Jugador frustrado

 

Nunca pude ser jugador de fútbol. Y nunca pude dejar de serlo – en mi cabeza, claro está; en mi disposición frente a la vida -. Esa fue mi desgracia. Esa, y haber aprendido de mi padre el recurso fácil y truculento del vino.

No pude ser jugador debido a mis importantes limitaciones técnicas. Tantas, que no tenía atributo técnico alguno. Pero sí tenía una increíble habilidad – acaso, un destino tajantemente fijado – en dar en pasar por la casa de algún amigo o pariente en el momento preciso en que se disponían a comer una carne asada o lo que fuera (excusa para abrir un par de botellas de tinto); o por un bar en el instante en que un grupo de amigos se entrega arte de la conversación etílica.

De a poco, fui cediendo a mi sino. A fin de cuentas, ser algo implica un esfuerzo desmesurado; amén de que conlleva la inevitable cancelación de muchas otras posibilidades (que, además, probablemente no precisan de tales bríos, o que se ajustan mejor al sistema que uno es). De tal guisa, pues, fui aceptando mi realidad; es decir, buscando, ya más activamente, esas reuniones donde sabía que el tinto se ofrecía como un abrazo o una complicidad.

Eso sí, siempre retuve al jugador. En cuanto se descorchaba una botella o una damajuana, siempre exigía que se me pasara el corcho, y, de una volea, marcaba un gol detrás de la barra del bar, del otro lado de la mesa, o contra el árbol de la esquina de turno. Nunca me abandonó esa necesidad de pegarle de primera, sin esperar a que botara, como me decía don Bibiano, el entrenador de infantiles, con esa mirada suya como de reclutar lástimas: No dejes que bote, Abundio, coño, que le das tiempo al defensor a cerrar. Nunca dejo que bote. A veces, pero muy de vez en cuando, si ya es el tercer o cuarto corcho, le pifio. Pero no está don Bibiano para abroncarme.

 

© Marcelo Wio

 

Publicado originalmente en Ni más ni menos.

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