La magia del fútbol

Dicen que lo inventaron los ingleses. A saber en qué registro habrá quedado hecha la inscripción de su patente; pero resulta poco probable, basta ver la poca gracia con que se mueven, la poca picardía con que con conviven aquellos isleños… El fútbol es un entretenimiento de dioses (de todos, sin distinción de sexo, sede ni poderes). En un principio fue creado para ser practicado por ellos mismos, pero las rencillas que inevitablemente fueron surgiendo en los partidos los inquietaron; así como también devinieron recelosos de la mirada humana – antaño no existía la separación perimetral que existe ahora (con el añadido de que la multitud de dioses se ha condensado… resumido, podría decirse, en uno, abstracto, lejano) – como un público crítico. Por ello, terminaron por contentarse con ver a esas creaciones menores ensayar sus batallitas metafóricas dentro de un rectángulo – los dioses habían jugado sin demarcaciones -. Ello no ha impedido que de tanto en tanto, alguna deidad bajara disfrazada a jugar unos minutos – de hecho, han sido varios los dioses y varios los disfraces: Garrincha, Distéfano, Marandona, Sócrates, Eusebio, Cruyff, Xavi Hernández – que los hombrecitos han creído, en su soberbia, uno de ellos. Pero, al tomar forma humana e ingresar en un orden de cosas que cada vez era más independiente, a conducido a los hombrecitos, irremediablemente, a creer que ciertos poderes les eran propios y, por tanto, gobernables.

Y en cuanto lo divino se mezcla con lo humano, surge la brujería, la hechicería, las cábalas y todos esos remedos de inefabilidad con que el hombre cree que puede controlar los destinos, decidir las consecuencias para las causas previamente elegidas.

 

Dante Sabretelli había oído que La Asturiana era la mejor. Había oído hablar de los siete gatos negros enterrados en el campo de juego del Club Atlético Fabricaciones Artesanales, que hacía ya veintitrés años que no salía campeón; de las cenizas de vizcacha maceradas en las lágrimas de yacaré con que habían rociado el campo de juego de Asociación Deportiva Avanti, que, según decían, anclaban al rival en una desesperación de piernas pesadas y torpezas inéditas. Así iba Dante, recorriendo el catastro de artificios de lo inconcebible como argumento para su determinación. La Asturiana – María Concepción Suárez Suárez – vivía en un barrio de las afueras, de casas chatas, sin colorido; de calles de tierra escoltadas por zanjas donde un agua verdosa y espesa alimentaba yuyos varios y ciertos días de verano creaba una atmósfera de vertedero. Pero a Dante, más que ese censo de lo inescrutable, lo alentaba a seguir su sequía de goles – un año, tres meses y 13 días.

Un chiquilín con la camiseta de Armeros Balompié lo condujo a la cocina, donde La Asturiana lo esperaba sentada ante una mesa de madera cubierta con un mantel de hule con un diseño de flores desteñido, borroneado. En una de las hornallas, una olla alta de aluminio, lanzando un vapor con aromas de panceta, pimentón y laurel.

Siéntese, Dante.

El delantero de Deportivo Nueva Galicia se sentó en una silla inestable.

No se preocupe, baila, pero no cede; como yo cuando era moza – lo tranquilizó La Asturiana, señalándole la silla y guiñándole un ojo. Cuénteme en qué lo puedo ayudar.

El chiquilín pasó corriendo frente a la puerta de la cocina detrás de una pelota pulpo de goma.

¡Alvarito, adentro no! Vete afuera, que tengo que hablar con este caballero – el grito de La Asturiana detuvo en seco al niño e hizo pegar un respingo a Dante. El niño obedeció.

Como el abuelo, culo inquieto, pero sin ideas ni ímpetus productivos… Nada. A lo nuestro. Imagino por qué viene… Escucho la radio todo el día…

Sí… No sé qué les ha dado por volver a hablar de mi…

De su esterilidad goleadora, Sabretelli, que es eso y no otra cosa – dejó la frase sobre la mesa y fue a remover el potaje que estaba elaborando en la olla. Se giró festiva y dijo: No estoy preparando pociones, si es lo que malicia. Lentejas. Las preparo como nadie. Pruebe – y le acercó una cuchara cargada de un jugo marrón rojizo con un aroma muy convincente.

Muy bueno… muy bueno – Dante no elogiaba por una peregrina obligación de protocolos, el caldo estaba muy bueno.

Usted está muy flaco, Sabretelli. Muy flaco… Se va a comer un par de platos de lentejas…

No se ofenda…

María…

No se ofenda, María, pero tengo un compromiso… no puedo alargarme mucho…

Nada, usted se come un par de platos antes de irse. Usted vino a buscar ayuda, y yo decido en qué consiste.

Pero…

Pero nada… ¿No estará esperando que mate un gallo, le corte el pescuezo y lo eche en medio de un círculo de bezoares y que pronuncie alguna fórmula yoruba o algún galimatías que no entendería ni usted ni yo? Yo trabajo de otra forma. Así que calle y acate. Ahora, cuénteme, ¿es cierto eso que dicen de… cómo se llama el portero de Armeros F.C.?

¿Qué dicen?

No me diga que no sabe…

Pues no…

Madre mía…

¿Y qué dicen?

¿Y para qué voy a referírselo, si no me podrá confirmar la veracidad de la afirmación? Además, Sabretelli, yo no divulgo lo incierto.

Se llama Andrés Loprete.

Eso, Andrés Loprete.

La Asturiana, que se había quedado de pie, revolvió un poco el guiso de lentejas.

Señora…

María, sin el señora, que avejenta al cuete.

María, ¿es cierto lo de los siete gatos negros enterrados en el campo de juego del Club Atlético Fabricaciones Artesanales y lo de las cenizas de vizcacha maceradas en lágrimas de yacaré con que habían rociado el campo de juego de Asociación Deportiva Avanti?

Claro que es cierto. Todo eso es cierto. Pero no son trabajos míos. El de Fabricaciones, es una tontería grande como una casa. El equipo es muy malo. ¿Lo ha visto jugar…? Pero qué digo, usted ha jugado contra ellos.

Es cierto… son un equipo…

Fácil. Malo. Predecible. Sin ideas. Así han estado los últimos veintitrés años. ¿Sabe cuál es la maldición?

No.

Una directiva inútil que contrata a técnicos concluidos, y que ficha a jugadores mediocres que tuvieron una buena temporada en un club en el que había un buen esquema táctico, un buen funcionamiento, y que pretenden que rindan igual en un equipo que es como una estampida de hormigas constante… Esa es la maldición. ¿Y sabe cuál es la suya?

¿Estoy maldito?

Sí. Maldito de cagazo, de insuficiencia de autoestima; la confianza por los tobillos tiene usted, como un cazoncillo caído. Y sobre todo, maldito de zoncera, está uste,que llega al punto de conducirlo a ver a una bruja… ¿Usted se cree que yo soy una bruja?

No sé… se dice…

Se dice, y usted acata, cree. Se dice que a usted se le acabó lo que tenía, y acata, y cree – mientras hablaba, servía un plato hondo con guiso de lentejas. Se lo puso frente a Dante, le dio una cuchara y le llenó un vaso de vino tinto. Coma. Y beba.

Dante obedeció por dos veces (es decir, dos platos; y cuatro vasos de vino peleón). Cuando terminó, preguntó: ¿No tendrá dulce de batata y queso; si no es mucha molestia?

Así me gusta, que coma, que pregunte, que no se quede ahí hecho un manojito de nada esperando a que le ofrezcan, a que le hablen para que usted constate su presencia. Así tiene que ser en el campo de juego. No espere; busque, imagine, invente, engendre. Grite. Putee sin miedo. El fútbol brinda esa posibilidad de hacerlo en público y a pulmón lleno. Coma – le puso un plato con queso cuartirolo y dulce de batata. Dante comió sin hablar.

Gracias, María.

No es nada querido.

¿Cuánto le debo?

No te preocupes, arreglo con el presidente del club.

Dante se fue caminando con una determinación renovada; con una tranquilidad que no sentía desde el último gol marcado en cancha de Central Rioja.

El chiquilín entró a la cocina y fue directo a la olla.

¡No! – gritó La Asturiana. De ahí no, niño. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Cuando trabajo, no pruebes lo que hay en las ollas.

¿Qué hay?

Guiso de lentejas.

¿Y por qué no puedo comer?

Porque tiene otras porquerías…

¿Qué porquerías?

Piedras de bezoar.

¿Qué es eso?

Nada.

¿Entonces puedo comer?

¡¿Pero,no te dije que no, que tiene porquerías?!

Pero me dijiste que eso era nada, así que…

Anda, vete a jugar al patio. Ahora preparo unos filetesa la plancha, con patatas fritas.

 

 

© Marcelo Wio

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