Historia de la Humanidad

 

 

Tenía la sombra rotunda de las miradas que han visto más de lo que le está permitido a una vida. He tenido la suerte (o la desgracia, pues he comprobado cuán ínfima es mi experiencia) – dijo casi sin mover los labios resecos – de presenciar tales onerosos discernimientos. Las cuencas de los ojos, como si hubiesen intentado la protección estéril de un hundimiento leve; sin brillo las pupilas arrepentidas.

Nadie debería poder siquiera conjeturar la duración de su vida. Mucho menos la de la Humanidad. Nos igualaría a los dioses, a los demiurgos, y a las fuerzas que sin conciencia ni propósito confabularon nuestra existencia.

He confiado – aún lo hago, como quien recurre a una fe en la que ya no cree – en que la memoria adulteraría y olvidaría. Pero ha sido esta la excepción: cada imagen y cada conocimiento persisten. Quien observa, se convierte en un acta cabal de aquella sección de la cueva que haya contemplado.

Ni al engaño de las apariencias puedo recurrir: es incuestionablemente verídico aquello que observé. Permanece inalterable. Nada desgasta su impronta.

En el valle del Rift, que evoca la uniformidad del inicio de los tiempos – igualado el paisaje sin tiempo -, donde todo está dispuesto para el extravío, para la nulidad de los dispositivos que hemos pergeñado para obsequiarnos el consuelo de saber al menos dónde estamos telúricamente ubicados (siendo incapaces de dar respuesta a los otros breves, mas, insondables, interrogantes); allí, en algún punto (acaso fuese en la depresión de Afar), se encuentra la entrada a la cueva más asombrosa y abominable que imaginación alguna pueda concebir. Esto último lo llega uno a saber cuando ya ha entretenido la vista demasiado tiempo en esas galerías fascinantes: tarde para aventurar el burdo recurso de hacer de cuenta que no se ha comprendido su significado. Tarde para procurar siquiera la cesación que se le supone al olvido. Lo vislumbrado lo sujeta a uno a la vida (o a eso que sigue a esa visión).

Me es imposible dar referencia alguna sobre la entrada de dicha caverna. Había perdido toda orientación cuando di con ella. Entonces fue un alivio la vista de esa promesa de sombra y frescor. Casualidad o destino. Vaya uno a saber. Iba de camino a unas excavaciones que estaba dirigiendo el arqueólogo inglés Winston Archibald Chapelcliff en la parte nororiental del Macizo etíope. Ciertos relatos que habían llegado a oídos del profesor de la Universidad de Oxford, le hacían sospechar, con un alto grado de confianza, en la posibilidad de hallar los restos más antiguos de Homo Sapiens. Acaso, aventuraba, aquellos en los que las características que habrían de definir la especie se manifestaron por vez primera. Calculaba su edad en unos trescientos cincuenta mil años.

Hacia allí me dirigía, pues, para sumarme como experto en paleobiología, cuando incompresiblemente mi guía perdió el rumbo. En su momento no me di cuenta de nada; mas, tiempo después, rememorando los hechos, pude establecer que no fue un extravío como los que he tenido de a cientos en el curso de mi vida profesional. El hombre había ido avejentándose progresivamente a lo largo de los tres días de marcha. Más bien, perdiendo vitalidad, mirada, presencia. Ya no observaba las referencias mezquinas que ofrecía el paisaje. Aunque, paradójicamente, caminaba con una mayor seguridad; o, antes bien, con un acatamiento cada vez más acabado, convencido.

Ahora estoy persuadido de que, anciano, el lugareño sencillamente cumplió la que acaso fuese su misión vital – que fue comprendiendo en el curso de ese trayecto -: conducirme hasta esa región que está más allá del mundo, hacia esa entrada. Quizás, obedecer ese propósito era sólo un elemento más de una secuencia causal que me condujo a mí a cumplir la parte que me corresponde. Aunque no sé cuál puede ser esta. No llego a sospechar causa de qué soy.

La cueva, por lo demás, podría ser como cualquier otra. La atmósfera, efectivamente fresca, y levemente salina. Sus paredes, recubiertas con una fina epidermis húmeda, contienen lo que la hacen única: tallados con una inquietante y minuciosa destreza, todos los eventos de la historia de la Humanidad. Hasta el más insignificante. Hasta el más leve detalle. Desde cada nacimiento y fallecimiento, hasta aquellos acontecimientos que hemos decidido (en las paredes irregulares no están destacados, simplemente registrados como todo otro suceso: el único orden es el del tiempo, que impone una estricta secuencia cronológica en las precisas representaciones) que han sido determinantes en nuestro devenir. Evidentemente, la disposición progresiva es inferida, puesto que no he llegado hasta el que entonces era mi presente. El horror de descubrirme en esas paredes – o, acaso, el espanto aún mayor, de no hacerlo (¿quién, pues, observaba esa roca implacable?) -, y la imposibilidad de recorrer los cerca de trescientos cincuenta mil años, según los cómputos de Chapelcliff, me persuadieron de continuar adentrándome en esa galería. Pensé muchas veces en regresar, con una expedición mayor y con vehículos que aceleraran el tránsito por esa oscuridad; pero sé que sería imposible volver a dar con la embocadura de la cavidad.

Algunas noches, en lo más onírico del insomnio, he pensado o soñado, o eso que hace el cerebro cuando prescinde de nosotros, que la cueva es infinita. Pero luego, cuando el desvelo se transforma en esa mixtura de depresión, cansancio y repudiable lucidez, he sabido que nada en este mundo admite tal perdurabilidad. La caverna agota su historia en algún punto. Y esa es una de las razones por las que tampoco me he aventurado a buscarla nuevamente: el terror a confundir la entrada con su desembocadura. El pavor a alterar sustancialmente la historia que allí se registra desde el mismísimo inicio. Y, aun así, no puedo evitar pensar, de tanto en tanto, que es posible que precisamente esa aberrante audacia sea mi parte en el orden de cosas: cancelarlo todo para que vuelva a empezar. Un mecanismo rústico para emular la eternidad.

El hilo de palabras sin emoción se detuvo como se detiene una imprenta o una cigarra. Con unos ojos que estaban más atrás que aquellos suyos, escudriñaba mi contorno. No puedo verle los rasgos, apenas una forma, me había dicho antes. Lo dijo como una excusa que había mentido cuando aún veía, cuando los ojos aún no habían obedecido esa cautividad que lo tenía por carcelero, prisionero y calabozo. Una fórmula con la que justificaba su cancelado interés en todo lo que lo rodeaba.

De la misma manera en que había instalado un silencio que se me hizo absoluto, volvió a su relato.

Los seguros heresiarcas que han consumado esta necedad (en sus imágenes iniciales hay algunas inscripciones que bien podrían computar como señas de autoría; la más legible, la sigla JLB, que singularmente corresponde con las iniciales de mis nombres y apellido), han tenido la benevolencia de ocultar la obsesiva anotación de tal manera que sean muy pocos quienes caigan en la trampa de sus galerías y de su memoria implacable. Si un gran número de personas accediese a esa aberración que es la memoria exacta, se terminaría por incurrir en un mundo sin olvido. No creo que pueda siquiera entrever lo que eso significaría: devendríamos meros espectadores de la vida; a la que habríamos renunciado con el objetivo conocer el destino de la misma inscrito en esas paredes. Ni memoria ni olvido, ni responsabilidad ni voluntad, harían falta en ese mundo estático. Las paredes serían las encargadas de sostener la vida; los hombres sólo se abocarán a un sucinto simulacro de vitalidad.

Pensar que fue para socavar el cultivo de la memoria que se inventó la escritura y la imprenta. Y esta cueva, con su relación exacta de hechos es, paradójica y precisamente, lo opuesto. Pero, claro, la memoria absoluta es también el olvido absoluto: o, dicho de otra manera; alcanzado uno, ambos carecen de sentido.

Pero, volviendo a mi propia experiencia, toda tarea abocada al olvido voluntarioso es irrealizable: el mismísimo intento es, en definitiva, el ejercicio nemotécnico más acabado. Cada empeño incrementa la impronta del hecho o la idea. Sabía esto el gran Khan, que enviaba agentes antes de cada invasión, y que, una vez infiltrados en las tropas enemigas, se dedicaban a relatar pavorosos testimonios sobre los ejércitos mongoles.

Mas, por el contrario, recordarlo todo, es devenir tiempo; tránsito sin identidad ni propósito.

Pero ni a usted ni a mí nos interesan estos argumentos vulgares, estas mínimas conjeturas. La cueva. Las imágenes. Eso es lo que lo ha traído aquí. No las conclusiones que yo haya podido extraer, o las que haya podido desvariar. Mas, me tendrá que disculpar. No puedo incurrir en tal perversidad. Todo lo que puedo hacer, es advertirle. O apenas comentarle aquello que saben, o creen saber, quienes conocen o sospechan de la existencia de esas paredes, pero que no las han contemplado.

Así pues, eso es lo que le puedo ofrecer: lo que conoce o lo que podría saber por otras vías. Por ejemplo, que ciertos escritos, aunque probablemente apócrifos, sitúan la salida (acaso sea la entrada; o incluso, apenas una de tantas), de manera harto verosímil, en los pliegues de algún engaño volcánico islandés. Julio Verne, quien seguramente se asomó a la increíble lucidez de sus túneles, transformó su visión en una caricatura, en un desesperado intento por conjurar las reproducciones, las pesadillas. Siguiendo este razonamiento, es lícito suponer la existencia de más de una tal cueva – o un intrincado entramado. A fin de cuentas, el impulso por duplicar o recrear que tiene la naturaleza – el hombre, el más empecinado reproductor – haría verosímil esta conjetura.

Digo escritos, y los rebajo a un recelo, a una probable ficción. Sea benevolente conmigo, o con esto que expongo como presencia. Si incurro en tal debilidad es porque ya no sé si son producto de mi fantasía: erijo vastas (e ineficaces) exégesis y pesquisas. Que no son otra cosa que razonadas desesperaciones; trivial laboriosidad. Vez tras vez me encuentro rebajado a involuntario apólogo de la descreencia de todo: primeramente, de mis sentidos, mi discernimiento; de mí mismo (que es una forma de dudar de la existencia ajena).

Mas, cuando aún no había alcanzado a sospechar la magnitud del horror, primero maquiné usufructos y, posteriormente, paliativos: uno de ellos, computar lo visto como una alucinación; así, habría sido una confusión de mi memoria (no digo los hechos que la fundan, sino el proceso que crea un novedoso suceso) con unos trazos rudimentarios y prehistóricos de esos que invariablemente aparecen en las enciclopedias que confunden conocimiento y efeméride.

Pero pasado el asombro inicial, sólo queda el espanto y el inútil arrepentimiento (como si la voluntad hubiese intervenido en alguna instancia) que pretenden devolvernos al instante (ilocalizable) que nos condujo a la circunstancia repudiada.

Ahora, sólo resta la interminable resaca de la admiración aquella. Uno se aboca a distintas formas de tormento. Una de ellas, acaso la más recurrente, sea la de imaginar que quienes perpetraron tal profanación, lo hicieron con fines de reparación, de modificación de la cronología estricta que en esas profundidades se expone, y que en esta superficie se interpreta. Y, por lo tanto, que uno tiene una función que, se infiere del hecho de haber presenciado dicha obra, ha de ser relevante. Pero, realizar esta tarea implica recorrer cada imagen vista y, siguiendo las leyes del tiempo que de allí se desprenden, intentar inferir las que siguen – sabiendo únicamente que han de llegar al presente que uno conoce de manera insuficiente. Es, pues, imposible llegar al instante en el que uno, actual, pueda comenzar siquiera a adivinar qué intervención podría ser la que se espera que se emprenda. Es, pues, un largo y amargo ejercicio, cuyo fin me es igualmente esquivo.

De pronto, estiró la mano huesuda – la piel como lonas de tiendas de campaña enflaquecidas: apenas si podían albergar una circulación, una fuerza -, y me tocó el rostro. Las yemas de los dedos suaves como una novedad.

Mientras seguía mis facciones, dijo: “Tallar imágenes como una manera de inscribir a cada individuo en la eternidad, como si en realidad se estuviese esculpiendo la matriz para multiplicar la vida. Quizás, no seamos sino una de las tantas copias que han producido esos moldes (utilizo el plural con la última convicción que me pertenece). La pregunta, que en realidad es un precipicio, y que simplemente pronuncio, sin ambición de contestación, es: ¿Quiénes han perpetrado tal obra?”

Al llegar a mis ojos retiró los dedos con todo el ímpetu que le permitían los músculos en repliegue y la capacidad de sorpresa o espanto.

No eres de esta época, la voz abandonándolo de pronto como un muñeco lacio, ridículo.

¿Qué quiere decir?, le grité aterrado. Creo que caí en la bajeza de zarandearlo, con más violencia que alteración.

Pero ya no podía responder ni esa ni ninguna otra pregunta. Todo el tiempo había hablado como como si la muerte hubiese esperado ese testimonio para hacerse enteramente efectiva. En cuanto a mí, supe inmediatamente que ese sería el primer interrogante de un número excesivo de ignorancias que iría acopiando. La única irónica e inservible certeza era la simetría de las iniciales JLB.

 

Jean Louis Brisbois
Ginebra, 23 de abril de 1927

 

© Marcelo Wio

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