La fragancia

La fragancia era aquella vez la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la sintió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su madre lavaba la ropa dos veces por semana. Él tendría doce años, quizás. Edad suficiente para quedarse en casa con sus hermanos. Pero su madre sabía que, si lo dejaba con el resto, se lo desgraciarían, eso decía; que Luigi no valía para defenderse, para esos juegos que terminaban siempre a las tortas. Luigi era distinto. Era, se lo confesó una vez a su hermana Alessia, casi como tener una niña – con lo mucho que la había deseado, y Fabrizzio, su marido, sólo sabía hacerle varones. Uno tras otro. Así hasta nueve. El octavo, Luigi. No era distinto, le había dicho entonces Alessia a su hermana, tú lo has hecho distinto. Afeminando, sentenció. Y con ese veredicto no sabía que decretaba un silencio entre ambas que no habría de romperse nunca más.

Aquella vez, entonces, de entre todas las fragancias nuevas, sutiles, sin brutalidad que había en aquel lugar, a Luigi lo conmovió la del perfume Paco Rabanne que utilizaba el dueño de casa: era, aquel aroma, como un compendio de masculinidad sin violencia, sin crueldad; puro cuerpo, pura promesa. Pero de qué, se dijo, sintiendo algo que parecía una náusea pero que no lo era, una fiebre sin décimas, sin malestar; un frío que no existía en el mundo, una erección diminuta pero que parecía anudarle la garganta. Sin saber bien por qué – entonces no entendió nada; o no quiso entenderlo, nunca lo supo (luego, cuando uno mira hacia atrás, es muy fácil o conveniente darle una u otra explicación a los hechos o a las emociones) – se largó a llorar y salió corriendo de aquella casa (a la que habría de volver tantas veces).

Fue, conjeturó después, como si aquello que era, o que estaba por ser – quién sabe; él no lo sabía y no le interesaba ahondar en mecanismos, si es que siquiera los había; en motivos, si existían: nunca pudo admitir del todo aquello. Entonces, decía, aventuró que aquel olor había disparado vaya a saber qué corno en alguna glándula o en el cerebro, y se había activado eso…; esa atracción pifiada, ese como sarpullido que de pronto le sobrevenía por dentro ante alguna presencia masculina. Pero no acaba de esgrimir ante sí esa teoría, porque que él mismo se decía: si siempre fuiste delicado, distinto a tus hermanos, a los primos, a los chicos del barrio; sus juegos eran como una forma de marcarme, señalarme, de excluirme sin decirte nada (porque, suavecito o no, a ver quién le decía algo, porque sus hermanos las burlas y las ofensas las practicaban, claro que sí, pero de puertas adentro; afuera, que se le ocurriera a alguien decirle algo a un Giacometti).

Olió el perfume por primera vez allí. La segunda vez fue en un bar en el centro, cerca del parlamento. Cuatro o cinco años después. Y otra vez esa andanada de sensaciones que se traducían en manifestaciones físicas. Porque había creído…. No, se había convencido de que aquello había sido un malestar, una idea peregrina de esas que lo asaltan a uno cuando anda entrando en la adolescencia, y cuando uno un poco ansioso, un tanto nervioso o, también, deprimido. Y cualquiera de esos estados lo podría haber estado gobernando entonces, como tantas veces lo habían hecho, modificando su respuesta emocional y la percepción de sí mismo. Pero allí estaba de nuevo. En esa oportunidad no huyó; aguantó junto a la puerta de entrada. Alguien le preguntó si se encontraba bien. Un vahído; el calor, se justificó, en pleno invierno. Una vez que se sobrepuso a esa descarga de… qué, ¿adrenalina? – qué más daba, de lo que fuera -, se dirigió a la barra y pidió un trago de grapa. Y luego otro. Y entonces se sintió mejor. Y, ahora sí, pudo absorber ese perfume: de la misma manera que si hubiese encontrado billetes de cincuenta mil liras cayendo de un balcón y se los metiera a puñados en los bolsillos. Así, ebrio de aroma, de aceptación maquinal, se puso a buscar el origen de aquella fragancia.

A veces, el destino, el azar, o lo que sea, perpetra carambolas que parecen de lo más premeditadas (incluso, la expresión de un dudoso sentido del humor), porque al final de su (primitiva) pesquisa breve se encontraba el dottore Biancotti, el dueño de la casa aquella donde por primera vez aspiró aquel atisbo de identidad. Prefirió ahorrarse toda esa larga explicación que, por otra parte, resultaría muy poco verosímil; cuando no, directamente falaz, embaucadora. Esa noche fue la primera de muchas que volvió a esa casa donde su madre aún continúa lavando la ropa dos veces por semana.

© Marcelo Wio

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