Flujo mortuorio

Mediados de noviembre. Frío de invierno prematuro entrando desde el noreste y salvando la trampa de callejuelas que parecen no conducir más que a sí mismas. En una esquina, un bar o café o cúmulo de instantes. Dentro, olor a muerte, a cierta… Cómo describirlo. Como una cierta espontaneidad luctuosa en la cual cualquier acción sincera, súbita, parecía tener que dirigirse hacia el lado de la anulación: negación misma de esa acción inicial. Como si un equilibrio siniestro se cerniera sobre aquellos aventurados a las entrañas de esa desolación frecuentada.

Dije mediados de noviembre. Pero creo era más bien tirando a principios de diciembre. Con lo que el frío no era tan prematuro; y entraba, si mal no recuerdo, del noreste – ahí sí hay un acierto, una precisión. Detalles secundarios que no hacen a la esencia de la cuestión, pero que sirven para encajar las piezas en un marco, como en los rompecabezas, donde lo primero que se busca es completar los bordes, la contención del todo, de lo sustancial – la imposición de un mapa al territorio para poder nombrarlo, domesticarlo. Pero detalles necesarios porque, después de todo, la intensidad de las emociones se ve influida por las condiciones atmosféricas, la época del año y ese etcétera que nos aflige a fin de año (cuentas pendientes: tal vez, la progresión inexorable del tiempo y nosotros que vamos quedando detrás, a la vez que somos arrastrados por las resacas de horas y fríos al olvido que nos toca). En fin, todo aquello que hacía que mi olfato se inclinara por las emanaciones mortuorias. Lo que quiero decir (o dar a entener), es que tal vez en otra circunstancia – vamos a poner: principios del verano, con esa estúpida alegría súbita que me invade y me llena de una vitalidad inútil y perecedera – hubiese dicho: olor levemente rancio, o a viejo, a encierro; tufillo a sudor y abandono; a mierda, por qué no; pero no hubiese dicho a muerte. Sobre todo, por un detalle: no tengo la más mínima idea de a qué huele la muerte. Ojo, digo la muerte. La descomposición es otra cosa bien distinta. Yo, como la mayoría, tuve la mala suerte de dar en alguna oportunidad con un gato muerto hacía ya tiempo y pude (sin quererlo, conminado por la disposición del instante) sentir la putrefacción de lleno. Pero eso no es la muerte. Eso son los restos que deja: la mueca, la burla. Cuando dije que había olor a muerte, decía que allí, en ese bar, estaba, en ese momento, la muerte. Inconfundible – aunque nunca lo había sentido. Y cuando digo que en otras circunstancias bien podría haber dicho sudor, estoy diciendo que en dicha situación se me hubiese escapado la esencia que proclamaba su ominosa presencia.

También es cierto que me encontraba en una fase anímica proclive a ciertas percepciones… ¿Cómo llamarlas sin caer en el patetismo de los espiritistas? A percepciones limpias, sin interferencias. Ahí está. Como si uno no gobernara del todo su conciencia y en esa anarquía subliminal se filtrara la realidad en su estado puro o primitivo, con sus olores fundamentales. No sé si se llega a comprender; porque tampoco yo comprendo cabalmente lo que sentí, lo que presencié. Porque el olor fue el anticipo, el adelantamiento de un suceso, la onda que lo precedía, que lo anunciaba. ¿La invitación a observarlo? Por ahí está la clave. En otra situación, el olor a humedad crónica del bar me habría expulsado de su territorio; pero como esas esencias secundarias, telúricas, gástricas, se habían desprendido del rango de mis percepciones, ingresé y permanecí. Y cuando hablo de esos olores lo hago de manera apócrifa, porque no los olí, porque nunca había estado en ese bar, porque nunca volví. Pero un vistazo a la clientela, la mugre de las mesas plastificadas, la barra de madera barnizada de pegotes y codos y mucosidades y penas; el suelo, las paredes descascaradas, arcaicos banderines de clubes de fútbol de una época que tal vez ni siquiera había existido; viejos con camisas amarillentas, aureoladas en los sobacos, cigarrillos que, lo juro, llevaban fumando diversas eternidades superpuestas como amplitudes cuánticas. Un bar como hay tantos, donde un grupo de tipos van a olvidarse de que hace tiempo se olvidaron de sí mismos, a compartir las miserias silenciosas, o a fingir unas alegrías estropeadas.

Y ahí en medio: el tufo a muerte. Como si de todos ellos se fuese desprendiendo la vida y cayendo en un desagüe imperceptible. Y pude ver, entonces, un flujo verdoso: un hilo viscoso, convergiendo en ese punto que no era un punto, sino una ausencia de tiempo y consistencia. Todos. Mezclándonos en esa reducción: fragilidades deviniendo nada: inexistencia.

Horrorizado, abandoné el lugar. Como si ese simple acto me excluyera de la vida: es decir, de la obligación de morir. Lo único que he logrado es dejar de ver esa untuosidad, su olor (visible, sí) sin definición ni referencia: algo deshaciéndose, licuándose y chorreando. Pero es un logro intrascendete: siento el lastre de esa baba saliendo de mi, tirando de mi hacia ese centro sin eje ni esencia: pura ausencia.

© Marcelo Wio

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