Encargados del equilibrio

Su figura era el relato de sus días. Parecía que había estado arreando ideas; o, más bien, arrastrándolas: el camino impertinente y el tiempo paciente habían disuelto el costal, dejándolo únicamente con su exigua presencia como testimonio de una historia probable. De pie ante mi puerta, instalándome en una cronología de la que nunca debía haber sido parte.

No articuló palabra. Era como si esperara que lo reconociera o que su propia presencia se explicara por sí misma. Por un momento pensé que iba a decir que era yo mismo pero usufructuado por los dedos de los años. Mas, la literatura pocas veces viene a socorrernos de revelaciones más triviales.

La voz del hombre, que parecía estar separada de su presencia, pronunció unas palabras que fueron formulando los signos de una paráfrasis, de una imitación tenue del referir. Mentó una amistad, o algo que se le había parecido, con mi padre, y lo que entendí como una obligación que venía a cumplimentar. Lo hice pasar al salón y le ofrecí algo para beber. Con un gesto cansado desestimó el ofrecimiento y señaló un sillón, al que se dirigió sin esperar asentimiento por mi parte. Parecía anunciar sus movimientos, como si en algún tiempo hubiese podido despertar temor o asombro.

Su padre y yo nos entendimos hace mucho, y durante largo tiempo. Nos conocimos en el el Círculo Militar. No pertenecíamos a las fuerzas, pero tradiciones de familia, afinidades y conocidos nos fueron convocando en aquel lujo sobreabundante que parecía chorrear, sobre todo en verano. Debo decir que años después creí comprender – últimamente no estoy seguro de haber entendido, de haber conocido, cabalmente – que aquellas ornamentaciones venían a disimular una prevista falta de adornos intelectuales.

Con su padre congeniamos inmediatamente. Las lecturas y las agitaciones exegéticas derivadas nos fueron aislando hacia los espacios menos transitados del Círculo – realmente bastaba con evitar el bar -; siendo la escueta biblioteca el mejor de ellos. Allí discutíamos libros e ideas con la efervescencia propia de los jóvenes y de los que han entendido menos de lo que creen haber comprendido. En ese estado componíamos elementales paradojas y metáforas. Por ejemplo, recuerdo una, creación de su padre: Lo que hay fuera de ti es un mero reflejo de tu interior, de tu voluntad. Mas, lo que hay dentro de ti, es una proyección de lo que hay en el exterior. Ya ve, divertimentos de lo más inocentes, pueriles. Un mero ejercicio de astucias recientes.

A medida que fueron pasando los meses, optamos por prescindir del Círculo y comenzamos a citarnos en un café de las afueras, como si lo que nosotros mismos tuvieramos que decir fuese marginal, o perteneciese a esos terrenos. Creo que instintivamente habíamos admitido, o que, más bien, nos habíamos percatado, de la escasa topografía de nuestra intelección. Un momento terrible pero, a la vez, maravilloso, ese de darse cuenta de la propia ignorancia. Y digo extraordinario porque ante uno se abre un mundo que antes permanecía atrapado entre los contentos de la suficiencia y la soberbia del que cree conocer. Desprendido uno de tales lastres, puede, por fin, verdaderamente aprehender.

Nos entregamos con avidez a la lectura y a las conferencias más variadas. Lectores voraces de trozos, de pequeñas dosis de conocimiento: un texto conducía a otro y éste, a otro; y así sucesivamente. Y en cada texto uno buscaba la porción precisa a la que había sido guiado. Rastro de palabras y hechos elusivos. Y nosotros dos detrás, casi desesperados, como seres de otra época. Acaso, en eso nos habíamos empezado a convertir: anacronismos olvidados en un tiempo sin alma, rendidos ante fragmentos de interés. Porque leer completamente un libro es dejar de leer otros muchos. Y leer novelas, joven, es dejar de leer aún más (los grandes relatos agotan lo que la novela no alcanza, extraviada, a entrever, en su longitud inútil). Lo que un libro tiene para ofrecerle a cada uno se encuentra en uno o dos párrafos; la mayoría de las veces, en una oración que lo refiere a otro libro, a otro estadio del conocimiento.

No recuerdo bien cuándo y cómo surgió aquello. Recuerdo que alguno de los dos dijo que hasta que las cosas ocurren, no han ocurrido, y que por tanto, aún hay tiempo para cambiarles el signo, el significado, las consecuencias, a todo; vamos, que hay tiempo de manipularlas de manera que lo que no ha sido, o lo que está por ser, más bien, no sea, o sea otra cosa. Y esa frase de perogrullo que pareció surgir de la nada, inauguró la ideación, aunque aún no lo sabíamos. Porque en un café, ante una mesa y unos cigarrillos, todas las ideas parecen viables y legítimas; después de todo, hasta lo más sólido termina por desvanecerse; imagínese, pues, las palabras, que no son materia siquiera. Con esto, acaso, quiero decirle que lo que empezó en ese momento, surgió como un mero divertimento de café, como un leve ejercicio intelectual espoleado por algunas lecturas y las turbulencias que amenazaban, no con cambiar algo, sino con trastornarlo todo, con una permuta de mandamases; con transformarlo en algo aún peor. Ya sabe, el eterno pleito entre el pueblo, la masa, y los que son ajenos a ese anonimato tumultuoso, es decir, los que tienen apellido, usted me entiende. No sabíamos entonces que a veces (demasiadas) las ideas eligen a los hombres, que los someten a ellas, a su voluntad; que los utilizan como medios para su realización o su promoción. Y cuando lo supimos, ese conocimiento ya no tenía ninguna utilidad., ningún valor. Además, para entonces, pensábamos que acaso nos habíamos encontrado ante una de nuestras ideas más sinceras. Probablemente la más sincera.

Controlar las pulsiones de la masa no es sencillo. Es más, los más reputados sociólogos le dirán que eso es imposible – al menos durante un lapso prolongado de tiempo y con condiciones de perpetuo deteriroro social y económico -. Lo creíamos también nosotros. Contra esa imposibilidad gastábamos horas en el café. Y como no era razonable perseguir una hipótesis que tiene demasiada evidencia en su contra, fuimos confluyendo hacia un método, si se le puede llamar así, particular: el propósito determina qué dudas, qué preguntas sobre el asunto quedan canceladas de antemano. Es decir, qué no es: el triunfo de la inevitable ilusión sobre la realidad; el voluntarismo por sobre el logos. Este proceder termina por hacer del error un hecho ubicuo, universal, lo que, junto con el empeño de empardarlo con la verdad, termina por sublimarlo, al punto de suplantar a la verdad – siempre tan limitada, tan pedante, con sus engorros estrictos de verificación, de falsación –.

Tuvimos el inestimable apoyo (recursos) de gente que no quiere que se la nombre. Y poco a poco fuimos consiguiendo la de caudillos y bravos de barrio. Así nació el Sindicato. Tu padre y yo íbamos urdiendo rencores y resignaciones alternativas, oportunamente, con el fin de perpetrar equilibrio. Sabe joven, decidirnos a nosotros mismos, nos termina por conducir a la pretención de decidir por los demás. Pretención, o adjudicado derecho, de aquellos que se han dado cuenta un poco más…

En fin, controlábamos a los caciques ofreciéndoles contrabandos (ventajosos no sólo para ellos) e impunidades; y éstos controlaban al populacho a través de matones y clientelismo. El resultado era (es) el sometimiento de los ánimos a una especie de movimiento de fuelle, de retracción y expanción que nunca llega a ser liberación, porque cuando parece que se está llegando a tal fin, se reacomodan los ánimos y las resignaciones en sus lugares apropiados y todo vuelve a la normalidad, donde cada uno se conforma, se contenta con – es más, quiere – la seguridad de su lugar ante ese atisbo de caos. Como la crecida de los ríos, que apenas damnifica los márgenes de la ciudad; territorio sacrificable. Finalmente, todo queda como era, borrando el rastro del suceso, debilitando su memoria hasta cancelarla: cada crecida es la primera, la más perjudicial.

No me mire así. A toda la sociedad convienen estos desfogues periódicos de quienes podrían tomarlo todo para perder aún más. Y así fuimos estableciendo el Sindicato, que sí, incluyó distintos contrabandos, pero que a todos convienen.

Cuajada, como ya estaba, la aquiescencia, se le llenaba a la gente de fantasías el futuro, que para la mayoría es lo mismo que decir de codicias y lujos (materiales, intelectuales, del tipo que sean). Un futuro que nunca se sabe dónde está: puede estar esperando mañana, o no llegar nunca. Así, terminamos por convertir sus posibilidades en necesidades: a veces uno les hace creer que, por ser posible, computa como derecho; y otras, simplemente se las parecer hace tan imprescindibles, que imposibilita toda reacción. Mientras tanto, tienen siempre el único consuelo de su desgracia: su enormidad, lo que le otorga un cierto prestigio, erosionando toda posibilidad de reparación o de remiendo.

Entretanto hablaba el hombre – al que por cierto no le había preguntado su nombre; ni lo haría luego -, iba creciendo la idea de que acaso fuese mi padre, largamente desaparecido; apenas un necesario mojón biológico en mi cronología, que ahora se veía usurpada por él mismo. Y mientras pensaba estao, caí en la cuenta de que estábamos en el puerto – que en algún momento habíamos salido de casa y cubierto la distancia larga hasta el mismo -.

Trozos de cielo atrapados entre las grúas, la neblina y los almacenes burdos, de chapas corroídas y ventanas rotas. Un olvido que parecía confeccionado adrede, para provocar una disposición entregada de la voluntad – como una culpa obligada a conceder, a ceder -.

El secreto está en crear mitos, seguía diciendo. En saber qué mitos crear, mejor dicho. Si bien no se convertirán en hechos, en eso que se llama Historia, motivarán al pueblo, lo movilizarán según el signo del mito, o de la voz que ejerza el mito, más bien. El mito es un proyecto, y es la herramienta – insuperable, puesto que es anómima – del mismo.

Sus palabras me sonaban lejanas, venían como a empellones conceptuales.

El mito es el guión del rito.Y éste, pedagogía para los simples, decía.

Había una humedad pegada al suelo que parecía anterior a ese empedrado. Densa. Parecía elevar pseudópdos con pretensiones de reclamo.

En última instancia, se procede a la mistificación con pretensiones de asedio moral, pretende desprestigiar a la virtud y la dignidad, últimos refugios de la dignidad, seguía con su parlamento el hombre.

El puerto estaba desierto, quieto, como si nunca hubiera conocido actividad y hubiese sido construido para completar la ciudad, para reputarla como tal. Un tipo enjuto, salido de la nada – como generado por el propio ambiente, por esa humedad de caldo y génesis -, que no configuraba la estampa de bravo de arrabal, de autoridad periférica, se nos acercó.

Este es el hijo de Emilio – le indicó el viejo, y el otro hizo un gesto que implicaba una reverencia y una obediencia debida; y siguió su camino para hacer mutis a través de la neblina.

Seguimos caminando un trecho en silencio, y por fin el hombre dijo.Tu padre falleció hace unos meses. Y a mí me va quedando poco envión; y ningún hijo –porque no los tuve; tu padre no los habría tenido de no haber tenido que asegurar posteridad para continuar con el proyecto; fue su única infidelidad, aunque no fue una traición -. Así pues, a ti te toca continuar. Debo a ponerte al corriente de papeles, astucias, picardías, malicias y nuevas morales. De hecho, ya hemos comenzado. No puedo darme el lujo de perder un tiempo que ya no es mío.

Anduvimos hacia un edificio oscuro. Antes de entrar, me dijo: Vas a tener que embrutecer el espíritu. Pero no es un precio tan alto como podría parecer. Al contrario. Evita las culpas peregrinas que han entorpecido a la humanidad. Actuar precisa ciertas morales ex profesas, ciertas licencias. La puerta se cerró sin el estruendo que le había imaginado. Tal vez así se rubrican ciertos destinos.

 

© Marcelo Wio

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