La redacción

 

Se despertó como se despierta uno de una borrachera, sin saber dónde estaba, con la cabeza vaciada de ideas y rellena de hormigón sometido a explosiones controladas. Lentamente, fue acomodando la vista a la luz escasa de la habitación en la que se encontraba. Estaba sentado sobre una silla recia, de respaldo severo – le dolía la madera basta y siniestra en la espalda. Cuando los ojos se acostumbraron a la iluminación mezquina, constató que no era un lugar que conociera. ¿Dónde estoy?, se preguntó como si tal interrogación sirviera para dilucidar efectivamente algo; pero qué se le va a hacer, uno no puede dejar de ser los humanos condicionamientos que intervienen en ciertos momentos (y en otros también). Una voz le llegó desde detrás, como una pequeña ola de agua sucia: Se despertó. Y luego, otra: Era hora, ni que le hubiera dado tan fuerte. La primera voz otra vez: Emilio, a veces te pasas. La segunda voz – que evidente es la del tal Emilio: Hombre, este en particular, lo pedía. La voz de cuyo nombre aún no nos enteremos porque el tal Emilio no nos facilita en nada su identificación: Ya, es cierto; es de la clase de tipos con los que uno no sabe bien por qué, pero uno se aplica con más ahínco.

El hombre al que se referían, a todo esto, intentaba girarse para ubicar visualmente las voces que se le hacían parsimoniosas, como si quienes las pronunciaran lo hiciera a unas velocidades ralentizadas. ¿Le quito las ataduras, Pelayo?, preguntó Emilio, finalmente ofrendándonos con el nombre que andábamos ambicionando conocer, no por nada en particular, sino porque necesitamos conocer aquello que se nos presenta a cada momento. Sí, hombre, si sólo estaba así amarrado para que no se cayese. Emilio se acercó al hombre y comenzó a deshacer los nudos sencillos con los que lo habían asegurado a la silla. Una vez que la soga cayó al suelo, el tipo ejecutó los habituales movimientos de desentumecimiento – otra vez esos condicionamientos, o trilladísimas conductas a las que habíamos hechos referencia con la autoridad que da relatar y que no haya quien a uno le diga lo contrario (esto, en todo caso, lo efectuará el lector, pero para entonces, y a efecto de quien escribe, es como si no sucediese).  El tipo se puso de pie y, desde el lugar, girando, fue reconociendo la estancia donde se encontraba. La iluminación provenía de algún lugar del cielo raso, pero estaban ocultas las lámparas o lo que fuese que aportaba esa luz entre dramática y de lamparilla a punto de quemarse y que estaba dirigida a una vasta biblioteca que se encontraba en uno de los laterales. Le llamó poderosamente la atención este hecho. El resto, constató, luego de dar una vuelta completa sobre sí mismo, estaba sumido en una sombra cabal; es decir, en una espesura negra – allí podría haber habido de todo o nada. Por fin Pelayo dio una serie de pasos (entre cinco y siete) hasta aparecer dentro del territorio magro de claridad. Bienvenido, dijo, como si el pobre hombre hubiese llegado recién por su propia voluntad. Lamentamos mucho, mi socio y yo, el… podríamos llamarlo método de invitación, Dr. Laussen. Así que ya tenemos el nombre que faltaba – adviértase que digo nombre y no identidad, que eso es otro cantar para el que no tenemos elementos suficientes, si es que alguna vez se llega a tenerlos. Emilio, en tanto, permaneció en silencio y en la sombra, como si el papel asignado aún no requiriese su presencia en el escenario – entre actor secundarísimo y tramoyista.

Como su brevísima inspección le habrá indicado, hay aquí una biblioteca bien surtida de ejemplares. Imagino que le habrá resultado, si no contradictoria su existencia, sí ciertamente llamativa, pintoresca incluso, dada su circunstancia; es decir, los motivos por los que ha llegado aquí (y las formas en que lo ha hecho: es decir, en contra de su voluntad y con un golpe en la nuca) que, por ahora, para usted son esquivos. Pues despejaré cualquier idea que en este lapso se haya planteado. Usted está aquí para elegir un libro. En realidad, el título de uno de ellos. Una vez seleccionado, deberá escribir un texto que… Emilio, ¿cómo era la consigna? Desde las tinieblas llegó la voz de Emilio: “un texto que sea la intersección de la trama de ese libro y la historia de cómo ese libro impactó en vosotros”. Había algo más, Emilio. Ya, pero habíamos dicho que eso de los otros títulos era para marear la perdiz. Ya, ya. Pues ahí tiene Dr. Laussen, elija un texto; ahora Emilio le trae papel y bolígrafo.

¿Esto es una broma?, preguntó el Dr. Laussen – del que añadiré, puesto que como narrador soy omnisciente y todo eso que se les supone a los dioses (al menos a los de primera clase), que el doctorado de Laussen es en Filología inglesa. Pues, no, no es broma, es la tarea que le han dado al hijo del jefe; un rapaz de trece años que, entre usted y yo, es más tonto que un panda. ¿Pero qué tarea es esta? No sé, yo no soy el que las pone; lo mío es menos intelectual. ¿Y si me niego? Pues no hemos contemplado esa posibilidad, doctor; pero imagino que en su caso un par de hostias bien dadas y la conminatoria sugerencia de que mantenga el pico cerrado, serían suficientes. Pues estoy pensándome seriamente en la segunda opción. Mire que Emilio tiene la mano muy pesada; y que quien dice un par, nunca dice dos. Cierto. Hombre, elija un título cualquiera, a voleo, y luego redacta unas líneas de algo que narraría un niño gilipollas (aunque no tanto como el niño en cuestión, claro, que, sino, estaríamos en la misma situación que nos encontrábamos antes de… invitarlo un tanto enérgicamente a esta reunión). Por cierto, ¿dónde estamos? En esta habitación, Dr. Laussen, dónde vamos a estar. Tiene usted razón. De pascuas a ramos, pero a veces la tengo. Pues nada, elijo algo…

El Dr. Laussen recorrió la biblioteca buscando con detenimiento. Al llegar al final, dijo: Aquí no hay ningún libro que pueda ajustarse a la lectura de un niño como el que usted me describe. Y ese de ahí, el Moby Dick, preguntó Pelayo. Por el amor de dios, esa es una obra con unos matices que, me arriesgo a decir, se le escapan a más de un profesor de instituto. No sé por qué se me hacía que debía ser de aventuras o algo por el estilo. Ha sido tan nombrado, dijo Laussen, tan manoseado… – apenas haciendo referencia a una ballena y un capitán entre intrépido y vaya a saber qué otra insensatez -, que todos creen conocerlo. Pasa con muchas cosas, doctor. Ya lo creo. ¿Qué hacemos? Ahora que lo pienso, aquí no he visto nada de Twain… podría hacer algo con Tom Swayer. Con este Tom Soier o con su primo el de Albacete, doctor, lo mismo da. Vamos a probar con Swayer, al de Albacete por ahora lo dejamos. Sí, mejor me callo. No quería decir eso. No, si lo digo yo. ¿Es gamberro el niño este? Algo así. Pues nada, Emilio, trae el papel y el bolígrafo y acabemos con esto.

Escribió el Dr. Laussen un párrafo sucinto y le entregó la hoja a Pelayo. Esto está muy bien; gracias doctor. ¿Esto es todo? Sí; sólo sugerirle que no comente nada esto. Aunque lo comentase, nadie me creería. No sea tan escéptico, está lleno de gente dispuesta a creer cualquier cosa. Es cierto, se llaman votantes. Tiene usted sentido del humor. En realidad, no; creo que fue el golpe. Ya, le pido disculpas; el Emilio se entusiasma. Pelayo lo condujo por una serie de pasillos hasta una puerta que, al abrirse, dejó entrar de golpe sopapos inmisericordes de una luz blanca. Una vez que la vista se acostumbró, el Dr. Laussen se dio cuenta de que se hallaba en la parte trasera de una estación de servicio abandonada en medio de una ruta nacional que podía estar en La Mancha o Extremadura o algún punto de Portugal. Se sonrió; de pronto le pareció estar en una novela de su admirado Paul Auster.

 

© Marcelo Wio

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