Escenas de la vida cotidiana I

Vio lo que nadie tendría que ver, dijeron. Como se suele decir. Vio lo que nadie tendría que, en primer lugar, hacer; y nadie, a su vez, padecer. Eso no se dice. O no lo suficiente. Pensó que era pintura, dijo. Que a alguien se le había caído un tarro de los grandes de pintura roja oscura. Y pensó que lo otro era un montón ropa, dijo. Luego, ya algo más cerca, que era un maniquí. Todo lo pensó en nada. En lo que tarda el horror en instalársele a uno en el cuerpo y en imponer su realidad; la realidad. Parecía que lo habían matado varias veces, dijo, o creyó decir: era como la sangre de dos vidas, que rodeaba el cuerpo como si intentara vanamente sostenerlo o, acaso, mantener la unidad esfumada. Vio lo que nadie tendría que ver, dijeron. Y lo dijeron como si él sólo hubiese apenas presenciado aquello, accidental, involuntariamente. Como si se hubiese encontrado con el cuerpo viniendo de vaya a saber dónde, yendo vaya uno a saber qué otra parte. Como si no hubiese tenido nada que ver. Como si los mismos que afirmaban tal lugar común, no hubiesen tenido nada que ver. Como si cada acción que uno emprende no determinara – aún, o acaso, sobre todo, las involuntarias – todo lo que sucede. Efecto mariposa, propuso alguno, y el coro banal repitió con el anhelo subyacente de la predictibilidad – cuando ello es una imposibilidad; todo lo más que se puede hacer es no aletearle al otro en la cara -, de la benevolente y redentora frivolidad. Cuando juntó los elementos percibidos, ya habían pasado estos por los filtros de enunciados que desvinculaban al muerto del observador y los convertía en dos unidades absolutas y disociadas: víctima y espectador. Sintió, dijo, lo que uno debe sentir en tales circunstancias: no somos nada, la debilidad del ser (físico), la violencia de las que es capaz el hombre, etcétera, etcétera. Dijo que enseguida llegó la policía y acordó la zona; que ya no pudo ver más. Igualmente, dijo, iba con prisas; llegaba tarde al cine. Una de Tarantino. De esas para distraerse un rato.

© Marcelo Wio

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