El fútbol-temor

“Perder es ganar un poco”, Francisco “Pacho” Maturana

 

 

El fútbol, hoy en día, más allá de reputadas y vistosas excepciones, se ha postrado ante el temor a la derrota – tan ominosamente presentada por los medios, y sus comentaristas de lo evidente y lo inmediato. Este miedo le suma, al equipo, un rival: sus propios demonios.

Hay que ganar o ganar. Exigencia ridícula, si las hay; como si la vida – de la cual el deporte es parte -, admitiera un único desenlace posible. Ganar o ganar implica jugar contra nadie, puesto que no puede exisitir la posibilidad de la derrota (¿será por eso que tantos cánticos de hinchadas argentinas, por ejemplo, hablan de “jugar contra nadie”?). Ganar o ganar, aunque, parafraseando al gran periodista Ulises Barrera, nadie sepa qué se gana cuando se gana – ¿más dinero? Y eso, ¿qué es para el hincha? – ni se sepa, en definitiva, qué se pierde cuando se pierde.

De esta manera, ganar, en este esquema existencial tan mezquino, es más un medio que un fin, que un premio – y es, a su vez, la manera misma de desatender las formas, la táctica, el lirismo. El fútbol termina, así, por devenir el gran olvidado a la fiesta de los domingos.

En este sentido, el caso de la selección argentina es, quizás, paradigmático: entregada al pavor y a las fórmulas que este impone – junto a los consiguientes rasgos futbolísticos que termina por engendrar -, parece haber prescinidido de su estilo, ya cada vez más lejano, obedienciendo a las circunstancias que son, en definitiva, las desesperaciones mismas. Apenas salvada por talentos, por nombres – acaso, sin tanto nombre salvador, disimulador de lo catastrófico, se hubiese evidenciando mucho antes y más cabalmente lo que hay; promoviendo una reforma o una vuelta a la forma – aún cree en que tal vez… Una selección que, como el país, juega sus partidos mirando el reloj, restringiendo sus opciones y posibilidades, difiriendo todo aquello que se pueda diferir, sin plan, sin proyecto, sólo respondiendo a una fuerza aplicada hace tanto tiempo que ya comienza a difuminarse su sentido: sólo se “sabe” que hay seguir hacia delante – donde quiera que eso quede.

Y es precisamente ese miedo a perder el que termina por contagiarlo todo, traduciéndose, en definitiva, en un miedo a ganar (ganar implica forzosamente adentrarse en el riesgo de la derrota). Un miedo, sobre todo, a jugar.

Mas, la victoria conseguida a través de la angustia y el pavor (causas del “todo vale”: pelotazo a ninguna parte, deslealtad para con sus rivales y el público, etc.) acaso sólo sea la postergación de algo que, a la larga – y también más en el corto plazo -, es inevitable: encontrarse con uno mismo, con el reflejo de aquello en lo que uno se ha convertido. Era éste, precisamente, el sabor de las victorias deslucidas del Real Madrid de Mourinho, por ejemplo: uno tenía la sensación de que le estaban ofreciendo un producto distinto del que había pedido. Eso no era liebre. Ni tampoco gato.

 

Las formas

Si bien no hablaba de fútbol, la sentencia del filósofo español Fernando Savater, en su libro Invitación a la ética, encaja como un guante (si usted gusta, de portero) en esta crítica: “… la victoria ha de obtenerse por medios compatibles con lo que uno es: no es verdadero triunfo aquel conseguido merced a lo que nos desmiente. … Ganar así sería perder, mi derrota vendría de los medios que uso para derrotar a mi [rival]. La virtud es la manera de vencer compatible conmigo mismo, la acción más eficaz y juntamente la que mejor responde a lo que yo intrínsecamente quiero y soy”. Pero claro, la selección ya no sabe lo que fue, lo que es, ni lo que quiere ser.

Y a ello contribuyen grandemente los medios, que promocionan esta desvalorización de la virtud que desemboca en derrotas que son más profundas que las que puede reflejar un marcador – por aquello de que el fútbol es, ni más ni menos, que un elemento que coadyuva a conformar identidad. Lo hacen – los medios – a través de la repetición de discursos triunfalistas que exaltan lo mediocre, que ni llegan a raspar la superficie de la realidad; despreciando valores, igualando a todos en la derrota que denostan (pero también en la victoria: no importan los medios, el trabajo; el espectáculo brindado – porque de esto se trata). A esto, Savater decía que “hay que reivindicar una forma de ver que no juzgue los logros o desastres de manera puramente exterior a la acción misma, por la realización o pérdida convencional de sus objetivos”. Pero ello, claro está, exige un esfuerzo, una labor concienzuda, una profundidad que casi choca con el protagonista que muchos periodistas pretenden ser.

Y mientras tanto, el fútbol cada vez se parece menos a sí mismo: juego extraño y mezquino, de atletas, no de estetas. Cada vez menos juego, menos lúdico; cada vez más con la seria solemnidad de lo trascental que no trasciende, tan regocijado en su formalidad sin fines. Cada vez más necesitado de lo externo, de su magnificación para sobrevivir: horas y horas dedicadas a su exaltación mediática, a subrayar su relevante actualidad, a agrandar individualidades proponiéndolas como modelos ya no de valores, sino de sí mismas: de éxito, de fama.

Cuando lo suyo sería, tal como se señalaba – a propósito del Fútbol Club Barcelona – en la revista El Gráfico (24/05/2012), proponer “una construcción en el tiempo, un reflejo de talentos anteriores, una herencia asumida con ese brillo tan propio de los que siempre eligen tutear a la pelota”. Es decir, proponer el juego.

De hecho, el filósofo venezolano Mauricio Navia A. (Filosofía, estética y fútbol) decía que la “esencia misma del fútbol, sólo se realiza cuando se juega y se juega jugando fútbol como el niño y el artista de Heráclito y Nietzche: se debe jugar con libertad lúdica, apasionada y trágica y con un impulso artístico que obligaría a disolver al jugador en la totalidad del equipo y del juego. Se reconoce así, una definición del fútbol como un ‘estado de ánimo’; cuyo carácter se esgrime como: pasión, la garra, el compromiso, la camiseta, el corazón y el alma del futbolista”.

Algo muy similar promovía Johan Cruyff en un decálogo imperdible (Me gusta el fútbol), además de resaltar el papel social del fútbolista y su responsabilidad concomitante:

“Disfrutar del fútbol para el público y también para los jugadores. El fútbol es espectáculo, si no, no es fútbol.

La técnica y su perfeccionamiento deberán convertirse en la preocupación del jugador

Siempre debemos estar dispuestos a aprender cosas nuevas de otros.

La ilusión es básica en general pero sobre todo en el fútbol.

El respeto por los compañeros, por el público, por el árbitro, etcétera, es básico en el deporte y en la vida.

Debemos ser buenos compañeros y aceptar que los demás cometerán errores y que tendremos que ayudarles del mismo modo que ellos también lo harán cuando los cometamos nosotros.

En el fútbol y en la vida resulta indispensable saber trabajar en equipo, comprender que un jugador sólo no puede ganar un partido.

La entrega al cien por cien es absolutamente necesaria en el fútbol.

El futbolista tiene una gran responsabilidad social. Es un modelo para mucha gente y representa unos colores y una afición.

El fútbol es una buena escuela para la formación personal y ayuda a madurar como persona”.

 

Qué lindo sería que el fútbol volviese a ser, como decía Eduardo Galeano, “la cosa más importante de las cosas que no tienen importancia”; y no esta cosa que es ahora y que no se sabe bien qué es, y que algunos cada vez más andan con pretensiones de emparentarlo con la política o las ideologías o alguna instancia similar.

Por suerte, el balón sigue siendo redondo…

 

© Marcelo Wio

 

Originalmente publicado en Ni más ni menos

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