Entre la nada y el nombre

Todos querían esa culpa. Aunque, podía sólo ser considerada como tal, por quien no tuviera el ojo sapiente de ver las cosas del pueblo: las costuras que conformaban sus hechos y engendraban a su gente y sus actos. Todos querían tener, aunque fuese, un trozo de esa dignidad. Porque a veces, uno, pensaban, no tiene más que un momento: nada más que ese lapso: para eso, Dios, o la providencia, lo coloca a uno en el lugar que está – como quien mueve una ficha y luego gira el tablero para desentrañar el ardid con que pretende engañarse. Y en los pueblos, esos momentos escasean. Por eso, todos. Y para que su nombre, pegado a una suerte, durase un poco más: reputación inútil, de muerto con placa o mención. Pero siempre es mejor que un amontonamiento de olvidos.

Miraban hacia el potrero de Giménez. Hinchado de verde. Húmedo de rocío. Una suerte de bruma enana sobre el manto de pasto. Era otoño maduro, ya. Pero no hacía frío. Una tibieza de complicidad. O de algo más: de reconocimiento: por primera vez, los rostros distintos: particulares, personales: indiferenciadas las arrugas de esfuerzo y estrechez: mismo cansancio. El campo. Su calendario rígido. Repetido. Y ahora. Allí. Observando. A esos hombres recorriendo el potrero. Midiendo. Recogiendo vaya a saber qué.

De la ciudad, los hombres. Había que verlos caminar entre los pastos. Como con una aprensión que los hacía parecer querer levitar. Pasos ridículos. Absurdos ellos mismos. Con esa ropa impropia; inapropiados. Y esa pretensión de resolución. Los observaban ir y venir. Clavar pequeñas estacas: delimitar áreas. Reían la risa propia de los pueblos rurales – donde trabajo, suelo y supervivencia son la realidad ceñida sobre sí misma: una taciturnidad brevemente matizada: brecha mínima de aire expulsado algo más abruptamente. Apenas visible.

Buscan en el lugar correcto. Pero buscan mal: un mechón desparejado de pasto; una contemporaneidad. Pero ese pasto creció todo junto. Ese suelo ya fue compactado por ciento treinta y tres vacas. Durante dos meses. Buscan tarde. Muy tarde. Buscan para no encontrar. O para apenas dar con leves indicios de lo que conjeturan. Pero insuficientes. Que es lo mismo que no hallar. O, peor aún: descubrir los elementos de una impotencia. Frustración. Y ahí, tan seguros de que lo que allí sirve, también aquí. Como si esta tierra estuviese domesticada: mieten los alambrados y la aparente obediencia del pasto lacio. Todo miente acatamiento: basta ver los rostros surcados de la gente: la vida por la vida: desigual transacción.

***

Los llamó Artigas, el comisario de la zona. Dijo que no tenia los recursos. Que esto. Que lo otro. Las fórmulas para lavarse las manos. Asear su conciencia. Ahuyentar toda posibilidad de responsabilidad. Y un algo más: si bien no llegaba al extremo de querer , él también, esa culpa, comprendía, o podía hacerlo – o respetaba, incluso: había habido una necesidad. Conocía a las gentes de los pueblos de su jurisdicción. Conocía su configuración: las aflicciones, las mínimas y necesarias (y por tanto, innegociables) soberbias, los honores inflexibles como ninguna de las leyes que alguna vez había aprendido; sus formas escuetas para la alegría y el respeto. Y aquella vez. Lo entendía. Porque había llegado a incorporar trazas y trazos de carácter: no podía empaparse sin mojarse: absorber las maneras de considerar ciertos asuntos – de pensarse a sí mismo dentro de su corriente. Por eso se acercó, dispuesto a no hacer su trabajo, a ese pueblo tres meses y pico antes. Por eso dijo: Algo tengo que hacer. Y lo que iba a hacer era dar unas explicaciones equívocas, insuficientes. Que la comandancia se encargara. Dijo eso con la voz que pronuncia. Con la otra, con la que ahoga las palabras, dijo: que las cosas queden como están. Y comprendieron, todos, la agregación. Y que necesitaba un hilacha técnica para redimir la mancha que pudiese formarse alrededor de la decisión de desentenderse: de, en definitiva, querer, aunque sólo fuese muy tangencialmente, un reconocimiento, una fracción de esa culpa tan sin imputación.

Observaba también, pues, el comisario. Del otro lado del alambrado. Con la gente del pueblo. Aunque algo más alejado; junto a un cabo. Observaba. Y también pensaba: así no le van a sacar respuestas al suelo: engaños, muchos. Enreda el pasto tierno y mojado: pies y hechos. Acosan los abrojos: imprimen urgencia. Confunde esa tierra renegrida de bosta y sustratos: lo hace ver a uno muerte por todas partes: hasta que no está en ninguna. No saben. Pero no era él el que los espabilaría. No los había traído para eso: eran su dispensa.

Rastrean. Palmo a palmo. Pero sin saber bien qué es lo que allí se ha ocultado. Porque él dio un nombre. Refirió su desaparición. Relató posibilidades. Inventó dichos: que allí, que allá: que sobre todo en ese potrero. Que una trifulca. De las de bar que de tanto en tanto se dan por aquí: de las que descausan a la vida; que desgracian a alguien. Y quien dice bar, dice galpón después de un asado y unos vinos. Alguna cosa antigua que los venía calentado. No sé. Los rumores, al menos por aquí, no son muy de pronunciar nombres propios: hay pocos nombres, y cuanto uno menciona uno, esas mismas palabras terminan por confeccionar el propio. No se nombra, no. Poco más. Ese potrero. Un hombre. Un nombre. Una desaparición. Ese pedazo de tierra: la posibilidad de un desenlace: la conjetura del lugar donde se habría podido esconder el resultado fatal de la combinación de aquellos elementos escuálidos.

De pronto, el comisario, en esa conversación interna que mantenía sin saber que lo hacía – sin prestar mucha atención, más bien: Si serán chambones. Ni siquiera es ese el potrero. Es aquel otro. El de la derecha. Las cartas se habían terminado por barajar como si le hubiese sido concedido ordenar el azar según las reglas de su conveniencia particular – algo que, de creer en ello, lo condenaría inevitablemente al error. Si en algo había sido preciso, había sido en las coordenadas del potrero. Era la única certeza que había ofrecido. Pero a veces, el destino no quiere que nadie sea culpable de ciertos hechos que quizás resguarden el menguado patrimonio de la dignidad. Ni siquiera de esa culpa de la cual todos, sin decirlo, se empeñaban en reputar como una honra.

Cuánto tiempo podrían realizar aquellas operaciones. Esas arqueologías superficiales. Hasta cansarse de sacar huesos de vaca. Se dijo el comisario. Y encendió un Imparciales 100. El cabo lo miró pidiendo sin pedir. El sueldo era exiguo – a lo que el cabo contribuía perdiendo buena parte, antes de mediados de mes, jugándoselo a la taba. Le pasó un cigarrillo. Y el encendedor. El chasquido pareció resonar, en la pampa interminable e inconmovible, como si se hubiesen levantado de pronto estructuras para el eco. Ideas peregrinas, tienes, Artigas. Se dijo. Y le hizo un gesto con la cabeza al cabo, a la vez que empezaba a caminar en dirección a la camioneta. Al pasar frente a la gente del pueblo, percibió la mirada divertida detrás de las arrugas resecas, las tristezas, las intemperies. Por qué no, se dijo. Y les correspondió con una similar: la suya no podía desprenderse del zurcido que le iba haciendo esa falta.

 

© Marcelo Wio

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