Desmemoria

Se acercó como si no acercara, sino como si fuera a pasar parsimoniosamente de largo. Y de pronto – sin brusquedad -, se detuvo como si la gravedad hubiese crecido al punto de hacer imposible cualquier movimiento, o como si de improviso hubiera olvidado cómo andar. Pero aún antes de llegar con su existencia material a su altura, su perfume lo alcanzó a la manera de esos mensajeros que antaño se enviaban para adelantar la llegada de un noble o lo que fuera. Creyó reconocer ese aroma sutil; pero, tan extendido el uso (y, sobre todo, el abuso) de fragancias que, además, se repetían inmisericordemente, que ello no implicaba identificar a nadie en particular

“¡Marcos! ¿Cómo estás? Qué alegría verte”, y no era mera teatralidad; había ese sorprendido contento en su expresión y en su voz. Pero él no la ubicaba. Un rostro agradable – incluso, podía decirse, atractivo, o seductor, o algo por el estilo; algo sin excesos.

“Hola”, correspondió él, intentado dotar al vocablo breve de alguna emoción que se adecuara a la de la mujer y que, a su vez, enmascarara el desconocimiento absoluto.

“No sabía que había vuelto a Madrid. ¿O estás de paso?”.

“No, no, he regresado. Ya llevo aquí unos meses”.

“¿Cómo no me avisaste?”

“Ya sabes, estoy en ese proceso transitorio, algo liminar, de instalarse en un lugar que, no por conocido, es novedoso”, respondió Marcos, a la vez que pensaba cómo podría avisarle a alguien a quien no conocía, o que había dejado de conocer, de nada en absoluto.

“Con más razón, Marcos, con más razón; para eso estamos los íntimos…”.

“Ya… Uno, que no quiere andar incordiando rutinas con apariciones desde el pasado”, se disculpó. Cómo podía una intimidad devenir una extraña completamente irreconocible, caviló. La mención del pasado fue una concesión – a ella y a él mismo: evidentemente una instancia pretérita los había vinculado y, si uno hacía caso de lo que la mujer dejaba translucir con su alborozada sorpresa y su reproche familiar, esa relación había sido de una cierta hondura, ¿Quién es esta mujer?, se preguntó. No podía tratarse de una confusión; demasiados elementos sugerían un reconocimiento cabal, como tratarse de una coincidencia extraordinaria: nombre, evidentemente fisonomía, y circunstancia (el retorno a Madrid luego de un tiempo X razonablemente prolongado como para ser mencionado como hecho sobresaliente).

“¿Dónde estás viviendo?”, lo arrancó ella de sus barruntamientos.

“En el piso de Príncipe de Vergara”, respondió él, dando a esa altura por sentado que ella sabría de qué piso se trataba.

“Pensé que lo habías vendido… Porque pensé que te habías marchado definitivamente”.

“Yo también; pero no por ello lo iba a vender”.

“¿Apego emocional?”

“No sé. No creo. Me gusta. El cariño es… arquitectónico si quieres… No sé, no tenía necesidad de vender”.

“¿Lo alquilaste?”, en el tono había una hilacha pesar, de ofensa.

“No. Ni podía imaginarme la idea de que un extraño lo habitara”. Unos músculos leves se relajaron en su rostro, deshaciendo un gesto apenas advertible.

“¿Tú sigues viviendo en el mismo lugar?”, Marcos pensó que era hora de averiguar quién era esa mujer.

“No, me mudé hace años. Me compré un piso por la Guindalera; tú sabes cómo me gusta esa zona”.

Definitivamente no era buena preguntar nada, se dijo él; porque en breve tendría que decir algo más que una generalidad que no desvelara una ignorancia que, estaba claro, sería ofensiva.

“Linda zona, sí”, dijo y no pudo evitar que su mirada viajara – cobarde – hacia el reloj ubicado tras la barra del café.

“¿Esperas a alguien?”

“No, pero estoy haciendo tiempo. Tengo una cita en el médico. Rutina”.

“¿Con el Dr. San Sebastián?”

“Sí. ¿Cómo recuerdas?”, otra vez una pregunta. La última. Esta, además, quizás extraería una explicación más reveladora.

“¿Cómo no recordarlo, Marcos? Además, su consulta está en el edificio de enfrente”.

No entregaba nada que no fuera la mínima información necesaria para constituir una contestación razonable al interrogante postulado, lamentó Marcos. ¿No será un engaño esto?; alguna clase de intento de estafa o algo por el estilo, reflexionó con una mezcla de alarma, angustia y un principio de exasperación.

“Bueno, me voy a tener que ir, es la hora”, mintió Marcos.

“Tenemos que encontrarnos. Ponernos al día…”.

“Sí, claro…”.

“¿Te has vuelto a casar…? Perdón, no es de mi incumbencia”.

“¿Tú?”, si ella contestaba con interrogantes evasivos, por qué no hacer lo mismo. No dar más información de la que he dado – se dijo -, y sacar, para variar, algo, aunque no aclare nada.

“Estuve en pareja durante un tiempo, pero no funcionó”.

“Ya…”, se puso de pie sin descortesía, casi como quien en realidad se está poniendo más cómo en la silla.

“¿Tú…?”, intentó nuevamente ella.

¿Qué le estaba entregando – en términos de información, de una ventaja para vaya a saber qué trampas – si le decía la verdad? Nada. Bastaba decirlo como una de esas circunstancias que se aplican a tantos.

“Volví por una mujer. O por el recuerdo de una mujer. Algo así”.

“¿Y cómo ha resultado ese reencuentro?”.

“Aún no se ha concretado”.

“¿La conozco? ¿Era una amiga mutua?”

Siempre intentado conducirme a una precisión, se dijo Marcos.

“No lo sé”, dijo, intentado imitar el tono de quien ya ha tenido esta o una charla similar con alguien muy conocido.

“Tienes, razón, no sé por qué pregunto. Disculpa. Quizás es que últimamente he pensado en ti. No es que antes no lo hiciera; pero ahora la evocación era distinta, casi… ¿cómo decirlo?… Casi como un deseo… Deja, no me hagas caso, no tengo derecho a venirte con estas cosas… Me alegro de verte Marcos… De veras…”.

Marcos se puso el abrigo y, de pronto, le pareció más pesado de la habitual, como si alguien lo hubiese lastrado mientras colgaba del respaldo de su silla.

“¿Piensas en mí… alguna vez…, o pensaste…?”

Quién es. O qué quiere. Marcos elaboraba los interrogantes como pedruscos súbitos que erraban irremediablemente el blanco.

“Yo me encuentro pensando muy a menudo cómo sería todo si siguiéramos casados… No sé por qué. Acaso sea una de esas etapas en las que una tira de pasado y de supuestos para esquivarle el bulto a algo más inmediato…”.

“Lo hacemos todos…”, apenas vocalizó, casi más como una exhalación que como un parlamento. No podía ser Lucrecia… Nadie cambia tanto… Yo no volví por esta mujer, por esta impostura, se dijo con la ansiedad subiéndole desde el pecho a las sienes y a los tímpanos. Quién es esta impostora…. ¿La envía Lucrecia? ¿Es una burla o una estrategia para alejarlo?

“¿Pensar en… ?”.

“En el pasado; imaginar desenlaces alternativos que hicieran del presente desde el que se los fantasea una realidad espuria”, no la dejó terminar.

“Sí, claro… Tienes razón, Marcos…”.

Marcos comenzó a andar hacia la puerta, la mujer junto a él.

“¿Te gustaría que nos encontráramos alguna vez a conversar?”, aventuró ella, ya en la vereda.

“Por supuesto”, convino él, dando un paso en dirección opuesta.

“Vale. Llámame”, y sacó una pequeña libretita negra del bolso, hurgó un poco más y extrajo un bolígrafo. Escribió rápidamente y le entregó el papel.

“No tengo bolígrafo. Ponle tu nombre que, si no, luego no recuerdo de quién es y no llamo; ya sabes como soy”, dijo Marcos, sintiendo un orgullo hueco.

“¿Sigues tan olvidadizo?”, confirmó mientras le devolvía el papel.

“Cada vez peor. Entre otras cosas, eso es algo que le quiero consultar al Dr. San Sebastián”, dijo, mientras miraba el papel de reojo – como quien no necesita leer lo que ya sabe -: el número y una palabra que, de pronto, le resultó fatal. “Lucrecia”.

No podía ser ella. ¿Cómo podía haberse olvidado de una mujer con la que estuvo casado…? ¿Cuántos años habían sido?… Once, eso, once. Se despidió de esa mujer que decía ser Lucrecia prometiendo llamarla en el transcurso de esa semana o la siguiente, sin falta. Claro que también quería charlar con ella. Pero de lo que había hecho cada uno…

¿Era posible que la hubiera olvidado? Pero, entonces, el rostro que recordaba, ¿quién era? Pero no era sólo un recuerdo; abrió su abrigo y extrajo, con un algo de desesperación, su billetera. Buscó entre los pequeños bolsillos lo que buscaba: una foto de esas que uno suele hacerse para el pasaporte: Lucrecia. La verdadera, porque esta que acaba de irse, no se parecía ni remotamente. Y tampoco había transcurrido tanto tiempo entre esa instantánea y el presente. Además, a determinada edad, uno no cambia, sólo se deteriora, caviló, pero lo justo para que se reconozca el que fue (broma macabra de la biología) debajo de ese amasijo de tiempo.

 

“¿Por casualidad conoces a esta mujer??”, preguntó Marcos, inmediatamente después de los saludos de rigor, al Dr. San Sebastián.

El médico se quitó las gafas y se acomodó otro par que tenía colgando de una correa sobre su pecho, cogió la fotografía y, con una mirada y una sonrisa de picardía, una de esas complicidades que se permiten los golfos y los políticos, le dijo: “Estás de guasa, veo. No has cambiado nada, Marquitos”.

“Que no, hombre, que no la recuerdo. Estaba convencido de que era Lucrecia”.

El otro lo miró inquisitivamente, presintiendo una chanza larga. Pero algo le dijo que en aquello no había broma, sino drama.

“Es Teresa, Marcos… La esposa… la exesposa de Esteban Muñoz”.

“No me acuerdo de ellos. Me los nombras como si los conociera y, para mí es la primera vez que oigo de ellos”.

“Marcos, si es una broma, ya está bien, coño; un poco hace gracia, pero la insistencia ya toca los cojones”.

“Que no, que no es broma. Además, tampoco es para tanto, digo yo. Uno olvida a gente todos los días…”, lo dijo con una seguridad que era puro fingimiento, porque se preguntaba si las memorias no se habrían comenzado a desprender.

“A Teresa no, Marcos… Que estuviste liado con ella, hombre. ¿O por qué te crees que tienes esa fotografía allí? La billetera es un lugar reservado a los que uno quiere de veras. Ahí, junto al dinero, como una metáfora de valor”.

“¿Esto lo enseñan en la facultad de medicina?”

“Vete a tomar por culo, hombre. ¿Estás o no de guasa?”

“Que no…, ya me gustaría estarlo…”.

“¿Te acuerdas de mí?”

“Claro.”

San Sebastián lo miró con una mirada que no traslucía nada; casi como si se le hubieran apagado los ojos.

“Me olvido cosas – dijo un tanto bruscamente, Marcos -; como esto. O como de Lucrecia, mi exmujer”.

“Ya sé quién es Lucrecia, Marcos…”.

“Pues me la acabo de encontrar…”.

“Más bien, te habrá encontrado ella – interrumpió San Sebastián -; desde que se enteró de tu regreso, se ha puesto a rastrearte sin dar la impresión de hacerlo, ya sabes, aunque era muy evidente. El otro día me llamó para preguntarme si sabía algo de ti. Cometí el error de decirle que vendrías a la consulta, discúlpame”.

“Bah, no te preocupes, igual, Madrid no dejará nunca de ser una especie de pueblo grande, en algún momento nos encontraríamos. Y tampoco es que anduviera evitándola”.

“¿Y dices que no la reconociste?”

“En absoluto. De hecho, luego de verla, busqué en la billetera buscando su foto. Creí que esta era ella…”, dijo con la pequeña foto aún en la mano.

La mirada de San Sebastián se fue apagando; o, mejor dicho, fue cambiando la neutralidad anterior por algo que podía ser lástima o inquietud profesional – o ambas. “Te voy a derivar a un neurólogo… Mientras tanto, te aconsejo no andar rememorando mucho, para no intranquilizarte. A veces puede ser por el estrés, o debido a estrategias psicológicas, que uno tiene problemas para recordar, o para retener las memorias … Pueden ser muchísimas cosas”.

Se despidieron como si uno se fuera a un funeral o al destierro y el otro sintiera una culpa remota por no acompañarlo o por ser la causa de lo segundo.

Mientras descendía por las escaleras – el ascensor, viejo, le había dado una mala impresión -, rumiaba si en lugar de olvidar, no estaría peleando contra el pasado y, probablemente, también contra el presente, para suplantarlo por una versión más conveniente. “Todo puede olvidarse -, se dijo o, más bien, recitó en silencio -, la memoria es aquello que el presente precise”. Quién se lo había dicho – y repetido tantas veces -; a quién se lo había odio. ¿El curso de coaching aquel al que había ido? ¿En el encuentro aquel con el grupo krishna o lo que fuera, al que había ido siguiendo a una mujer que resultó de lo más anodina? ¿Dónde? ¿Se olvidaba, realmente? ¿O era un pillo, como seguramente seguía pensando San Sebastián? ¿Podía ser tan cínico? Sí, había algo en él que sabía que podía serlo. Sabía íntimamente que podía ejercer la desvergüenza sin esfuerzo. Está visto, pensó – no sin algo de resignación -, que no todo puede olvidarse: es decir, que los hechos no pueden alterarse. Qué pereza tener que llamar a Lucrecia, se dijo; pero no queda otra, no puedo hacerle ese feo. Y, además, si no recuerdo mal, Teresa se había marchado a Alemania… Joder, empiezo a recordar. O empiezo a dejar de olvidar francamente, con convencimiento. Con lo bien que estaba uno…

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.