Horas perdidas

Yo no sé la de horas que he perdido en lo que llevo de vida. No sé, ni quiero, hacer el cómputo para calcularlas. Pero son muchas, muchísimas; perdidas en salas de espera – esperas que, por otra parte, y para colmo, nunca fueron (son) muy deseadas que digamos -, portales, esquinas, cafés, estaciones, paradas de autobús, colas para entrar al estadio. La lista es larga. Pero no tan larga como para ser inabarcable.

Como sea, y valoraciones y enumeraciones aparte, el otro día estaba precisamente abocado a una de esas esperas – de sala; que invariablemente se acompañan de música ambiental que remiten a ambiente anclado en un tiempo que probablemente nunca haya existido; revistas viejas, y esos sonidos acolchados por el escrúpulo impuesto por la cercanía de desconocidos en una fingida reunión de silencios. Allí estaba yo, en un sillón incómodo, de un gris casi marrón, o viceversa, a juego con la alfombra y las paredes y todo el conjunto meticulosamente impersonal que, al rato de estar allí, parece incorporarlo a uno: una cosa más, anacrónica, gris amarronada. Así pues, estaba, ojeando una revista de cotilleos – un torero, una modelo y una duquesa venida a menos -, cuando desvié la mirada sin saber muy bien por qué hacia una silla – más bien, a la parte inferior a la misma – ocupada por una joven que lloraba en un silencio como de nieve lo que calculé, era un miedo odontológico, dado el lugar en el que estábamos y los sonidos de bendito torno que no hay músiquita ni puerta que impida que se cuele para torturarlo a uno. Allí debajo vi dos horas y trece minutos míos perdido en 1983 en la estación Barcelona Nord. Estaban idénticas, acurrucadas de la misma manera en que los perros se vuelven sobre sí, como si en realidad pretendieran la imposible pirueta de volver al útero o de comprimirse en un centro fugado. En fin. No podía acercarme así como así a la silla. Menos con esa muchacha llorando. No tengo pasta para componer consuelos. Me falta la habilidad, sí, pero sobre todo la empatía,  y me sobra un desinterés de lo más absoluto en tales situaciones. Así pues, comencé a llamar a las horas (y los minutos… ¿A quién esperé dos horas y trece minutos en Barcelona en 1983? No importa ahora) disimuladamente, con chasquidos leves de los dedos y ese movimiento de la mano que aparentemente atrae a ciertos animales. Nada. Elevé el reclamo a sutiles palmaditas golpeando, exhortador, en mi propia pierna (el muslo es la zona preferible; según ciertos expertos da una imagen de calidez), pretendiendo llevar el ritmo de la música que salía de unos parlantes disimulados en el cielorraso – acto ridículo, pues la música no tenía ritmo (aunque parezca increíble, sí). Nada. Noté que estaban ofendidas. Ellas, claramente, no se veían a sí mismas como perdidas, extraviadas, sino como abandonadas. Qué hacer. Dos horas y trece minutos dan para mucho. La llorona seguía ahí, anclada a la silla y al berrinche insonoro. Un poco zonzamente, me repantigué en el sofá y dije, como esos comentarios gratuitos y evidentes que se comparten para nada, para remover un poco el aire: “Cómo se pierde el tiempo en estas salas… Y en estaciones… Tan a pesar de uno”. Un señor con olor a colonia de pino respondió algo pero me importó un rábano. Enseguida vi que las horas se giraron hacia mí. Mostré mi reloj, con el segundero que no va, clavado en los siete segundos, y las horas vinieron contentas, se subieron al sofá, e ingresaron, a través del reloj, a mi cronología. No lo podía creer. Experimenté una sensación indescriptible. No pude seguir esperando allí – como si la vida fuera un casino: uno gana o recupera dos y monedas, y pierde cinco ese mismo día. No ahora que había recuperado dos horas y trece minutos. Además, ni me acordaba por qué estaba en el dentista.

Comencé a recorrer, primero movido por la curiosidad, aquellos lugares donde había esperado en vano, donde había perdido horas: el portal frente a lo de Emilia; la estación de Atocha esperando a… cómo se llamaba… Florencia, Fernanda, Francisca. Con F era. Pero luego, cada vez más, comenzó a impulsarme una cierta desesperación, obsesión, por recuperar horas. Una tarde pasaba por un café que había solido frecuentar en los 1990, y donde aguardé a más de un amor frustrado y más de una sabiduría fraudulenta – ahora recuerdo esas esperas siempre con un sobrecito de azúcar jugando con la mano que lo sostenía. Miraba por todas partes. Pero nada. Un hombre, sentado a dos mesas de distancia de la mía me preguntó qué buscaba. Nada, le respondí, sin ganas de diálogos de relleno. Al rato, me dijo: Busca horas perdidas. Conozco la expresión, como de desesperada esperanza que se sabe traicionada por esas horas iniciales encontradas. Yo encontré unas horas mías de 1938. Recorrí el mapa de mis esperas madrileñas para, finalmente, perder más horas. Alguien, en un café muy similar a este, me refirió que las horas migran a otras salas de espera, estaciones, portales, tribunas, plazas, ciudades; con la esperanza de encontrar al hombre o mujer que algunas de ellas creen haber perdido – otras se creen abandonadas, y se van lejos por despecho. Mire, dijo, ya acomodándose en la silla vacía frente a mí, es casi imposible dar con algunas de las horas propias derrochadas en inútiles paciencias engañadas. Y el hecho de haber encontrado…

Dos y trece minutos.

Linda cifra. Bueno, como decía, el hecho de haber encontrado esas dos horas y trece minutos hace que la probabilidad de encontrar otra hora o minuto propio sea prácticamente nula. Guarde esas dos. Úselas bien. Déjelas para el final. Y aléjese de las esperas. Llegue sobre la hora al dentista y al médico (le digo más, a dichos lugares, unos diez minutos tarde), y si le dicen que tienen para un rato, salga de allí, es una trampa potencial. Citas en el café: llegue tarde unos veinte minutos. En el trabajo, robe horas y minutos de donde pueda: asuntos propios, llegar unos minutos tarde (pocos, sin exagerar; siempre en de un dígito), salidas unos minutos antes, unos minutos más para almorzar. Sin llamar la atención. No hay mucho tiempo como para andar derrochándolo por unas pesetas flacas, un tratamiento de conducto o una revisión más. El mundo está lleno de trampas arteras, inteligentemente disimuladas como su opuesto: una preocupación por nuestro bienestar, para que así podamos vivir más… ¡Pero por favor, si apenas nos alcanzan los minutos, y vienen a ofrecernos años! Desconfíe. Sea impuntual. Y… Acérquese – se aproximó echándose sobre la mesa. Usted ya las ha visto sueltas, fuera de su… ámbito, digamos. Usted las ha visto como un elemento, no como una abstracción. Así pues, usted sabe qué buscar. Pero no busque las suyas. No econtrará más. Pero sí encontrará otras que andan sueltas, que nadie va a buscar, a reclamar. Hágalas suyas, recójalas y úselas. Acá el que no corre vuela. Y el tiempo es el primero en hacerlo. Al principio son algo desconfiadas esas horas, pero qué se les puede pedir, luego de vagandar en el desamparo. Tenga paciencia. Llámelas con cariño. Muéstreles un reloj de arena. No sé por qué les gusta más. En fin. Junte. Sin parar. Verá lo que sucede cuando tiene más horas de aquellas que le fueron originalmente asignadas…

Ingreso en la eternidad.

No sea chambón, hombre. Estamos hablando en serio. La eternidad es para El Quijote, La Ilíada y Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Lo que sucederá, en su caso, es una oportunidad, una posibilidad que se le presentará, y está en usted aceptar o no. El viaje en el tiempo.

Y usted me decía que estábamos hablando en serio… No embrome, eso es imposible.

No, joven, las paradojas del viaje en el tiempo no están constituídas por imposibilidades, sino por rarezas. El funcionamiento de las horas suplementarias, llamémoslas así, es sencillo: se supone que uno va de un lugar a otro en determinado tiempo. Es decir, que gasta, consume, o que le lleva tiempo realizar ese desplazamiento. Muy bien, usted puede hacerlo sin gastar su tiempo, sino las horas extraordinarias. Las ajenas. Un tiempo que se sale de su cronología… Pero sólo es un tiempo breve: según las horas que haya podido juntar.

¿Y si voy hacia atrás?

Imposible.

Por qué.

Porque las horas, así forzadas, migrarían a sus cronologías de origen. Pero no lo harían solas, tendrían que hacerlo con las suyas, y eso es… peligroso…

Dejaría de ser.

Algo así, supongo. No lo sé; nadie ha vuelto con certezas de esa osadía. Ni siquiera sé si alguien la ha emprendido. Así pues, siempre hacia delante.

Como el General.

Qué General.

No sé, pero los Generales son muy de decir “adelante”, señalando con una espada o un dedo regio.

Sí. Pero ellos suelen esperar en el lugar, y mirar de lejos la batahola de tiros y sangres. Y ahí, detenidos, conservan la vida.

Indudablemente, siempre ha sido mejor mandar.

Ni que lo diga.

Voy a ver si encuentro unas horas generalas, que deben perder muchas desde sus puestos de observación.

Olvídelo. Ellos no las pierden. Las horas no se atreven. Coja las que encuentre. Y disfrútelas.

 

© Marcelo Wio

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