Cuerpo y mente

 

Mi cuerpo es mi templo; mi mente es mi Dios. Lo repite. Sin cesar. Mientras corre sobre la cinta mecánica. Frente a él, Jersey City, como un amontonamiento irregular de cajas. Y el Hudson, con su promesa de frío y suciedad, pasando como si se deshiciera de todo lo bueno. El cielo, de ese gris sucio que sólo Nueva York puede perpetrar, contagiándolo todo: los reflejos, los ánimos, las fachadas. Todo menos la perseverancia de Thomas. El cuerpo; la mente. Toda esa basura que se dice a sí mismo como si fuese un mantra que terminará por crear los caminos neuronales apropiados que hagan realidad esas palabras. Su rostro, sudado, en el reflejo de los altos ventanales, devolviéndole un orgullo en el que trabajó largamente. En el que trabajaba a diario. Mi cuerpo, templo; mi mente, Dios. Suena una música detestable en el gimnasio, que se impone al volumen mesurado para escuchar el Réquiem de Mozart con los cascos puestos. Pero lo mismo da el lugar, la circunstancia, el entorno siempre se le echa encima: los olores groseros que hay por toda la ciudad, los rostros desacomplejados de tanta gente fea, desaseada; las vestimentas que parecen elementos para acentuar degradación; las voces, las palabras (pocas, vaciadas, viciadas). Todo el tiempo precisa recordar: el cuerpo, la mente. Templo. Dios. Como una impermeabilización contra tanta vulgaridad. ¿La vida fue siempre fue este amasijo de repugnancias? ¿Esta mezcla inmisericorde de mediocridades supurantes? Y la pestilencia, ¿fue alguna vez peor que esta agregación casi material que lo toca a uno, lo mancha; mientras cada mácula va dejando un sedimento? Templo. El cuerpo este que me lleva, que me contiene. Mente. Dios. Y ya comienza a padecer: el vaho del vestuario con esas destilaciones de los cuerpos largamente descuidados. Luego, a la salida, inmediatamente, el infaltable humo del cigarrillo de los desesperados, como una ofensa. Y enseguida, los restos del día, ya degradado, flotando en el ambiente. O el ambiente flotando siempre sobre ellos. La ciudad toda elevada por las emanaciones de humanidad. Cuerpo. Mente. Mira el reloj. Aún le quedan trece minutos para completar la media hora de cinta. Ya realizó todos los ejercicios físicos que se impone tres veces por semana. Templo. El resto de los días, se aboca a la lectura o a visitar el Met (no el MoMA ni el Guggenheim, esos antros donde todo chilla y grita: la pintura convertida en agraviante estridencia; mal gusto legislado como arte), o va al teatro (nada de Broadway, por favor) o a la ópera (sobre todo a esta). Dios. Cada vez puede escuchar menos música. Apenas Bach, Mozart, Rachmaninov, Mahler, Scarlatti, alguna cosilla suelta de Beethoven y algún otro. Poco más. Le entran nauseas con cualquier otra cosa. Y luego le sobrevienen profundas depresiones que vandalizan el templo, que profanan a Dios. De noche podría disimularse ese horror que es Jersey City, piensa, cambiando el foco de su reflejo a ese horror arquitectónico del otro lado del río. Y no es que crea que Nueva York lo es menos espantosa, simplemente que no tiene la perspectiva que le ofrece este ventanal para apreciar la magnitud, la línea de edificios como un código de envilecimiento que los hombres escriben sin saberlo. De noche, prosigue su idea, podría sumirse todo en una oscuridad absoluta. Pero no, todas esas luces, para que nadie escape a la persistencia del error, de la bajeza; para que nadie ponga en duda que eso es lo mejor que los hombres han creado para sí. Podrían dejar de funcionar las calefacciones y los pronósticos, para que los vientos del norte o del oeste barrieran con todo, y que durante unas horas, todo pareciera medianamente sensato, moderado, soportable. Sincero. Hasta que la ciudad despertara por completo y se volviese sobre sí. Prometeo, castigado por sí mismo, devorándose a diario. Mi cuerpo es mi templo; mi mente es mi Dios. Podría seguir corriendo. Hasta el día siguiente. Hasta el otro. Pero tiene una rutina. Estricta. Es lo único que lo mantiene a salvo de la irrupción de la inmundicia. Ejercicio, lectura, contemplación. Cuerpo. Mente. Y esas forzosas horas en la oficina, aspirando la porquería que transporta el aire acondicionado. Tolerando estoicamente las charlas lacias, aunque por fortuna sucintas, de sus compañeros. Unas pocas horas. No puede quejarse. Apenas lo necesario para alguna reunión presencial. El resto lo hace desde su piso (37; frente al Central Park): seguir las cotizaciones, leer informes varios (económicos, políticos; la mayoría, confidenciales), y realizar análisis para recomendar inversiones. Suena la alarma discreta de su reloj digital. Detiene la máquina. Coge la toalla blanca, impoluta (no admite ningún otro color en todo aquello que sirve a su aseo: quiere estar seguro de su pulcritud, al menos, a escala macroscópica). Templo. Dios. Se seca el sudor no sin cierto asco. Se sabe, faltaba más, atado a la biología, ese repulsivo vínculo común. Intenta ser discreto ante los demás en sus excentricidades. De estar en su piso, ya se habría deshecho de la ropa, y estaría secándose con desesperación. Y cuando se dice deshacerse de la ropa, se dice en sentido literal. Nunca utiliza una prenda más de una vez. Menos que menos las toallas, evidentemente. Conserva una camiseta de los Mets que le regaló su padre. Lo único que le regaló, que recuerde. La guarda al fondo de su inmenso armario vestidor, dentro de una bolsa plástica cerrada al vacío. Más de una vez, mientras camina desde el gimnasio hasta los vestuarios, se dice que ya está bien, que se instalará un gimnasio en casa, que este suplicio es innecesario. Cuerpo. Mente. Pero sabe que es preciso un desafío para fortalecer la mente. Es imperioso el contacto con aquello contra lo que se lucha para comprenderlo mejor, para combatirlo más eficazmente. Ni Dios salió de la nada. Fue necesaria una larga historia de necesidades y voluntades para crearlo. El aire pesado, húmedo, fúngico del vestuario lo envuelve como si nunca más fuese a soltarlo. Una arcada. Dos. Corre hasta los lavabos y vomita bilis escasa. Regresa con urgencia a su taquilla. En una bolsa cerrada, un bote de líquido: mezcla de zumos vegetales y frutales preparada por él mismo. Bebe el contenido de una vez. Con el sabor fuerte del kale, se dirige a la ducha y se lava, como siempre, apresuradamente. Apenas para quitarse la transpiración y las excreciones recientes; ya en su casa se bañará a conciencia. Todo ahora va signado por la urgencia. Tiene que salir rápido de allí. Se apresura para salir al encuentro del grupo obligado de fumadores. De los seres más despreciables, se dice: esa vocación de llenarse y recubrirse de olores y elementos foráneos. El olor del humo del tabaco le provoca otra andanada de náuseas. Pero esta vez no vomitará. Continúa hasta la acera donde lo espera el coche con chófer que llama cada vez que tiene que trasladarse por la ciudad. El mismo chófer. Siempre. El transporte público es algo con lo que no puede lidiar. Un taxi tampoco. La idea de tantos traseros resbalados en esos asientos; culos de tan disímiles extracciones – es decir, de tan disímiles higienes. Mi cuerpo es mi templo; mi mente es mi Dios, se repite en cuanto entra al coche. El chófer sabe que este cliente no necesita ni los convencionalismos de los saludos ni de las conversaciones frívolas. Lo agradece. A él tampoco le gustan. Como tampoco le gustan los olores que suelen traer todos los pasajeros, por muy copetudos que sean. Este no, este casi ni huele. Eso está muy bien. Con tanto hedor como hay en la ciudad, ese empecinamiento de sus gentes en aumentar el repelente patrimonio es incomprensible. Mientras conduce, piensa (una vez más) que en cuanto las inversiones donde ha puesto sus ahorros perseverantes den sus dividendos – ya ha calculado la cifra que, cree, tendrá una desviación de apenas unos ciento trece dólares con diecisiete céntimos, cifra que no interfiere con sus planes -, se comprará un piso (ya sabe cuál) en Jersey City – más barata, menos anegada de personas -, y dos coches de lujo que podrá a trabajar con chóferes, mientras reinvierte la mitad del treinta y tres por ciento restante. Entonces, ya no saldrá de su casa más que para ir a la librería a hacerse con material para la mente, y al museo – sólo al Met, el único que contiene arte -, el teatro – jamás las hipérboles chillonas de Broadway –, la ópera, y a la piscina. Por algo más podría comprar un piso que tuviera piscina comunitaria (y exigir, luego, rigurosos estándares de higiene), pero es preciso un reto para elaborar carácter. Se dice para sí, mientras atraviesa la infame Quinta avenida: Mi cuerpo es mi templo; mi mente es mi Dios. En el asiento de atrás, Thomas, como un eco, está repitiéndose lo mismo. O acaso el eco sea Jesús, en el asiento del conductor. Quién sabe, con tanto ruido, luces, coches, gente, basura. Imposible.

 

© Marcelo Wio

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