Cuando parecen encontrarse

Horizonte, dijo ella. Y señaló, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo, tan iguales a esa hora en que todo parece tan nada.

Limitación, dijo él. Representación del infinito: pura simbolización de todo lo que se aleja de nuestro intento. El horizonte es sólo esa lejanía que miente pitagorismos entre aire y agua-

Entre él y ella, que es un poco como decir entre lo real y lo ideal, una tensión que es un estiramiento de los tendones de la imaginación y el cálculo.

Dices, dice ella, pero a nadie, porque no quiere que él le venga con esas trigonometrías del ánimo. Dices miedos: a que todo sea terriblemente compatible, y que no haya explicaciones.

Entonces, detrás de ellos, una voz se alza. O unas faldas. Lo que sea: velos para germinar una palabra sin culpas – que es como decir sin significado -. Vocablo anterior al lenguaje, a la urdimbre de escalafones del decir. Verbos de las entrañas del caldo con el que, dicen, los dioses – que fueron varios, exclusivamente inaugurales, y mortales – subsistieron a que cuajara el invento. Voz de los bajos del vientre: donde el placer retiene las electricidades primitivas. Allí donde, dicen, cortó su curiosidad y su revancha ridícula el profeta de las costillas y las manzanas y los jardines de diseño versaillesco. Voz. Palabra. Que viene diciéndose corajes: ahora – y ahora y entonces se han mezclado palmariamente -.

¿Ahora qué? La voz de él.

Ahora que es nunca, la voz: siempre hay un silencio cerrando los labios. El silencio que eres tú, la voz, con el dedo del aire que la forma, señalándolo a él. Siempre los sintácticos. Los cuantificadores de todo. Los exégetas de la pelusa.

***

Alguna vez lo habían convencido: somos la absurda – y siniestra – confrontación del tiempo y la razón. Un prestigio que le disputaba una cátedra a un vejestorio afianzado al puesto. Una prepotencia que repetía lo que el vetusto y probablemente lo que una ancianidad preeminente anterior. El tiempo se impone por el simple hecho de que su insistencia es más obcecada. Como de niño diciendo “quiero, quiero, quiero”, hasta que ceden las paciencias y los métodos y las psicologías y consigue lo que quiere – o quería hasta el momento exacto en que se materializa el capricho -. Y nosotros queremos – el postulante a soberbia magisterial -. Pero sobre todo creemos, que es la forma fraudulenta del deseo: creemos que practicamos una mínima voluntad, precisamente. Y creemos – el carcamal – que conjugamos algunos verbos y acciones con la razón y en un tiempo ulterior que aún no hemos añadido a la aritmética gramatical. Y que el tiempo nos es dado – un ayudante de cátedra, que era de la opinión que es más fácil serrucharle el suelo a quien aún no se ha afirmado, y ya hacía un trabajo de zapa bajo las veleidades del prestigio nuevo -, creemos: pero somos nosotros los ofrendados al arbitrio de las horas. Y creemos – el mismo ayudante, que dio esa clase y ninguna más – que el tiempo equivale a un territorio sobre el que se pueden presentar reclamos parcelarios y esparcir ocupaciones estériles. Y que hay un sentido – un alumno con afán de encandilamientos. Y que nos es dable conocerlo – el mismo alumno, crecido. Y que la humanidad, ese grumo de desesperaciones, es una realidad que le gana, en su universalidad, al tiempo: de tal manera que compone una suerte de razonable eternidad. ¿Para quién razonable? Para la humanidad, claro. Que es como decir, para nadie. Claro. O no. Porque las voces se superponían, porque quién no quiere fascinar un poco a los iguales, y acaso a una de esas eminencias con tanto olor a pis y a ideas acartonadas – a ella siempre le venía un rostro para esa imagen: el repugnante Heidegger, con su oscurantismo que disimulaba mal lo poco para decir, su antisemitismo proselitista y su carné de nazi; a él, sin saber bien, un tío suyo que no tenía maldad ni ideas muy originales que digamos -.

***

Pensó que jamás llegaría la hora. Torpeza de quien cree que somos vamos y venimos por el tiempo como de entre casa – lo malo que los malos profesores es que suele quedar adherida su mala praxis -. El momento, evidentemente, llegó. A ver si los relojes van a andar sometiéndose a docilidades o contemplaciones. Llegó en una esquina. Una por la que nunca había pasado. Llegó subrepticiamente: lo cogió de la mano izquierda; apretón eléctrico de nódulo sinusal remontando anatomía, coronando hombro, ciñendo pecho, claudicando equilibrio, reclamando sumisión. Todos quieren pensar que jamás. Que a ellos, por algún motivo, no les llegará. Que se puede burlar la biología, el destino, el plan. Que uno puede adquirir papeles de permanencia. Pero el devenir es más ancho que los engaños y las ambiciones. Llega. El tiempo. La hora. El instante. La cancelación. La cancelación orgánica. Todo caduca menos el tiempo. El carcamal, cuando era joven. Y el carcamal cuando era un poco más viejo. Y él en el aula magna. Y otros. Y esas palabras que, paradójicamente, pretendían exorcizar la realidad a fuerza de repetirla como una obviedad: todo caduca menos el tiempo, todo caduca menos el tiempo; y de pronto, sólo caduca el tiempo, y nosotros no estamos hechos de tiempo. ¿De qué? De divinidad. De ingenierías. De casualidades. Pero no de tiempo. Y él, como su hijo y el hijo de su hijo y de éste el suyo que será padre de otro vástago que a su vez oirá las palabras que afirman lo que pretenden desmentir. Todo menos el tiempo, que es anterior a la idea misma del tiempo: Pi al cuadrado saltando con i a la soga elástica de probabilidades donde se va tendiendo el universo, a ver si se seca de una buena vez. El tiempo es esbozo de tiempo, otra voz, en otra circunstancia. El tiempo anuncia la llegada del tiempo. Que siempre llega. A hacernos saltar la soga. Salto único que rescinde memoria.

En una revista del corazón. En la sala de espera del dentista. En medio de un artículo sobre la boda de dos méritos livianos y sospechosos: “El tiempo es la imposibilidad de la memoria. Eso es, acaso, lo que cándida y angustiantemente llamamos eternidad; por no llamarlo abismo”.

Si se puede hacer una vez, se puede hacer siempre. Estaban en una playa ancha y larga y de arena marrón y cielo blancuzco y mar grisáceo y viento fresco y ensañado de areniscas. Lo dijo gritando, porque entre el mar y el viento y las benditas gaviotas, aquello era un ruidazal. Si pudimos nacer una vez…

Y ella: Pero luego desnacemos. Y lo siguiente no sería ya, nacimiento. Una aberración. Imposible llevar a cabo lo que ni siquiera se puede imaginar.

¿Lo dijo ella? Realmente, el fragor otoñal de ese paseo, impedía adjudicar palabras.

Si lo anterior ella, por mantener una coherencia dialogística, ahora él: Que no se conozca no implica ni la existencia ni la no existencia de la tal cosa supuesta.

Igualmente, suponerla, inhabilita todo progreso en ese sentido.

Eres como el espectador de una construcción que observa de manera desaprobatoria, pero que no sabe cómo se hace lo que se supone que están haciendo mal. El tipo distrae. Condiciona al error, a la catástrofe: a la imposibilidad de realizar la labor.

***

Vive empecinada en recordar memorias ajenas – o apócrifas (otra forma de lo ajeno) -, en suplantar, en definitiva, su historia.

Negarse.

¿Por qué?

¿Por qué no? Si me niego; si no soy, no estoy vinculada al mundo por sus leyes.

Y hace un plié y una fouetté que recuerda de unas clases de ballet de una compañera de colegio de la que no supo nada más desde el día de graduación. Y le duelen los dedos de los pies, porque confunde el plié con un tendús.

***

Nunca te lo conté. No sé por qué; ni por qué lo hago justo ahora. Me queda una última imagen – que probablemente sea una mistificación de algo poco relevante – , algo barroca. Algo ridícula, sinceramente. Quizás por eso no lo referí antes. Es una escena que parece dispuesta a propósito con petulante afán de evocación (no importe quién rememore: si es o no por su o sus protagonistas, tiene poca importancia). La imagen de es mi padre. Es una despedida, creo. Ya no estoy seguro si ese puente cruzaba el Moldova o el Manzanares o un riacho sin renombre ni literatura. Ni si la hora comprometía sombras y ciertas alquimias de inmovilidad. Muy probablemente ni él, ni yo. Sino dos que divisé en algún paseo – real o no -. Como sea, esa última imagen persiste como una certeza que está más relacionada con el futuro que con el pasado que uno le supone a los recuerdos porque:

i) No conocí a mi padre

ii) Existe una memoria que se anticipa – a veces tanto, que quien la evoca, no llega a vivirla -. No es lo que vulgarmente, y con ánimos de ultraje se llama profecía o adivinación; es una facultad involuntaria y, la mayor de las veces, puntual (y persistente), y que en la mayor parte de los casos, jamás llega a conocerse porque se la termina por confundir, realmente, con un elemento pretérito (y, a veces, negándola, y tomándola como una novedad presente). Se sabe, desde hace mucho, pero siempre ha aterrado a los hombres esa antelación: esa sugerencia de que no nos es ajena la capacidad de obrar nuestros destinos; de que, cuando rezamos, no nos estamos dirigiendo a divinidades ajenas a nosotros, sino a una región que presentimos más cerca de lo que queremos creer. Las fantasías y las supercherías nos alejan del pavor: el hombre teme del hombre lo que de “divino” en él atisba: la soledad del hombre sin hacedor ni salvador más que sí mismo y su mortalidad inexplicable, y que es el hilo que une al hombre con el hombre. Hay algo vergonzoso en ello: la idea de un dios que no sabe que lo es; pero que, paradójicamente, no lo es en los términos, en las competencias, que se le suponen.

***

A desvida del tiempo, ingresa sus pasos salientes del esbozo de una intención que se queda, quieta, helada por la mirada de la nada.
Tres imágenes (mi padre que no conozco; una mujer que me aguarda para rechazarme; una fogata en un campo invadido de niebla). Adheridas. A eso que se va destejiendo entre los párpados del río. Todo él transcurso de sí mismo. Atraviesa una barcaza el trayecto reincidente: su vientre aguanta la misma carga enfardada – el vientre del río y del lanchón -. Tiempo. Llevo tiempo de otros – el propio siempre está en otra parte -. Dice, y escupe junto a los restos de tabaco y los inicios de tumor. Pericles. Mucho nombre para el destino de estas tierras.

Barcaza que no es otra cosa que habitación de hotel. Con mohos resecos en el techo. Habitación desprestigiada de tanto tránsito, transcurso de ideas mismas. Allí, alguien. Sobre el borde de una decisión que desconoce. Pericles. Mucho nombre para ese colchón vencido. En su vientre, fardos de pasado paseándose por la cornisa que es cada instante.

O nadie. Nada. Ni hotel ni barcaza no contrabandos – de ánimos de comercios de tiempo – sugeridos. Nadie en ninguna parte intentando conjugase en existencia: esa región más o menos palpable en la que empecinamos propósitos.

Nada ni nadie. Para recorrer la distancia anulada por las repeticiones: ardid del hombre para cancelar el tiempo – error del hombre, que se deroga a sí mismo: siendo uno como otro, indiferente, idéntico, subordinado a la nada: el hombre desligado del hombre; de la vida. Desvida.

Ni barcaza. Ni habitación. Ni transcurso. Ni Pericles canceroso. Mecanismo atascado: conservando la ilusión de que el hombre y el tiempo son una misma cosa: representación; metáfora; o verdad inofensiva. Entonces sí. Barcaza. Habitación. Pericles imperecedero. Y el vientre de las cosas: espacio para dejar espacio.

***

¿Prefigura tu silencio una respuesta?
Esa estafa de tu pelo
sobre la almohada asegurando
tu aroma
sobre la tela sobre
mi conciencia: cómplice
de tu ausencia
Todo perdido
en el ojo que se rinde al párpado que rinde
al recuerdo, trozo de promesa inacabada

***

Acaso, dijiste, denotar definir sea abolir la posibilidad de lo múltiple, en ese acto deviene uno: los muchos (¿infinitos?) otros posibles (significados), cancelados. Así, dijiste, nombrar sería imponerle una restricción (de lo más telúrica, eso sí, aclaraste) al infinito. Sería, pues, dijiste, acotarse ante el horror a lo inabarcable, hurtándonos la posibilidad de ser, quizás, nosotros mismos, una infinitud: infinitas vidas mundos. Eternidad, no dijiste, pero sobrevolaba la desesperación que tenían tus palabras ideas sobre la cama que ocupábamos en ese hotelito de Biarritz, donde, nos habían dicho, había habido un asesinato muy publicitado a principio de siglo. Acaso, dijiste siguiendo, sea – todo eso que venías diciendo – disolver las posibilidades, creyendo, paradójicamente, que de esa forma, tendríamos más oportunidades ante el devenir. No entendí ese concepto. Tú, creo, tampoco. Ibas batallándole palabras a ese bendito asma y al sueño. Plegar y replegar, dijiste, ya más viento que ánimos, tu voz, la memoria sobre un mismo instante: pasado y presente equivocando sus partículas elementales. Y después dijiste que habías visto, una vez, un cementerio, creías que en Praga, donde las lápidas se montaban unas sobre otras, como mezclando biografías y confusiones.

***

Comparezco ante mí. Cada mañana. Más transitado. Menos yo. Más pasado.

¿O es un sueño?

Arquitectura circular de espejos. Espejo de un espejo. Reflejo de la nada presentándose ante el infinito: encrucijada de reciprocidades. Y en esa nada aumentada, todo todo el tiempo: contingencia iterante. Recursividad de todo nada: itinerario de todas las vidas resumido.

***

En el hotel, ¿recuerdas? No, no en el de Biarritz, en ese que pasamos una noche, entre una eventualidad y un destino. ¿El origen? Siempre nosotros. Sí, entonces el destino probablemente también. Pero aquella vez era Logroño. El destino, digo. El hotel ese, o albergue, o lo que fuere, entre Madrid y Logroño. En el hotel o lo que fuera, esos dos, conversando, como olvidados por el tiempo y las obligaciones sentados ante la barra del restaurante-bar-cafetería. ¿Recuerdas? Las voces como caducadas. Usted vivió temerariamente, don algo, dijo uno. No, don otra cosa, apenas he ido muriendo igual de lento y sin originalidad como cualquier hijo de vecino. No sé por qué lo recordé. Lo recuerdo a menudo. Pero esta vez, algo obligaba rememorarlo en voz alta.

Lo recuerdo. Uno de ellos, creo que don algo, dijo que la búsqueda de la felicidad implica, inevitablemente el comercio con la frustración y el desasosiego. Es decir, dijo entonces don otro, que buscar la felicidad es comparecer ante la infelicidad.

Constantemente, dijo don algo.

***

En el museo Metropolitan. Una tarde que llovía a cántaros, y que entramos para no mojarnos. Wu Zhen. Zhang Xun… Poesías breves. Trazos finos, precisos hasta lo insoportable: concisión, resumen del modelo. Arte de lo sutilmente sublime.

Del dibujo como parte de la caligrafía. O viceversa.

Ella: ¿Acaso buscaban evitar interferir con lo natural, con esos trazos abreviados? ¿Los trazos, así, apenas una constatación?

¿Es la poesía – la palabra elevada – la única que podía ampliar desarrollar (a falta de mejores verbos) esa realidad que la pintura en su brevedad respetaba?

Si el arte festeja la creación, no será, pues, la palabra exaltada (poesía) – otra creación – la forma más acabada de reconocimiento?

Él: hay una teoría – que no sé muy bien a quién adjudicarle para eludir el bochorno de que sea propia y que sea estúpida – que dice que la imagen (un paisaje, cualquiera cosa que vemos a diario; la teoría no se refiere a la pintura) nos ha sido impuesta. Y, surgida del afán de recrearla, de imitarla, de contarla, la pintura: que no son otra cosa que trazos. Algunos de estos trazos fueron sintetizando un significado en sí, denotando algo más allá de la pretendida simetría artificial de lo visto. Algunos de estos trazos, pues, fueron perpetrando la caligrafía, creación que, acaso, haya superado al motor de su invención: una imagen lo tiene muy complicado para resumir lo que habita en el universo de una única palabra…

Ella: ánimo.

Ella: nunca nadie.

Cuando salieron, chinamente enchastrados, aún llovía. Estaba la acera llena de ánimos. Pero ninguno podía reproducir la palabra. Esos ánimos eran como trozos sin identidad; los reflejos de un gesto que alguien fue; la composición de un instante o una circunstancia que alguien habitó.

***

Prefiero llegar virgen de saberes a ciertos encuentros. Virgen, igualmente (como intocado, o destocado, desquerido), a ciertos lechos. Desmantelados los corajes, los prestigios. Yo sin mí.

***

En ese pueblo. No, en ese no. Ese fue un viaje, por trabajo, ¿recuerdas? Y paramos ahí por no sé qué problema con el coche o el cansancio. No, el que digo era ese, el pueblo irlandés que te habías empecinado en conocer porque una cosa lleva a la otra y a saber qué te llevó a la enciclopedia y a poner el dedo sobre el nombre ese que tanta gracia nos hizo.

Recuerdo. Estábamos tendidos en la cama.

No, en el sofá. No era una habitación, era una suerte de pequeño bungaló.

Cierto. Tú parecías, cono esa luz blanca – nubes tan cegadoras las celtas – que entraba por el ventanal, más peludo.

Estaba igual de peludo que siempre.

Ya, pero parecías más. Al menos, retrospectivamente.

Ya.

¿Qué hay de ese pueblo?

Del pueblo, poco y nada. Recuerdo el viento. Maltratando los descuidos y las negligencias que abundaban: una puerta sin barnizar, la pintura descascarada de una pared, los sedimentos estratificados de varios otoños.

Sí… El cielo, atravesando el pueblo ondeando nubes sucias…

Acabas de decir que las nubes eran cegadoras, es decir, de un blanco…

Eran blancas para esa escena. Para esta, son sucias. Y están hinchadas de una lluvia que siempre parece para otros lugares…

Nos llovió todos los días. Si hay algo que no falta en Irlanda…

Vale. Pero esto es un recuerdo. Si quieres una foto, el álbum está en el último cajón del mueble del escritorio. Un recuerdo es una narración. Prosigo. Los hombres y las mujeres, como estatuas de sal y años, carcomidos por la arenisca que subía de esos médanos… No digas nada. Estábamos a un par de kilómetros de la playa; y aquello no eran, técnicamente, médanos, pero con el vendaval que había, no descarto que afuera no volara alguna partícula… Sigo… Ya, los hombres y las mujeres. Miran con una mirada turbia, sin objeto, el horizonte achaparrado de meseta y tiempo…

¿Tú viajas a Irlanda para tener recuerdos de la Patagonia argentina?

¿Quieres seguir escuchando mi narración, o prefieres que hablemos de silogismos y tablas de valores verdad?

Tienes razón. Disculpa. Me viene el ultralógico…

Vale, vale. Pues, dime por donde iba.

A ver… horizonte achaparrado…

Ya, ya, de arena y tiempo. ¿Cómo sigue este recuerdo? Ya está. Miran como un reflejo atávico: alguna vez una pregunta o una esperanza escudriñó allí la intuición o insinuación de una respuesta. Y así siguen, esas miradas como de cataratas, que ya no distinguen nada – a lo sumo, el leve temblor de luz glauca que es el amanecer -, repitiendo el gesto, la obcecación, sin saber (o sin querer hacerlo) que allí sólo hay una evidencia que es como cualquier otra.

***

Una tarde, en el museo de Ciencias Naturales de Madrid, de pronto, ella, sin decir nada, sin furia pero con decisión, salió repentinamente. Pequeña tromba hermosa. Él detrás. Intrigado. Gravitado.

Él: ¿Qué sucede?

Ella: De pronto, me ha parecido todo tan fraudulento. Esos fósiles: pura insistencia de perpetuación, su biografía soberbia tallada en piedras como si todo debiera persistir. ¿Por qué ellos y no nosotros?

Él: Quizás nosotros, en unas eras, mineralizados, seamos material de museo.

Ella: Uf, las posibilidades de que tú y yo terminemos en un museo, con tanto mindundi en este mundo…

Él: Y luego me dices a mí que soy el hiperrealista.

***

Ella: Como no todo lo que se ve es lo que existe.

Él: No todo lo que existe debe verse/evidenciarse/conocerse/reconocerse.

Ella: Ergo, no todo debe iluminarse. Las sombras tienen su razón de ser: no es ocultismo, no es culto al secretismo, a la ignorancia, ni negación del pasado (atención: pasado no es memoria); es respeto al orden de las cosas, al diseño de la circunstancia.

Él: El riesgo de alumbrar…

Ella: Es caer en la cuenta de que el hombre prefigura al hombre de la misma manera en que cada muerte lo hace con la siguiente. Por lo demás, porque no nos gusta confirmar, sino que nos gustar estar en lo cierto, para lo cual, las claridades generalmente no suelen ser buenas.

***

Si uno recuerda un hecho del que sabe que participó junto a, digamos, otras tres personas; pero ninguna de ellas lo recuerda, ¿sucedió dicho hecho? ¿O sencillamente esos tres no le dieron la misma importancia en su momento, con lo que fue catalogado como irrelevante y fue dispuesto para su eliminación, como si nunca hubiese acaecido? Y, acaso, más relevante aún, ¿importa que lo recuerden o no? Quien recuerda – y no me refiero a recordar si se cerró la llave del gas; de esos algoritmos del pragmatismo diario -, por algo lo hace; aunque no tenga la menor idea del por qué.

El pasado es colectivo. El suceso, puntual. Su descripción, histológica. La memoria, es particular.

Y ahí tú. En la cama. Fingiendo estar dormida. Tú, tan real, tan hoy, tan barro de constelación coagulando en el instante justo en el que justo vengo a coincidir con mi existencia, tierrita de ayeres sin memoria, puro presente observándote, embobado, resistiendo la tentación de echarme junto a ti, porque aún quiero admirarte desearte un poco más. Unos minutos de nada. Y olvidarme de todo. De la máquina de hacer las vidas que vivimos. La otra máquina, que engaña los efectos de la primera, y nos dice cómo deberíamos; y otra, que nos miente y nos exalta y otra que nos disminuye y desespera y otra y… Y este momento emotivo estorba por la sospecha de su adulteración. Y entonces hay que salir de aquí por patas o por alas, y esconderme a tu lado.

***

En el tren. Entre Madrid y Sevilla.

Somos creencia desnuda. O semidesnuda. Sábana de pretendidos. Como esos campos amarillentos de La Mancha que tanto te gustan; puro esfuerzo recién cortado; que es como decir vientre reseco, estéril, del que aún se espera una vida. Y sobre el caserío que siempre hay descuidado por allí, tiembla el aire de otro día que no es este ni ninguno que será o haya sido.

Y los rollos en el campo. Como un insulto: recoger, enrollar y dejar sobre el mismísimo abdomen de la tierra, esos trozos muertos. Y aún así, no dejan de parecer una leve intromisión del hombre en el paisaje. Un braille casual: como esos poemas chinos que vimos en el Met, que acompañan al paisaje o lo exaltan, delineados en unos trazos elementales y suficientes.

Y ella – no Ella; sino ella, una pasajera que va a mi lado – escribe. En caracteres chinos. Pero es de Taiwán, me aclaró antes, cuando le pregunté por la caligrafía. Es todo lo que ha hecho durante el viaje. No, aclararme que es de Taiwán, obviamente, sino escribir. Y mirar por la ventanilla del AVE. Mirar esos campos resecos de estío – que nunca fue tan caluroso -, yermos, páramos de sangre lavada y poesía persistente. Ella mira escribe. A veces, de izquierda a derecha. Otras, en columnas que son como delicadezas que da miedo mirar a ver si se van a venir abajo. Delicadezas que no pueden estar diciendo únicamente cotidianeidades. Pequeños dibujos figurativos. Caligrafía de tajitos entrecruzados.

Alguna vez, Ella, haciendo este mismo trayecto, me dijo que algunos escritores olvidan parte de su atrezo, restos de escenografía – de ánimos, incluso -, que terminan por confundirse con la realidad. No me extrañaría que Cervantes no haya descrito La Mancha, sino que ésta, más bien, resultara de la mezcla irreversible de lo que originalmente hubiera, con los residuos de su composición.

Reseca la tierra. Puro obstáculo entre el hombre y la supervivencia. Apenas incompetentes hierbajos. Reseca. De un casi blanco aún no inventado: no han llegado hasta este páramo todas las ondas de luz que los componen: aún andan reventando lejos.

***

¿Crearé, alguna vez, algo más que el sufrimiento que soy que me ofrezco que recreo que procreo?

Preguntas para escurrir la obligación de andar viviéndole a la vida esos territorios que son las horas.

***

A dios nunca se le ocurrió: trazos
de noche en tus ojos o
pájaros que vuelen por los rincones de la horas en
desembuchando inocencias
Tantas cosas no se le ocurrieron… como avisarnos
que no existe

***

Horizonte, dijo ella. Y señaló, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo, tan iguales a esa hora en que todo parece tan nada.

Ahora sí. Frente al Bósforo, desprendiéndome de tu recuerdo – no del todo, si finalmente te nombro para introducir una circunstancia -. Por allí tantos, y con tan variados destinos, motivos, ignorancias. Casi puedo verlos pasar. Ambiciones. Desesperaciones. Desprecios. Amores. Asombros. Un tarbush para todos, para verlos mejor. Y de las calles del lado Oriental se levanta un aroma de marginalidad que la ribera opuesta intenta duplicar bajo el disfraz de lo novedoso, extraordinario, auténtico, pintoresco. Por una calleja que parece incrustarse en el estrecho, resbalan las hojas de un periódico, crónicas iguales que caducan sin cesar. El poeta Almohonacid decía que lo único que realmente se parece a sí mismo, en su tajante mismidad, es el tiempo: “el engaño de la eternidad radica en parecerse a sí misma para no espantar a todo aquello aquejado de transitoriedad”.

Aquí, el atardecer parece estar a punto de perpetuarse en una soberbia tan innecesaria, como muestra de su existencia. Tú solías decir – tú, que es Ella, a quien digo no recordar – que estamos para confirmar un procedimiento que se utilizará – o no; cada vez te inclinabas más por esta posibilidad – en algún momento vaya a saberse con qué propósitos, porque visto lo visto, el ensayo no ha probado utilidad alguna para el devenir de lo que sea que anda deviniendo y ensayando esquemas de beneficio o lo que sea. Así, de corrido. Pero luego reías, deshaciendo cualquier significado que uno pudiera otorgarle a tus palabras y, con él, el puente que había interpretado – deseado, más bien – que me tendías. La supongo, ahora, a punto de convencerse de alguna fugacidad; siempre conspirando un final: efímeros como somos, decía – despeinándome o jugando con la cremallera de mi chaqueta o quitándome el cigarrillo -, pretendemos que nuestra realidad sea siempre la misma. Andaluza insondable, Ella. Aunque te ofrezca la desnudez más auténtica – y sublime -, sincera, desinhibida. Siempre hay un precipicio que guarda para sí: si caes, no vuelves; que es como decir que si caes, no conoces. ¿Cómo la conocí? Pero, sobre todo, ¿cómo accedió a mi oferta escasa, común, insulsa? Andaluza, permaneces, aunque diga lo contrario. Ni en el Bósforo deja, la frondosidad que eres, de arañarse terreno a mi exigua circunscripción.

Trozos somos. Con poco tino, nos vamos buscando o encontrando. Inútilmente, porque al final, ni juntando todas las partes, nos salvamos. Lo dijiste para ilustrar no sé qué decisión en una bodega en Nápoles. O por ahí cerca. No, fue en la Plaza Roja. Porque un frío muy comunista, de esos que torturan a todas las almas por igual, menos al Komintern, la KGB, el Comité Central y adyacentes. Entonces ya te hablé mucho del Bósforo, de Estambul. Aunque nunca había estado allí – aquí, en este preciso momento -. Pero que fuéramos (viniéramos). En mi insistencia, decretaste, había una tristeza que era más lisboeta que cualquier otra cosa, que se negaba pretendiéndose una necesidad, una singularidad, oriental. Venías a decir que allí – aquí – esos trozos que imaginaba, serían irrelevantes, que para fingir ideales más o menos creíbles, no hacían falta unas persianas que dejaran transitar las vistas sobre unos tejados más o menos iguales a cualquier otros, un renglón de mar, que siempre es el mismo (al agua le importa un bledo cómo la llamen en tal o cual lugar; es siempre ella), unos aromas exóticos (que estando en el lugar de su procedencia, aquella calificación fuese del todo improcedente).

Horizonte, dijo ella. Y señaló, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo, tan iguales a esa hora en que todo parece tan nada. Y cortó la traducción de un ánimo o un argumento que callaba.

Horizonte en una hora de nada… Dijo él. Como quien se agarra a lo primero que tiene a mano para solicitar una prórroga – de lo que sea, siempre vienen bien -.

La nada más absoluta, el susurro que era de ella: el todo más rotundo.

Y entre nada y el todo y el horizonte una nube como una alfombra Jayam como una cabellera rasante sobre el estrecho; un pelo, que es de Ella, que es como una inmensa vela o bandera morena que pasa rozando las olas tenues. Intenté seguirla, pero a duras penas despegué los pies del suelo, teniendo como tenía, el sentido de la realidad con sobrepeso. De su paso sólo el eco del pelo burlándose de las corrientes. Años después la volví a ver. Yo estaba mirando el transcurrir suspendido del Guadalquivir. Apareció volando. Por debajo del puente de Isabel II. Hice el esfuerzo que se sabía derrotado y aún así hace en su desilusión. Levanté vuelo. Torpe, inestable – casi me doy de bruces contra el agua, pero pude fabricar una elusión y un remonte. Pero llegando al de San Telmo, la perdí de vista y, con un descuido, me di de lleno, como uno se imprime contra la pilastra de un puente. Una barcaza me ayudó a salir del agua, las alas caladas, aún confundido por el golpazo.

La última vez que la vi desde tierra, erizaba la epidermis del Mediterráneo a la altura de Figueres, donde yo interpretaba unos ocios programados. Súbitamente, me encontré carreteando, robando porcentajes de espuma, hasta levantar vuelo. Ella se dirigía hacia el horizonte; y tras ella fui. Desde entonces, así andamos, ella guiando el transcurso levitado como las aves, que vuelan en V, tras Pynchon. Descifrando el rumor del viento ondulando turbulencias en nuestros oídos. De tanto en tanto, alguien intenta seguirnos, pero no hay caso, no se desprenden de inscripción terrenal. Hace años que somos rasantes.

Horizonte, dijo ella. Y señaló, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo, tan iguales a esa hora en que todo parece tan nada.

¿Que es como decir que todo es ficción del momento?

No respondió, mirando como estaba a esa línea que se iba apagando.

Todo lo deshace Ella. Tanto puede. Este paisaje, que pertenece a todos, pero que lo hace estrictamente suyo. Disgrega cualquier realidad, cualquiera de sus gestos, a la vez que la colocan – ¿recolocan? – en el tegumento burdo en el que incurre buena parte de la humanidad: de pronto la veo sin ansias, como si fuese un resumen de varios deseos de los que uno aceptó su inviabilidad. Todo deshecho, el atardecer termina como todos: sucumbe: perece. Las luces igualan a Estambul con cualquier otra ciudad: la noche: recordatorio de la uniformidad en que inevitablemente caemos: porque somos identidad homogénea. Tú terminas por confundirte con el remedo de tus ojos y sábanas y mentiras sinceras y adioses risueños. Y todo se hunde en el Bósforo que es como un resquicio entre un instante y el siguiente: el único instante: vacío disolviéndose: la nada inventándose leves distracciones de la nada.

***

La nada escribe en el vacío la historia que quizás sea pero que ya no podrá ser.

***

Escribe Ella. Me escribe mientras la observo. Me van apareciendo las memorias que la recuerda.

Como la mujer que tenía escarpines, chaquetillas, camisetas, pantaloncillos de hilo. Entrelazaba las formas diminutas sobre la barriga, que no abultaba. Tempranera. Previsora. Ansiedades de madre por ser. Eso decían quienes pasaban frente a la casa y la veían sentada sobre el primero de los dos escalones que separaban la puerta de la calle de tierra dura. Pero los meses pasaban y el vientre no modificaba sus topografías. Lo ha perdido. Nunca lo tuvo. Columbraban. Está loca. Consensuaban los susurros, sin rastro de malicia ni lástima, con el pragmatismo de la tristeza compartida que hay en ciertos pueblos. Pero dos días antes de que se cumpliera el noveno mes, la mujer salió con su cesta – a esa altura, repleta de ropa para persona por nacer – y se sentó como cada día. La cesta comenzó a perder un líquido que era idéntico al que termina por salir cuando ya está lista la mezcla de seminal. Un llanto de aire primero invadiendo la vida. Desde dentro de la cesta. Las mujeres se acercaron prestas. Los hombres, con esa cobardía que rezuma miedos e incomprensiones primitivas, miraban de lejos. Los niños, de pie, firmes, como silos aún vacíos. Un niño, anuncia una voz que tiene el acento de los años. Como cualquier otro que acaba de nacer. Pringado de residencia biológica. Ni una sola prenda en la cesta. Sólo niño. Rubicundo. Sano. Una vieja lo levantó, lo arropó con su chal, y abrió la marcha que se adentró en la casa. Nunca más se habló de esa forma tan herética – el cura: no queda nada por profanar, nunca hubo nada para deshonrar: nuestras herejías no pueden ser más que poses, caricaturas de irreverencia, de desobediencia – de nacer. Nadie. Salvo el que contó el cuento en el bar o en la plaza de otro pueblo.

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Duermes como una muerte que va llegando lentamente: convenciéndote. Debo hacer un esfuerzo para no despertarte, para que no te seduzca tan pronto. Pero cada vez que lo hago, me dice: pero hombre, tú que tan lógico, que tan de razones. Duermes, me tranquilizas, entonces, para descansar. Para no ver lo que ocurre a ciertas horas que no me corresponden, añades.

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Siempre buscando. Siempre. Lo extraordinario, lo que repute como increíble. Y todo para acabar perdiéndose en la vida: dolor sin tiempo del tiempo: que es lo que apenas somos.

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Siempre buscamos el lugar de los encuentros. Y siempre, irremediablemente, nos extraviamos.

Mentira. Horizonte, dijo ella. Y señaló, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo. El mismo para ambos: instante mutuo: coincidencias de tiempo y lugar; lo que computa como una convergencia de presencias.

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Por qué esculpes ese gesto

No es gesto. O no del todo

Qué es

El instante anterior a que una pregunta coagule

Para mí, acaso

Te refieres a la pregunta

Si, a qué otra cosa podría ser. Al coágulo interrogatorio

Sí. Y no. A veces uno le pregunta al otro lo que no se atreve a inquirirse en silencio en soledad directamente: la respuesta ajena suplanta el compromiso de una propia

Has compuesto grumo, pues

Tal vez. Nunca acierto con la pregunta adecuada

Cuál es ésta

La de ahora: por qué seguimos contándonos repitiéndonos esta historia sin tiempo ni argumento como si estuviéramos obligados a hacerlo
Porque hay que aprenderla

Para qué

Para vivir: hay que tener una historia para vivir: para morir hay que vivir. Vivimos porque somos muerte. Qué otra cosas esperabas. Estamos atravesados de vida: de historias: así morimos, atravesados por la circunstancia última

Para qué inventar entonces cada instante circunstancia cuando podríamos hurtarle el cuchillazo a la vida

No inventamos nada, no dije tal cosa: somos pura memoria: un hecho (plas) cae en la red de neuronas, genera una onda – como una piedra en el agua -, pero esta onda no se detiene nunca más, surca corteza cerebral sin alterarse en su cruce por otras. La memoria no es un laberinto: es la coincidencia de la onda con su evento creador: cuantos más encuentros (por azar, porque el evento creador se repite a menudo, por una debilidad de alguna región emocional, por vaya a saber qué), mayor será su remembranza o, mejor dicho, la posibilidad de poder realizar dichos apareamientos entre onda y chapuzón, porque el recorrido de la onda estará multiplicado: será más acotado

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Pienso algo. Esa idea precisa palabras. De una, más bien, que la inicie; que encadene otras que la formen o, más bien, que me la expliquen – no entiendo aún el idioma eléctrico que urde todo lo que creo que es mío -. Pero ésta, que debería arrear arrastrar convocar; empuja: caen todas las otras, unas sobre otras y a las costados de otras y la idea se desintegra en nada, sepultada por su explicación, por su insinuación.

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Olor a sombra. Sombra de vid y pared de piedra fresca ahuyentando el calor. Arrastra el hombre su voz por las palabras. ¿O era al revés? Pero no dice. Las paladea hasta gastarles el sentido, y apurarlas con un traguito breve de vino. Ese hombre puedo ser yo: la vejez ya remota, como la niñez más primera, nos iguala. No mirarlo para espantar estas ideas. El rostro, que es mío – y antes a saber de quién -, hacia la calle. Nítido silencio dibujando en los restos de calle embadurnada de noche: pasos que ya pasaron llevando auxilios y deseos y huídas y nadas: vida entre el silencio que se escucha a esta hora sin calendario, como un grito susurrado o un aplauso fracasado o el desasosiego que espera siempre para desdibujar intimidades tan nítidas como la nuestra como el silencio que se escurre desteñido: tú.

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Horizonte, dije. Y señalé, lejos, un resto de atardecer discerniendo mar y cielo. Ella no escuchó. Ni siquiera estaba allí. La había visto una vez. Fugazmente. En Toledo. Guiaba a un grupo de japoneses. Paso a mi lado. Y me impregnó de ella: aroma, voz, rostro, figura, recuerdos, ilusiones, renuncias. Nunca volví a buscarla. Un no sería peor que cualquier muerte. Por eso huyo. Al Bósforo. A San Petersburgo. Donde, columbro, no estará: ella y la posibilidad de su rechazo a una proposición que no me atreveré a confeccionar.

Horizonte, dije, para mí. Allí lejos, acaso.

 

© Marcelo Wio

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