El camino más inverosímil

“Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos”, Antoine de Saint-Exupéry, El principito

 

Es eso redondo. Una nada de voz, deshilachada por la resignación ya madura.

Es eso redondo, desde el borde del campo de juego. Eso que siempre tienen los otros, que rueda, y miró hacia el banco de suplentes y sintió una lástima de sí mismo, que ya era un reflejo, una costumbre; también sintió lástima de aquellos muchachos: entre todos, pensó, no suman uno de los rivales (éstos u otros, lo mismo da).

Alberto, el lateral derecho, tiraba diagonales para desmarcarse…, en el área propia. Guzmán, el 7, desbordaba en pleno ataque rival y se plantaba en el borde del área, ante la mirada atónita del portero contrario, presto a recibir de espaldas, girar y clavar un zurdazo bajo, pegado al poste, que ni reescribiendo las leyes que gobiernan el tiempo, el espacio, lo posible y lo imposible.

Eso sí, se movían con una elegancia inusitada… Una finura que parecía aprendida en salas de baile… Y ahí se detuvo en seco el devenir mental de Braulio Amalfitani, el técnico del equipo. ¿Y si los visto como mujeres y los presento como equipo de gimnasia artística? Acaso así tenga mayores probabilidades de obtener un triunfo en mi carrera.

Amalfitani había llegado allí, a ese pueblo, contratado por el alcalde; un tal Andrade, que, como quien dice, recién llegado de la ciudad, nostálgico de sus tardes de domingo de fútbol, había fundado el Deportivo Gimnástica. El nombre era en homenaje a la antiquísima tradición de gimnastas artísticas del pueblo. Ninguna de las cuales había ganado campeonato alguno. Pero, ya se sabe como son las tradiciones, lo difícil que es abandonarlas, lo fácil que es continuarlas. Así que Andrade fundó el club. Pero, claro, entre los hombres del pueblo no había costumbre de balompié; ni siquiera de mirarlo. Lo único que habían visto durante generaciones, era a hermanas, novias, primas y amigas, en las eternas muestras y campeonatos de gimnasia (en alguno de cuyos ejercicios se utilizaba el balón como elemento acompañante: lo más cerca de una pelota a lo que estuvieron expuestos).

Pero Amalfitani no conocía este pasado, cuando cavilaba lo que cavilaba. Sólo quería arañarle un triunfo a un destino que se le iba presentando cada vez más inflexible, inexorable; y corto. Comenzó, entonces, a observar el partido con otra atención, novedosa – e inexperta; aunque voluntariosa y obcecada: con ojos gimnásticos, evaluando gracias (su madre había sido maestra de bailes de salón, y más de una tarde lluviosa había pasado mirando sin mirar las estéticas de aquellos movimientos) y predisposiciones para el garbo. También columbraba las facilidades (y hasta las aptitudes genéticas) que presentaban aquellos muchachos para trasvestismo. El 7 sin duda, se dijo. El 3 también. El 5 era una damisela grácil en toda regla: había que verlo dirigir al equipo (sin balón, claro está); le recordaba a un Redondo o a un Zidane; eso sí, escuálido y femenino (aunque no necesariamente de mayor belleza). Hizo un cambio: el 9 – Yáñez, un tipo de rasgos equinos; aunque con un carácter tan amable, que veces la gente lo tomaba por idiota (algo que, por amabilidad, no desmentía) – por el 14 (un muchacho que, estaba seguro, tenía algún rastro cromosómico de gineceo bastante conspicuo: pero si es que parecía más mujer que muchas de las mujeres con las que Amalfitani había tenido trato – quien, en más de una ocasión, y ante las chanzas de los amigos, tuvo que salir a aseverar que eran féminas hechas y derechas en su feminidad, de nacimiento; no de impostura). Realizó otros dos cambios (a saber si el árbitro y el entrenador local se enteraron de que hacía más cambios de los reglamentario; o si ni siquiera les importó): desarmó la defensa para poner a otros dos delanteros. El público no entendía nada (jugaban de visitante; de local, su público nunca entendía nada, la gente iba por ir, porque no había otra cosa que hacer); no sabía si tomarlo como una chanza, una burla, una extraña venganza – a fin de cuentas, las hay muy variadas; las hay cuyos objetivos se conocen o reconocen tiempo después de haber sido ejecutadas y, sobre todo, padecidas. El equipo rival no salía de su asombro: aquella… coreografía sin tino, absurda. El 5 de ellos, un tipo con alguna que otra inquietud cultural, le dijo al 10, también afecto a expresiones artísticas (juzgadas por el resto de sus compañeros como mariconerías lisas y llanas; amén de una forma de lo más estúpida de perder el tiempo): parece que los dirigiera un Baryshnikov beckettiano. El 9, que andaba cerca, acotó: los dirige un gilipolla; y aunque los entrenara el mismísimo Luis Carniglia, a estos imbéciles no se les podría sacar nada bueno. Salidos de un ballet de potrancas, parecen, se sumó el 11 (que secretamente idolatraba a Alicia Markova, a quien nunca había visto bailar, pero de la que había visto fotos en alguna que otra revista, pegando unos saltos de la gran siete).

Mientras tanto, Amalfitani ya tenía casi delineado el equipo de gimnasia artística. Ya tenía en mente, incluso, el ejercicio que los llevaría, sin duda, a los Juegos de la XVI Olimpíada: un trabajo de suelo representando un partido de fútbol; con música de Paco de Lucía, pero algo más acelerada, exagerada en sus ritmos; que para removerle las entrañas de las emociones al público – se decía, cada vez más embalado, más creyente -; y, claro, uno de esos balones plásticos o del material que fueren (los conocía por fotos, únicamente). Sí…

***

Amalfitani habló con Andrade. No fue difícil convencerlo. El alcalde no era ningún tonto, y vió allí una posibilidad de proyectarse hacia la política nacional – amén de dejar de castigar al deporte que amaba con tanta pasión. Así, pues, en poco ya estuvo todo dispuesto. Con la ayuda de Estela Mariani, profesora de danza clásica y gimnasia artística, se pusieron trabajar. La verdad es que a los muchachos no se les daba nada mal eso de las elasticidades y las delicadezas. Otra que también colabró, fue Amalia Libertinni, que se dedicaba a la peluquería, la costura y la estética en general: ella fue la encargada de ir modificando facciones (con la ayuda de Osvaldo Gámez, el veterinario, que le imponía la permanencia de costuras a los estiramientos que efectuaba Amalia).

Para el primer campeonato, en la serie de los que habrían de conducirlos al nacional – y de allí, a la Olimpíada en Australia -, todo estaba ensayado y bien pulido. Los muchachos eran auténticas muchachas (el 14, que se llamaba Rodolfo, incluso una joven extremadamente atractiva que generó más de alguna duda sensual en más de un padre de familia y misa de doce); el ejercicio era, objetivamente hablando, un alarde que sobrepasaba lo meramente ginmástico. Ni el propio Amalfitani había creído posible tal excelencia. Debían viajar a Puerto Llano, a doscientos kilómetros, para el tal evento. Los llevó el lechero en su camioneta. Los otros tres automóviles que había en el pueblo, detrás, repletos de gente para apoyarlos.

Les tocó el último turno. Viendo lo que se veía, Amalfitani y Mariani se frotaban las manos: no había manera de no ganar aquél campeonato. Las chicas – perdón, los muchachos…; pero es que eran verdaderas mujeres – estaban afinadísimos, parecían trabajar como un organismo perfecto. Cuando llegó el turno de entrar, los muchachos se pusieron en círculo, se abrazaro, y dijeron “con dos cojones, joder”, más que nada, para no permitir que tanto maquillaje y apaños femeninos les hurtaran sus esencias de varón (tan soterradas últimamente – aquellos que tenían novia andaban a dos velas: a ellas les causaba impresión, “que a la final es como ser una de esas, de las del lesbianismo de París”, había dicho una). No tan fuerte, coño, que os van a oír, los reprendió con un guiño orgulloso Amalfitani.

Nunca se sintieron tan futbolistas como en aquel momento, sobre aquel terrtorio de doce metros por doce metros. Nunca se sintió tan pletórico, Amalfitani, como en esos instantes en que hubo más fútbol que en toda su carrera: daba gusto, el “partido…”, el ejercicio. El público, además, parecía contagiado de lo que veía; de la música, que era como un latido de lo más primitivo.

Fue mediando el ejercicio cuando se comenzaron a percibir las primeras escaramuzas entre el público: insultos, algún escupitajo aislado. Empujuados por aquella representación, habían ido tomando partido, sin saberlo, por uno u otro “bando”, de los que se “disputaban” el balón allí, en esa mezquina porción de suelo. Antes de que terminara su presentación, aquello ya era una batalla campal: en las gradas, las “hinchadas” cargaban una contra otra en feroces enfrentamientos a puñetazos, con palos, cinturones. La policía hizo un primer amago de represión, pero eran pocos (era un campeonato de gimnasia, por el amor de Dios) y uno de los cabos recibió dos sopapos bien dados, con lo que replegaron posiciones – cada uno hasta su domicilio.

Los muchachos (las “chicas”), se reunieron con Amalfitani al costado de la pista. Amalfitani lagrimieaba unos hilitos sin prestigio. No me sea maricón – le dijo Rodolfo, sin disimular un vozarrón que canceló tajantemente toda feminidad -, que no es nada, son unas cuantas hostias; la gente necesita esos desahogos. Amalfitani negó con la cabeza y dijo: No es eso, joder; es que ahora tenemos la base para el equipo de fútbol para la temporada que viene… Le daba tiempo suficiente para la Copa del Mundo que se jugaría en Suecia…

 

© Marcelo Wio

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