El uso del instante

La muerte acababa de comenzar en cuanto abrió la puerta del estudio. Y eso que aún no se había terminado de ejecutar la acción decisiva, el remate que habría de desencadenar (o acelerar, si se quiere) el proceso– quien habría de dar desenlace no se encontraba en su lugar, sino bajo el escritorio. Casi como si la muerte estuviese ansiosa por consumar la formalidad. De cualquier manera, la muerte en sí es el drama final, esa tragedia que, por repetida, no es menos novedosa (no es tenida, en cualquiera de sus formas, por menos inesperada) para quien la padece y quienes la presencian. El inicio al que se hace referencia, si bien pertenece a dicho trance, lo antecede, a veces, hasta en años. Algunos lo han llamado destino, sino, suerte y otras reducciones tan simples y abstractas como inexactas. A lo sumo, habría de hablarse de destinos, puesto que en las muertes como en la que aquí se refiere, precisa de varias circunstancias.

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Las sombras, extendidas sobre el parqué gastado, largas como traiciones de marzo, se valían de la luz sucia que entraba por el descuidado ventanal del salón y de la geometría de los muebles pedantes para definir el filo de sus contornos.

Podría sentirse uno inclinado a percibir en esta disposición de claroscuros una premonición; mas, esas sombras han precedido, exactas, vacías de sentido, en varias generaciones al suceso que ya está es, como todo evento que aguarda a los hombres, inexorable: están los hombres dispuestos en el tiempo de la misma manera en que los escombros sobre un río crecido. El símil, como todo paralelismo, se agota aún antes de que se agote el eco de su pronunciación: los sucesos que transporta el tiempo no dependen de albures ni desórdenes correntosos; antes bien, se dirigen mansamente al instante preciso en que se encuentran con sus sujetos. Pero por esa altanería tan propia de la ignorancia y la negación, los hombres han decidido creer que son dueños de sus actos sólo por esa breve conciencia que de ellos tienen – o creen tener – inmediatamente antes de que crean provocarlos: se convencen de que esa dudosa ofrenda de la mente y el tiempo equivale a la facultad de decidir, en definitiva, la propia conducta.

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Si Pelayo, como cualquiera, se hubiera permitido indagar, aunque sólo fuese mínimamente en sus debilidades, podría haber llegado fácilmente al reborde del conocimiento – instancia más que suficiente – de este estado de cosas, y podría haberse sentido menos culpable. Aunque, cierto es que, en su caso, la culpa no era un dispositivo que funcionara como es debido. El arrepentimiento que, se espera, la muerte – o sus notorias inmediaciones – conlleva, podría haberle servido acaso como estrategia legal. Pero no sabía permitirse esa introspección. Mas, tenía una ventaja mayor que ese aprendizaje dudoso: sabía que en la vida gana el que domina el uso del instante. Sabía, sin saberlo, que saca ventaja quien intuye – porque llegar a ese conocimiento está fuera de las posibilidades humanas – cuándo un evento dado va a encontrar al sujeto, o a los sujetos, para el o los que está destinado. De alguna manera, Pelayo, de tanto en tanto, sabe (verbo excesivo) leer el flujo del tiempo, o, antes bien, lo puede sentir, sin dominar qué es lo que presagia, lo que predice: como un reflejo animal que le permite sospechar, vislumbrar una ventaja – porque en su caso, todo está motivado por sus deseos políticos. Y a esta suerte de innato instinto, lo designa, tal como si hubiera en ellos una ciencia, una obediencia a sus acciones, como cálculos. Cálculos políticos, como si en esa suerte, sumada a sus maquinaciones infames existiera un fin más elevado que el privilegio propio.

Su caso, como otros similares, son material de gran valor para el estudio neurológico y psicológico; para conocer en qué se diferencian sus procesos mentales del resto de la humanidad para llegar a presentir, de tanto en tanto, un suceso acercándose a su destino y, además, para entrever el valor de ese suceso respecto de su propia circunstancia – en la mayoría de los casos conocidos, para obtener prerrogativa política, económica o, ambas: realmente, siempre este el caso, pues rara vez van separados estos intereses; como si uno necesitara del otro, y ambos de la obediencia de los generales y los comisarios.

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Por ello resulta extraño que Pelayo no anticipara o previera, o como guste en llamársele a ese atavismo que siempre parece mal repartido – desde un sentido moral: del mismo que, bien podría pensarse, permite que unos vean lo que ven en tanto que otros se horrorizan siquiera con la sola idea de intentarlo; algo que casi todos se inclinan a resumir apresurada y consoladoramente con el término “escrúpulos”. Se decía, que Pelayo no discernió el evento que truncaría su estadía en el tiempo: la traición – o la rectitud, según se mire, o quién lo mire, más bien – que lo aguardaba en las sombras facilitadoras (para tales desenlaces) de su despacho. Que lo esperaba, además, sin afán ni conciencia de intervenir como habría de hacerlo: drástica, fatalmente. Qué iba a saber el niño de cinco años de las debilidades coronarias que su propio abuelo desconocía. Qué iba a saber que esa broma trillada, inocente, que ese gritito que apenas si llegaba a rebotar su debilidad de decibeles en las paredes del estudio, que aquello iba a bastar para que el corazón de su abuelo Pelayo se detuviera. Menos aún podía saber el niño que si hubiese permanecido bajo el escritorio, su abuelo le habría visto los zapatitos relucientes y hubiese fingido el susto como tantas veces.

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Qué iba a saber Pelayo, y mucho menos el niño, que lo que en psicología se denomina la dialéctica familiar de lo impensado, es tan contundente – y, en su simplicidad y obviedad (siempre a posteriori, claro), indescifrable – aunque varias escuelas psicológicas pretendan lo contrario. Uno no puede ver más allá de sus propias manos, reza un dicho griego (acaso macedonio). En otros términos, no puede ver más allá de lo que cree estar urdiendo – y ni eso, mucho me temo. Quizás, después de todo, no sea más que fijación obsesiva lo que permite la manifestación en ciertos seres esa suerte de instintivo atisbo del apareamiento de unos hechos y sus sujetos. Pero unos hechos muy delimitados y, muy probablemente, unos sujetos igualmente específicos. Posiblemente sólo sea la falta de elementos sensibles, de lo que se denomina “conciencia” o “recelo moral” – incluso, “sensibilidad” (social y artística), lo que realmente actúa en ellos: no es que “vean” o “presientan”, sino que actúan como si lo hicieran y, eso sí, interviene – seguramente, de manera ínfima; aunque por ello, no menos taxativa -, en el devenir de quienes están habituados a acatar, aceptar, como dadas, las meras hechuras humanas.

 

© Marcelo Wio

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