Gravedad

 

Los fenómenos no avisan de su ocurrencia. A lo sumo, puede el hombre advertir indicios de intensificación, siempre y cuando éstos se inscriban en la atmósfera o en la epidermis de las aguas, tierras y vegetaciones. Mas, el suceso ya se ha iniciado.

En Vilarousa no fue distinto. Recién se percibió el evento cuando sus primeros, leves e incomprensibles efectos comenzaron a hacerse evidentes: las ramas de los árboles comenzaron a doblarse hacia la tierra, cada vez más; ridículas, tristes, hasta partirse. Enseguida se dieron cuentan de que los troncos habían comenzado a hundirse a razón de unos 50 milímetros diarios.

El verano tan seco. Dijeron. Andan las plantas buscando acuíferos.

Y mientras aventuraban razones para ese encogimiento vegetal, no se percataban del propio. Apenas una molestia que no llegaba a ser dolor, en las rodillas y tobillos, en la columna. Después, de todo, menguaban todos al mismo ritmo – y no era que hubiesen sido muy altos que digamos, como para andar notando descensos tan tenues y uniformes. Además, también se hundían las casas y los silos y las alambradas y los cercos y los animales. Todo. Como si el suelo perdiera los motivos, el ánimo, para agregar sus elementos.

Una madrugada, finalmente, el pueblo despareció. En su lugar, una depresión más o menos regular, sin color, sin vegetación, sin tierra. Roca limpia. Como recién estrenada.

Un de esos artilugios sensibleros que la agencia espacial europea y el servicio geológico tienen instalados por el continente, marcaron un localizado aumento de la gravedad, allí donde había estado Vilarousa, durante un par de días. Pero las lecturas – que así como aparecieron, se esfumaron – fueron descartadas como un error de los aparatos.

 

© Marcelo Wio

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