El recurso de la confusión

El pasillo estaba vacío – lo que le dio la impresión de que todo el edificio, e incluso la ciudad, estaban desiertos. Las paredes – pintadas, en su mitad inferior, de un verde deslucido, y en su mitad superior, de un blanco amarillento y mugriento -, agrietadas, descascaradas, sucias; puro tiempo y negligencias: elementos del olvido que permanece muy a su pesar.

Miraba a través de un ventanal compuesto de ventanas rectangulares menores sostenidas por un armazón de metal cariado de óxidos, un jardín de un tierral con algún que otro manchón de césped mal cuidado: entramados de ires y venires, de desasosiegos sin sentimiento. Los plátanus sin hojas, con esos troncos de un gris inexacto, enchastrados de marrones y amarillos deslucidos. El cielo gris con una sempiterna amenaza de lluvia que no llegaba a concretarse – más allá de un par de gotas aisladas, meras advertencias prepotentes.

 

En la pared más próxima, la de su derecha, se podía leer:

 

[El Dr.] Incháustegui es un pedófilo

[La enfermera] Sarita [Temporini] la chupa gratis en el baño de la cafetería antes de terminar su turno.

 

Pensó que el que había escrito sobre Incháustegui seguramente había imaginado una cierta filia a los flatos. Las paredes, especialmente la de los lavabos, siempre han sido un lugar fecundo para lo soez, pensó. Y en este lugar, prosiguió, cualquier pared sirve, además, para las revanchas mínimas y estériles del resentimiento, del temor, de la incertidumbre.

 

Ahí está – la sacó de su ensimimamiento la Dra. Graham, que, decían, había adquirido el hábito de constatar lo evidente, probablemente como consecuencia del trato con los esquizofrénicos refractarios a los tratamientos. Algunos también decían que no sólo había adquierido ese hábito, sino el de suscribir a realidades urdidas por sus pacientes. Una calumnia sin asidero. Pero difamar, sin más objeto que el de la injuria misma, es un pasatiempo muy extendido.

Creo que sí. A no ser que me esté ocurriendo como alguno de nuestros huéspedes – respondió.

A saber si no somos los pacientes de un método macabro – la Dra. Graham. Inés, su nombre.

Aunque por macabro, no menos efectivo. Pensó pero no dijo que quien cree estar del lado de una cierta sensatez, acaso lo esté; y si no, es como si lo estuviera. Viene siendo lo mismo, desde que el mundo es mundo.

No… ¿Cómo sigues?– reencauzó la conversación a su motivo original, Inés.

¿Respecto de cuándo?

¿Cómo andas? – reformuló.

Bien. O mal, pero entregada; con lo cual no tengo el inconveniente de la esperanza. Como fuere, y vista la referencia comparativa que abunda por aquí, no me puedo quejar.

Bien… – Algo en la mirada. Como una derrota que empezaba a reconocerse; un cansancio que por fin había obrado a favor del adversario supuesto ante el cual comenzaba a claudicar. Nos vemos luego…. – miró su reloj – a las cinco menos cuarto.

 

Sí. Se giró hacia el ventanal.

 

Sintió los tacones de Inés alejarse. Al rato se volvió sobre sí. Inés apuraba su paso hacia el fondo del pasillo, los contornos mordidos por la luminosidad blanca que entraba por el ventanal opuesto – lo que daba la sensación de estar en un limbo o en una irrealidad muy real o, precisamente, en aquel lugar que era un almacén de soledades y desesperaciones.

Lugar-olvido. Rejunte de incertidumbres: quién. Quién es quién. Insegura de sí: el reflejo una probabilidad diaria. No saber ya si se fue alguien, alguna vez, o se fue siempre una urdimbre de confusiones, de indecisiones: muchas nadies. Ella, quién. ¿Quien cree ser-haber sido, o una fabricación, una errata de codificaciones y quimícas? Ella, ¿doctora? Ella, ¿paciente? Ella, ¿ambas – equivale a decir, ninguna?

La luminosidad le dolía en los ojos. Una intrusión de vacío. De vaciamiento. Abrió aún más los párpados: cegarse de formas. Los cerró inmediatamente – golpe de rojizos fluctuantes y chispas. La memoria resguarda las sombras, los perfiles, los continentes, como troqueles de desazón y tormento.

Comienza a recorrer el pasillo. Las puertas, de tanto en tanto, como esperanzas imposibles: farsas, trampas, burlas, castigos. Tortura. Porque sí. Por su bien.

 

Es un idiota que finge ser inteligente.

Para fingir una cierta inteligencia, y que esa impustura tenga una apariencia de veracidad…

… efectivamente, hay que tener un cierto grado de inteligencia…

Acaso sólo esté fingiendo la estupidez. Lo cual es peligroso.

Escrito con tinta verde sobre la parte blancuzca de la pared. Nadie firma sus atestados. “Indiferenciado, que no destaca de la generalidad”

 

Hoy.

Hablar de.

Sobre.

¿Desde quién?

A las cinco menos cuarto. Un cuarto para las cinco. Cuando a las cuatro le quede un cuarto de hora de realidad. ¿Qué mecanismo interno gira las horas y ánimos? Los de una. Los de todos.

A mí. Algún resorte. Muelle. Oscilador. Que no va. Que a medias. ¿O no? Duda de sí, dice el manual del Dr. Lambruschini, indicador de avería. En la azotea, claro. Drenajes. Rejunte de hojas de otoños incontables.

En el punto del pasillo donde las luminosidades de los ventanales se anulaban entre sí, se detuvo. Ella. Como en el punto focal de una cámara oscura. Hacia qué lado ella. Hacia cuál su imagen invertida. O, una vez más, ella.

 

 

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Acaso convenga inclinarse por lo torcido. Girado. Las hojas cayendo. Desatascando azotea. Liberando mecanismos. Tic tac preciso.

Hay quien cree que ahí, en ese punto donde los dos conos de luz miden sus filos menguados; sólo ahí. Que en ese punto, una puede ser una. Pero el punto es una huida centrípeta infinita: entrañas de nada. Intimidad sin esencia. Punto de fuga sin evasión. Digestión de silencios.

Mas, ahí, de pie. No se es. Que ya es mucho consuelo. Alivio.Tregua lacónica.

 

Soledad de silencios.
Silencios rellenos de palabras.
Sin semántica. Sin posibilidad.
Silencio de silencios. Fuga hacia adentro.
Al ombligo de la nada.
Lanzado. En carrera inútil. Al interminable yo. Yo indeterminado/no-orientable.
Conjunto abierto. De silencios.
Instante que no es.
Instancia inverificable.

 

¿Suerte de ilota con delirios de eupátrida? ¿Eupátrida con una depre que te la garanto, y unos complejos que te los regalo? Un poco de todo. Todo un poco lo mismo. O, si a una lo apuran, acaso mejor lo primero.

Continuó caminando. Trazando líneas para violarlas. Destinos posibles que nunca. Llegó al final del pasillo – aunque había intentado emular la derrota infinitesimal de Aquiles sin tortuga. Pero llega. Todo. Así son las cosas.

Ahora, hablar con Inés. Repasar los casos de los pacientes. Repetir la rutina de desalientos e impotencias. Y preguntarse con las miradas cansadas de interrogantes e incapacidad. Ambas ante sí, en definitiva. Para no estar a la altura de esa refracción mejor. Siempre mejor. Una sin una.

Inés sentada. La mesa ocupada por pilas de informes e historias clínicas. La burocracia del empeño infructuoso.

 

Tres ingresos. Hoy.– Inés.

Uno de esos, yo.

Otro, yo.

Abre el informe del tercero, pues.

 

Todo parecía seguir estando vacío. Como si ellas dos hubiesen quedado atrapadas en el territorio inexacto de una alucinación. Acaso una la visión de la otra:Teatro mágico: ninguna existe y existen las dos. Composición atomizada: Inés, Agnes, Agnese, Agneta, Anežka; Santa Inés vírgen mártir, de Asís y de Bohemia, Inés de Castro, Sor Juana Inés. Ausencias presentes.

Todo parecía seguir estando vacío. Incluso el consultorio de Inés, tan lleno de diagnósticos y evaluaciones y voces sin parlamento. Tan habitado de presencias ausentes. Y tan vacío.

La luz que entraba por la ventana alta y flaca, atemperada por las horas sucedidas, aún podía lastimar las miradas. El cielo aún porfiaba promesas incumplidas: desapacible monotonía de un blanco mediocre y gastado.

Abrieron la ficha. Inés Graham, en el encabezado de la primera hoja. Y una foto. O un reflejo. O una impresión. Apoyó (Inés, o ella) el legajo, abierto, sobre la mesa, sobre el territorio de luz que entraba por la ventan. Inés Graham. Las letras perdieron su contorno en campo resplandeciente. El nombre no nombraba. Todo parecía serguir estando vacío. Sin nombres. Sólo ella y ella. Inés y ella. Acaso, Inés e Inés.

 

© Marcelo Wio

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