De pronto

 De pronto te sientas una mañana a la mesa de la cocina – las ventanas están empañadas – a beber un café, y compruebas (o constatas), con algo que vagamente se parece al dolor de la nostalgia y del desamor, que tus manos ya no te pertenecen.

No pertenecen al que uno cree ser en ese instante. Esas manos que se apoyan sobre la mesa, que de tanto en tanto cogen la taza, tienen unas manchas marrones que no estaban allí la última vez que les prestaste atención, que las notaste más allá de toda percepción cotidiana. La piel está floja, como si fuese un guante una talla mayor; y amarillenta.

Esas manos no son tuyas. Son de una existencia ajena que se te coló en el cuerpo durante una noche descuidada. Son un anuncio. Sin malicia. Simplemente algo que llega luego de varias instancias, y antes de otras (menos que las que lo precedieron; muchas menos: por ello te suena a advertencia). 

Haces de cuenta que dejas de observarlas. Pero no puedes quitarles el ojo de encima. El que prescinde de la vista; el que mira desde más allá de la lucidez, de la circunstancia. Te sirves otro café. Bebes sorbos cortitos, desesperados. Tu mano izquierda, que es la que tienes libre – porque con la otra te has aferrado a la taza como a una tabla de salvación, como se suele decir (y te viene a la mente el cuadro de Géricault; y aunque tratas de asirte a él, te abandona) -, tamborilea sobre la mesa de madera. Para hurtar tu conciencia de las manos, recurres a la memoria, a los recuerdos. Y te das cuenta, mientras te abocas a esa labor de elusión, que no rememoras como solías hacerlo. Había un recuerdo muy grato recuerdo al recurrías habitualmente con afán de distracción, pero no logras recomponerlo del todo. Buscas otras memorias amenas (porque, para qué invocar dolores pretéritos si en el presente inmediato, en esas manos que ahora ahí quietas, parecen recriminarte algo, hay una preocupación tangible, un malestar más auténtico que cualquiera de los que has padecido o creído sufrir). Pero, mientras te encuentras en esa labor de arqueología, empiezas a notar algo: todo, de pronto, se hace lejano, imposibled e reproducir fehacientemente. Como si alguien hubiera hecho un vertiginoso zoom-out.

Entonces, inconscientemente, comienzas a comparar. Nada en particular. Con nada en particular. Es el tipo de comparación que, de hecho, no acepta parámetro alguno: es caprichosa, como la desesperación; y ubica todo (abstracto, mezclado) lo que se tiene por bueno en el inalcanzable pasado (porque al futuro ya no se le suponen contentos –bastante tiene con sostener la existencia que se empecina con proseguir). Es decir, miras trozos pretéritos que crees que te pertenecieron alguna vez, y lo haces sólo con el objetivo de desprestigiar el presente. La memoria es muy suya. Tiene algo de puñetera, de taimada: a veces, parece que fuera foránea; llegando a imponer unas memorias (siempre desoladoras) que se saben extrañas, pero que igualmente parecen fracción de biografía. En otras oportunidades, benévola, se deja manipular para que cada cual se invente un pedazo de prestigio, de valentía, de seducción, de lo que toque, que se añade a la cronología particular. Pero esto es otro asunto. O, más bien, apenas un apartado.

Entonces, te parece que las manos se sonríen. Que una le dice a la otra: Ya está, claudicó. Que la otra responde: Era hora. En algún momento, inopinadamente, habías imaginado que esas manos, que no reconocías como propias, te estrangularían. Pero fueron más sutiles –porque son tuyas (empiezas el recorrido de caer en la cuenta de ello; o, mejor dicho, de aceptarlo); de haber sido realmente extrañas, quizás habrían ejecutado la asfixia figurada -: te empujaron a la confusión de la memoria; es decir, del tiempo: revelaron tus horas disminuidas. Como si te hubiesen dado vuelta los bolsillos – y hubo un instante, lo sé, en el que creías que había algo mágico en ello, que te mostrarían un considerable remanente de duración.

Levantas la vista. El reloj marca las 7.27 de la mañana (te preguntas cómo s que nunca miras cuando marca horas como Dios manda: unas 7.25 o 7.30, por ejemplo). Y entonces, cae otra ficha: ¿Desde cuándo ando despierto a estas horas un domingo? ¿No solía dormir hasta las diez, once, o más los domingos?, te consultas – cuando en realidad, el interrogante es: ¿temo alargar demasiado esa posición horizontal a la que el descanso obliga? -. ¿Cuándo se trastornaron las cosas? Sabes que esas preguntas no tienen respuesta. No para ti, que has estado, como todos, ausente durante tales determinantes sucesos; que te has engañado atendiendo a otros menesteres, distrayéndote, fingiendo otras prioridades.

Como decía, tales inquisiciones no tienen réplica. Se trata de un conocimiento te está vedado. No sólo a ti, claro. A todos. Nadie puede saber el momento – momentos, más bien -, los eventos, que componen esa transición decisiva. Conocer tales acontecimientos conduciría a una (ínfima) victoria de los seres sobre el tiempo. El tiempo real; no el de los relojes y calendarios. El tiempo de los dioses (que, infinitos, y moradores de innúmeros universos paralelos, no tienen, ni han tenido en toda su existencia, influencia alguna sobre los humanos). Y eso, evidentemente, sería incurrir en una inútil osadía que vaya a saber qué consecuencias podría tener. Más de uno ha dicho de éstas, que podrían ser buenas, beneficiosas para la especie. Ya. Pero podrían ser muy malas; desastrosas. Esta dicotomía (de términos incognoscibles) asegura la provechosa cobardía: la decisión inconsciente de no saber, de someterse obedientemente al tiempo.

Y, aun así, nunca han faltado los díscolos, que han conjeturado la existencia de esos momentos liminares. Esos segundos definitivos a los que sigue la declinación. Como las parábolas. Ahora piensas: haber conocido ese instante en que uno está en la cúspide, en el valor máximo, que no dura más que un suspiro, y mirar hacia ambas pendientes a la vez… Quizás habría detenido el tiempo, fantaseas; aunque sea brevemente, como esas treguas que se dan los ejércitos en las contiendas, para luego encarnizarse aún más. No sigas. Porque los contrafactuales sólo sirven para despreciar lo que tienes, para engendrar desilusión, el despropósito.

Continúas mirando las manos – como si ellas tuviesen la culpa.  Así que aprovecharé para contar uno de esos mitos que nacen en esas regiones limítrofes (a propósito de ellas). Uno de ellos dice que los dioses no son más que hombres que le ganaron una batalla al tiempo. La de la caducidad (porque la eternidad requiere una lucha más difícil aún; imposible, acaso).

Sales de tu ensimismamiento y entonces escuchas a Berta que chancletea en el salón. Abre ventanas. Inicia el día, lo invita a entrar. La ves entrar en la cocina, el pelo levemente revuelto, el batín estricto. Te toca la cabeza con un gesto mecánico – mas, no por ello, menos cariñoso. Te pregunta si quieres otro café. Dices que no, que ya has bebido demasiado. Te pregunta a qué hora te pondrás a cocinar, que los chicos (los sigue llamando así, a pesar de esos cuarenta y largos que ya tienen los tres) llegarán sobre la una o así; que la mayor no viene porque tiene a la niña con fiebre. No respondes porque aún no quieres cancelar el silencio que se te ha metido (y que desnuda el tic tac que eres). Berta se sienta frente a ti. Le miras las manos. Un reflejo de las tuyas. Como dos partes de un símbolo. No se las reconoces. De hecho, no la reconoces a ella. Es como una impostura aceptada sin protestas. Con abnegación. Como ella aceptó la que representas tú. A eso de las once empezaré, dices. O te dices. Lo mismo da. Cuando uno no habla consigo mismo, está hablando con otro, y viceversa. ¿No es muy temprano?, pregunta ella. ¿Cuántas veces han tenido esta conversación? Da igual. Una más. Quiero hacer la paella lentamente, respondes.

Le coges la mano. Sin mirarla a los ojos, porque eso es más difícil. Constatar que los ojos son otros, eso es mucho más penoso. Le dices (o te dices): Berta, tuvimos una buena vida, ¿no? Ella mueve la cabeza enérgicamente de un lado a otro. No es una negativa. Simplemente es una antiquísima y probada técnica para alejar lo que uno mismo anda rumiando. Mira las cosas que dices, te dice.

Más tarde, esa noche, abrirás los ojos en medio de la oscuridad, tumbado en la cama donde ya no encuentras ni sueño ni descanso, y, oliendo el aire estancado de la habitación, quizás te permitas una lágrima. Quizás te permitas recordar uno de tus rostros que conserve una edad a la que le hayas tenido especial cariño. Pero sólo brevemente. Porque terminarás por persuadirte de que las manos que viste como por vez primera por la mañana, y las facciones que has evitado en el espejo esa noche y muchas antes, han sido siempre. Aquella cara que ya no podrás evocar cabalmente fue una ensoñación, te dirás, y la irás desterrando, junto a otras tantas que fuiste y que aparecen vinculadas a los recuerdos que aún se dejan convocar. Por fin, dormirás tenuemente, temiendo la profundidad que antes anhelabas, sostenido de la respiración de Berta.

© Marcelo Wio

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