos en la ventana del monoambiente.
Julio se puso a observar a través de la ventana. Desde la nueva posición podía ver incluso el interior del departamento. No se veía a nadie. Sólo un decorado que juzgó excesivo y pretencioso, y que no le interesó en absoluto. Estuvo un buen rato mirando. Nadie se movía allí. Juzgó que era el momento apropiado para ir a visitar a sus contactos y averiguar quién era el dueño del departamento.
En la calle lo esperaba una llovizna fina. Se subió el cuello de la gabardina y apuró el paso hacia la comisaría – el comisario era un viejo compañero de fútbol, de cuando los años no parecían pasar y ninguno de los dos pensaba en convertirse en los tipos que eran ahora -. Se le ocurrió que debía tener más cuidado al andar por la zona cercana al departamento, sobre todo al entrar y salir del suyo: si lo habían visto una vez podrían hacerlo otra. Tomaría mayores precauciones, estaría más atento. Buscó con su mano derecha en el bolsillo interior de la gabardina y sacó el paquete de Parisiennes arrugado y vacío. Lo tiró al suelo y se detuvo en el primer quiosco que encontró y compró tres paquetes de cigarrillos: estaría muchas horas encerrado en el monoambiente. A la vuelta, decidió, compraría una botella de ginebra y una de vino. Necesitaba un trago urgente. Compraría también algo para comer. Ese orden de prioridades lo preocupó levemente. Y esa insignificante preocupación, a su vez, también lo inquietó.
Llegó a la comisaría empapado. El cabo que estaba en el portal lo reconoció y lo saludó con un gesto. Le pareció entrever en su mirada y en el gesto de su saludo una mezcla de lástima y cinismo. Julio descartó cualquier interpretación de los signos gestuales del cabo y entró.
El comisario no estaba. Lo atendió el secretario. Con dos llamadas tuvo la información que necesitaba Julio: el departamento era propiedad de Herminio Juárez, un jubilado que había trabajado en Ferrocarriles. El secretario le apuntó la dirección del viejo en un papel y Julio se marchó. Al salir, evitó mirar al cabo; lo saludó de costado. No sabía por qué hacía esas estupideces.
Se fue directo a casa de Juárez. Vivía lejos y tenía que apurarse si quería estar de vuelta en el monoambiente para cuando saliera la mujer.
Herminio lo recibió como si lo hubiese estado esperando. Pero el viejo debía estar esperando hacía mucho una visita, cualquiera. Lo invitó a pasar y le sirvió una copa de vermut seco; quería hablar, se notaba en la ansiedad de esa suerte de ceremonia que ensayó al servir los vasos, al sentarse; en esa sonrisa de niño feliz que por fin puede declamar ante alguien que no es él mismo la lección aprendida. Se puso hablar sin preguntarle siquiera a Julio qué quería, qué hacía allí. Por no preguntar, no le preguntó ni el nombres sino hasta más adelante. Le contó lo que eran los ferrocarriles en la época de Perón, el honor que había sido laburar allí, esas pequeña nadas en que nos terminamos convirtiendo: memorias que podrían ser de cualquier otro.
“Tu generación ya conoció los trenes hechos mierda”, dijo con pena, como si en realidad estuviera hablando de él mismo.
Julio lamentó tener que cortarlo, pero había pasado demasiado tiempo fuera del piso y estaba ansioso por saber si había sucedido algo en su ausencia. Le preguntó a quién le había alquilado el departamento. Herminio le dijo que eso lo llevaba una inmobiliaria, que él sólo recibía cada mes el dinero.
Julio se despidió de Herminio con la promesa de regresar con más tiempo para escuchar sus anécdotas. Le gustaban las personas mayores, creía que ya no tenían nada que esconder, que la edad les daba una especie de impunidad contra la estupidez y las mezquindades.
Cuando salió de casa de Herminio, era de noche. Caía una garúa densa, insoportable, que casi computaba como lluvia. Caminó hasta la Avenida Estado de Israel y esperó el autobús. Las calles estaban casi desiertas. Buenos Aires parecía otra ciudad desde el comienzo del otoño, una especie de cuadro desdibujado, borroneado. Una falsificación sutil, pero evidente. Sintió que uno de sus súbitos ataques de angustia llegaba. Intentó llevar sus pensamientos a la calle Moreno, a los pasos a seguir. Llamaría a primera hora de la mañana a la inmobiliaria para averiguar quién había alquilado el departamento que ocupaba la mujer – por algún motivo intuía que no había sido ella, no sabía por qué, pero estaba casi seguro -. Pensó que tal vez fuese buena idea que llamara su amigo el comisario a la inmobiliaria.

Se compró medio pollo y unas papas al horno en una rotisería que tenía los aromas impregandos en sus paredes; y también un vino y una botella de ginebra.
Una vez en el departamento, acercó la mesa que había a la ventana, abrió la botella de vino y se puso a comer a oscuras, para evitar que lo pudieran ver. Enfrente, todas las luces estaban apagadas; no podía distinguirse absolutamente nada: el alumbrado de la calle se reflejaba en las ventanas. Dos oscuridades enfrentamdas, enmascaradas por los reflejos del alumbrado público.
Terminó de comer, encendió un cigarrillo y llevó la mesa al centro del departamento para poner en su lugar un sillón que a priori parecía muy incómodo. Se sentó con la botella de vino a un costado y el cenicero en el otro. Lo apriorístico no se le daba bien: el sillón era muy cómodo.
“Qué boludo, cómo me pude olvidar los prismáticos y la cámara de fotos… ”, se dijo con bronca.
Al día siguiente iría a su piso a buscarlos en cuanto la mujer abandonara el departamento por la noche.
Sin saber cuándo, se quedó dormido. Se despertó unas horas después con un agudo dolor en el cuello, la boca pastosa y ganas de mear. Orinó, se enjuagó la boca – también se había olvidado el cepillo de dientes; aunque, para hacer justicia, Julio se lavaba muy de vez en cuando los dientes: la coloración de su dentadura daba fe de su desidia bucal -. Se acostó en la cama individual de elásticos metálicos medio vencidos y se durmió rápidamente – había caminado mucho y, sobre todo, estaba medio borracho -.

 

 

© Marcelo Wio

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