Fútbol, espejo de la sociedad

Publicado originalmente en Kaiser Magazine

Entre el 8 y el 26 de junio de 1969, El Salvador y Honduras disputaron tres partidos de fútbol para definir la clasificación para el Mundial de México 1970. El equipo salvadoreño terminó imponiéndose en la eliminatoria, luego de vencer en el partido de desempate jugado en campo neutral, en México.

Un artículo del diario El País (“Jamás imaginé lo que desencadenaría mi gol”), del 20 de julio de 2009, recordaba lo sucedido tras ese último partido:

“Hemos roto las relaciones con El Salvador. Posiblemente haya una guerra”.

El 27 de junio de 1969, nada más perder en la prórroga (3-2) sus opciones de figurar en el Mundial de 1970 tras tres partidos a sangre y fuego, el último en el Azteca de Ciudad de México, Armando Velázquez, coronel y a la sazón embajador de Honduras, adelantó a los futbolistas de su país la que se les venía encima.

Sun Tzu (El arte de la guerra) aconsejaba que “el general debe crear una situación que contribuya a su cumplimiento”. Por situación, Tzu se refería al deber de tomar en consideración la situación del campo, y actuar de acuerdo con lo que le es ventajoso. Los salvadoreños, considerando ventajosa la situación en el campo de juego, parecen haber decidido pasar de lo alegórico a lo real y, así, dos semanas después del último encuentro –el 14 de julio– lanzaron un ataque contra Honduras. Hasta el 18 de julio ambos países se enfrentaron en un conflicto armado al que el periodista polaco Ryszard Kapuscinski denominó “la guerra del fútbol”.

Pero no fue el fútbol la causa del conflicto, sino más bien un medio para generar consenso o un consentimiento popular para el mismo. Así, el fútbol (o, más bien, la parte que ocurre en las tribunas, en sus márgenes) bien podría ser visto como un instrumento para señalar la dirección en que las “placas” o emociones sociales se mueven; es decir, como una suerte de indicador social, puesto que trasciende el mero juego o deporte que tiene lugar en el terreno de juego: el fútbol también es el hincha, la “ceremonia” interpretada en la tribuna; es el antes y el después.

La cancelación de lo exterior, la creación de un espacio propio (con un tiempo y unas normas propias), desbordan el rectángulo de juego propiamente dicho, apoderándose del espacio de la tribuna (espacio observador, pasivo, a priori) o del hincha, allí donde esté, para incluirlo en la excepcionalidad normativa (aunque estas normas son particulares para el hincha). En este espacio, ciertas expresiones estarían así “permitidas” (incluso, su manifestación sería juzgada encomiable); lo que lo convertiría en un territorio donde lo censurado, lo “políticamente correcto”, son superados por la aquiescencia (la norma) de la tribuna: la identidad plural, o supra-individual, es decir, la masa, como un cuerpo hipertrofiado (y muchas veces hiperbólico), es una abstracción anónima en la que, aunque puedan ser identificados líderes o cabecillas, como una hidra, los incondicionales, los seguidores, terminarán por crear otros.
De esta manera, el fútbol tendría un componente hiperrealista, a la manera del filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard: es decir, una simulación de la realidad adherida, en la que el espacio ficcional (el papel del hincha y su “rito” en la tribuna –y por extensión, en el bar, en la oficina, etc-) se confunde con la realidad.

Así pues, como se mencionara más arriba, el fútbol se convertiría en una realidad paralela en la que ciertas cuestiones que no podrían ser expresadas en la realidad cotidiana (por distinguirla de la artificial y paralela), encuentran un espacio favorable y, a veces, estimulante. En este sentido, uno de los elementos que fácilmente se vehiculizan a través del fútbol (de la tribuna, del hincha: usufructuando la pasión) es el odio, la xenofobia. El grupo sirve de trinchera para el individuo, y éste se permite sacar lo peor de sí mismo, o acoplarse a lo que sucede en su entorno, con el fin de identificarse dentro del grupo, de pertenecer.

De esta manera, no sería descabellado pensar que en ciertos sectores de la población, la realidad-fútbol llege a desplazar a la realidad lisa y llana, transformándose en el vertebrador de la cotidianiedad, de la identidad.
Es entonces interesante ahondar en la idea del fútbol como estructurador de identidad; especialmente, como coadyuvador a la construcción de la identidad nacional y como elemento de exaltación nacional. Abordarlo, en definitiva, como una suerte de instrumento de medición de vaivenes sociales.

 

futbolguerraFoto: Curiosidadesdelfútbol

 

Breve contexto de “la guerra del fútbol”

Los autores de Soccer War señalaban que, si bien los tres partidos de 1969 fueron la chispa que encendió el conflicto, la guerra surgió de tensiones mucho más profundas que el deporte. En particular, una combinación de disputas fronterizas y tensiones de clase preexistentes durante varios años antes de los partidos de 1969, establecieron el escenario para la guerra. Los tres partidos que se disputaron en junio de 1969 sirvieron como “el catalizador que ayudó a encender una situación ya inflamable”.

Entonces, ¿cuál era esa situación preexistente, y cómo el fútbol devino en disparador del conflicto?
Los académicos explicaban que en 1969, El Salvador, el estado más pequeño de América Central, se encontraba en una situación de superpoblación, lo que implicaba un declive en la calidad de vida de un gran número de ciudadanos. Esta circunstancia condujo a una emigración hacia la vecina Honduras, menos densamente poblada. Estos inmigrantes comenzaron a trabajar en fábricas y a cultivar tierras previamente yermas. A la par, un resentimiento creciente fue creciendo entre muchos hondureños rurales.

“Ambos gobiernos intentaron contener la ola de la inmigración no autorizada y los resultantes conflictos fronterizos, reestableciendo la frontera entre los dos países; sin embargo, una serie de tratados destinados a solucionar el problema fueron recibidos con desprecio por parte del público”, apuntaba el trabajo Soccer War.
Al momento del primer partido clasificatorio entre Honduras y El Salvador, en 1969, había 300.000 inmigrantes salvadoreños viviendo y trabajando en Honduras. Esta población inmigrante suponía aproximadamente el 20 por ciento de la población campesina hondureña.

Mientras las dispuestas fronterizas continuaban fraguándose y el resentimiento contra los trabajadores salvadoreños crecía, los partidos de fútbol entre ambos países parecían predestinados a despertar las pasiones nacionalistas que harían escalar el conflicto y provocar la guerra.

El fútbol, en definitiva, parecía destinado a convertirse en una coartada y un elemento generador de exaltación nacional. Pero hacía falta algo más para convertirlo en un catalizador y en un conductor de las pulsiones sociales: hacía falta la propaganda que impregnara las tribunas (el territorio de la masa, ese rostro multiplicado que permite ser sin ser: elementos de un enjambre).

 

Fútbol y propaganda

Un catalizador es un elemento (o sustancia) capaz de producir una transformación motivada por sustancias que no se alteran en el curso de la reacción. Los chauvinismos y las conveniencias políticas parecen ser sustancias que se presentan vez tras vez, inalteradas, en todo el mundo; y que tienen la propiedad de revertir la dirección de los descontentos desde dentro hacia fuera: El “otro” encubre las miserias, responsabilidades, negligencias y bajezas de “uno”.

En el mencionado trabajo Soccer War, se señalaba que las compañas propagandísticas encendieron a ambas naciones. Los medios y los gobiernos entendieron que ser un hincha de fútbol es, intrínsecamente, un acto de mirco-nacionalismo (así, acaso, los clubes podrían considerarse las “patrias chicas” de las emociones, los pretendidos prestigios compartidos – y así “validados”, “reafirmados” – por iguales, siempre frente a un “otro”, u “otros”). De esta forma, la sel

ección nacional, magnificaría ese micro-nacionalismo en el gran escenario de las eliminatorias mundialistas.
Finalmente, los autores del texto decían que, al centrarse el fútbol en ideas de frustración y de privación, la propaganda puede avivarlas fácilmente para una causa nacional.

A fin de cuentas, Ramón Llopis Goig (Clubes y Selecciones nacionales de fútbol, La dimensión etnoterritorial del fútbol español), de la Universidad de Valencia, advertía que los medios de comunicación desempeñaron un papel fundamental fortaleciendo la construcción de un imaginario nacional común. “Como espectáculo de masas, el fútbol se constituyó en una esfera pública ritualizada, en la que se generaban representaciones acerca de lo nacional”, afirmaba.

Por ello, Yuriy Veytskin, et al. concluían que la propaganda fue la verdadera causa de la guerra. Es decir: el fútbol sirvió para “utilizar las pasiones que rodean al juego como una herramienta para provocar una reacción exagerada”; “para unir, aunque brevemente”, a la sociedad; mitigando las discordancias internas en la tribuna-diván-parroquia; una tribuna/Nación ante los demás – abolida así toda cuestión interna. La dignidad en juego en el campo de juego-batalla y en las gradas: una lucha de valores, prestigios y orgullos (de imaginarios colectivos). La religión de Estado.

Y es que, como sostenía Johan Huizinga (Homo ludens), el fútbol es una especie de escenificación (juego y representación: metáfora, alegoría) de sucesos sociales centrales, como, por ejemplo, el combate. Esta representación “domestica” a la guerra.

Claro que, quien domestica, puede lanzar al domesticado al ataque…
Así, luego de la acción de la propaganda nacionalista, esta “religión laica” se convierte, o bien en un instrumento estatal, o bien en una “religión de estado”: la violación de esta santidad por parte del “otro”, deviene en una ofensa insuperable al “honor nacional”.

 

Un caso paradigmático

La salvadoreña Amelia Bolanios, de dieciocho años, se suicidó luego de que su selección cayese derrotada en el primer partido jugado en Honduras. Kapuscinski recogía en su libro ‘La guerra del fútbol’, un extracto de la noticia de la noticia de su muerte en el diario salvadoreño El Nacional: “La joven no pudo soportar ver a su Patria puesta de rodillas”.

El periodista polaco contaba que toda la capital fue parte del funeral televisado de Amelia Bolanios. Una guardia de honor marchó con la bandera a la cabeza de la procesión. El presidente de la república y sus ministros iban detrás del féretro cubierto con una bandera.

Así, la joven se elevaba a la categoría de víctima nacional, una víctima del “enemigo” -que incluso obraría por vía de la “inducción”-.

Pero, acaso su muerte haya sido, como dijo Antonin Artaud respecto del pintor Vincent Van Gogh, «un suicidio por la sociedad»; o, en este caso, por la nacionalidad, en el momento en que la identidad (en la que el fútbol se impone como un espejo perfecto de la nación, como una continuación de ésta) es puesta en entredicho (incluso negada) por una derrota futbolística; lo que supone una afronta a propia la identidad, una incertidumbre, en definitiva, sobre la misma, imposible de sobrellevar: si el “otro” niega “nuestra” identidad, ¿qué somos? ¿Qué sentido tenemos?
Las expectativas creadas por la propaganda, la significación que se le dio al partido (en cuanto manifestación de la propia identidad) se dirigieron, así, contra ese “nosotros” – opuesto, claro está, al “otro”.

De esta manera, paradójicamente la victoria y la derrota (orgullo vs orgullo herido) sirven para el mismo fin: intensificar el sentimiento nacional por vía de la honra y del honor mancillado.

La victoria se ve, en este sentido, como un “logro nacional”, como un reflejo de la dignidad del país, de su valía; como una confirmación de su superioridad. En tanto que la derrota, termina por interpretarse en clave de, o bien traición de los propios jugadores a los “colores”, a la “Patria”; o bien como un producto de los engaños, de la trampa ejercidos por el “otro” (lo que evidencia su bajeza, su indignidad y, a la vez, confirma su “inferioridad” –su victoria, al fin y al cabo, fue producto de intrigas y cabildeos, y confirma la imagen que se tiene de “él” o “ellos”-).

Kapuscinski decía en su libro que “el fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo y de histeria pseudopatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra”. Y, de acuerdo a lo que refería en el libro, el fútbol también predijo esa guerra, a la manera de una suerte de sismógrafo que registró el movimiento de las placas político-sociales.

 

El fútbol como instrumento de interpretación sociológica y como espejo social

“… el fútbol, en su fuerte dimensión popular, tendría un carácter propiamente ideológico. Un modo de operación de la ideología que, sin embargo, actuaría en aquellos ámbitos de la existencia cotidiana en donde aparentemente no alcanzaría el ejercicio de lo que Louis Althusser denominaba los aparatos ideológicos del Estado (educativo y familiar), a saber: el tiempo de ocio”, sostenía el filósofo Enrique Carretero Pasín (La religiosidad futbolística desde el imaginario social. Un enfoque antropológico; Revista A Parte Rei Nº. 41, 2005), profesor de la Universidad de Santiago de Compostela.

Y continuaba diciendo que el fútbol es un espacio social en donde la fuerza de lo imaginario puede llegar a exteriorizarse y canalizarse. En ello, afirmaba, radica precisamente uno de los ingredientes fundamentales del especial magnetismo que atesora.

De esta manera, no es de extrañar que el juego pueda transmudar de lo representativo, de lo alusivo, a lo efectivo; es decir, a lo real, y entonces la tribuna desborda hacia la calle (enfrentando a la sociedad con los síntomas que no puede o que no quiere ver: pedazos de un gran espejo). En este sentido, el fútbol no pasaría de ser más que un instrumento de medición y, a la vez, la manifestación de una sintomatología social.

De hecho, según el filósofo y sociólogo francés Pierre Sansot (Vers une sociologie des émotions sportives), los espectadores futbolísticos se embargan del sentimiento de “escapar a la vida cotidiana, de asistir a una ruptura indiscutible en la percepción del tiempo y del espacio”, un sentimiento que fácilmente puede trascender de los límites del estadio, del espacio del fútbol.

A su vez, Jan Kotowski, del Departmento de Ciencias Políticas de la Universidad de New Hampshire, donde realiza investigaciones relativas a las teorías sobre el nacionalismo, decía (Reflections on Football, Nationalism, and National Identity) que el fútbol se trata tanto sobre la cultura e, incluso, la política, como de intentar marcar un gol. Muchos observadores –entre ellos, académicos y periodistas– han notado las multiples relaciones entre el deporte y los varios fenómenos asociados con las ideas de nación, nacionalismo e identidades nacionles.

Este punto no es una novedad en el caso del fútbol. A fin de cuentas, tal como explicaba Ramón Llopis Goig, el desarrollo del fútbol no sólo constituyó un vehículo a través del cual las naciones pudieron organizar sus comunidades internamente, sino que, además, sirvió para exponer al resto de naciones las propias proezas y superioridad en el terreno de las disputas simbólicas. “La extensión del juego a todas las capas sociales –sostenía el académico- originó un sentimiento de ‘pertenencia común’ entre los sectores desarraigados de las modernas urbes surgidas con la revolución industrial, que evidenciaba la capacidad de creación de comunidad propia del fútbol. Como ha sugerido Wahl, ‘al recomponer identidades colectivas, el fútbol contribuiría a dar un nuevo equilibrio a las sociedades industriales modernas’”.

Kotowski ofrecía una lista que, aunque lejos de ser exhaustiva, enumeraba los tres aspectos principales que pueden distintinguirse dentro de este contexto (cultural y politico) más amplio: (1) el fútbol como supuesta expresión o reflejo de identidades nacionales específicas; (2) el fútbol como parte de practices y políticas nacionalistas, y (3) el fútbol como portador discursivo de la mismísima idea de nación.

En este sentido, Carretero Pasín sostenía que “ser”, con las connotaciones que implica este verbo, de un determinado equipo excede notablemente el hecho de adscribirse a una entidad deportiva específica, implica adscribirse a un imaginario comunitario en donde se traduce una determinada identidad colectiva, “de modo que el seguidor de un equipo sigue unas pautas de entrega análogas a las del feligrés que comulga fervorosamente con una congregación religiosa”.

Mas, lo “litúrgico”, como ya señaláramos, a menudo se excede del ámbito las tribunas e ingresa en el plano de lo “real”: el decorado cobra vida, y obra. Y lo hace como masa; que otorga el poder del anonimato y de la validación por medio de la cantidad, del número (un número que, para quien actúa o ejecuta su parte como integrante de la masa, siempre es suficiente).

De esta manera, un elemento o una entidad que otorga identidad de manera colectiva (y de manera tan trascendental), fácilmente puede ser utilizado para crear un sentimiento mayor: un sentimiento de nación (de inmenso poder emotivo) que surge de un imaginario de césped y gradas, orgullos y afrontas que difícilmente pueden ser compartidos por tantos, de manera tan pasional, en otro ámbito.

Precisamente por ello, Juan Rogelio Ramírez Paredes, profesor-investigador del Área de Historia de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, de México (Lineamientos para un análisis de las identidades sociodeportivas en el fútbol), remarcaba lo importante del fútbol como objeto de análisis sociológico: porque sintetiza aspectos sociales, culturales, históricos, políticos y económicos de un país; concentra y guarda aspectos esenciales de la cultura política, de los regionalismos geográfico-sociales, de los conflictos históricos, de las contradicciones sociales y de los espacios donde se gestan algunas de las probables nuevas formas de identidad de las sociedades de hoy en día.

El fútbol como instrumento de exégesis social… Pero, sin olvidar que, como recordaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano (La guerra o la fiesta), en los conflictos en el mundo, el fútbol es el único instrumento de conciliación que no ha fracasado; llegando a reunir a enemigos pasados, alrededor de la pelota, como en una ronda catonga, como cantaba otro uruguayo Alfredo Zitarrosa.

© Marcelo Wio

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