Conclusión errónea

Hay tantas maneras de morir un martes… y tantas de sobrevivir, que prácticamente se anulan entre sí. Por lo tanto, los martes soy inmortal. El resto de los días, no me pregunten por qué, las probabilidades tienden a inclinarse a uno u otro lado – es decir, hacia el lado de la mortalidad, la finitud. Ay, si todos los días fueran martes… Me pregunto si todos tendrán un día de inmortalidad adjudicado, o mi caso será excepcional… Yo caí en la cuenta de tal beneficio a la edad de once años: caí de un techo (no recuerdo qué temeridades me ubicaron en aquel sitio), de espaldas, un día martes; todos dijeron que era un milagro que no hubiese muerto. El milagro fue que caí: constatación de la gravedad; y, de paso, la imprudencia y sus consecuencias. Pero ahí me di cuenta la peculiaridad, sin llegar a tomar conciencia de ello, claro; eso lo hice a los diecisiete años cuando, un martes (evidentemente), un coche sin frenos se dirigía hacia mí y no había tiempo para reacciones salvadoras; entonces, cinco metros – metro más, metro menos – antes de arrollarme, surgió de la nada otro coche, que se había saltado un semáforo en rojo, y lo embistió de costado (perecieron tres personas). Era martes, repito. Tenía todas las papeletas para el obituario, pero otra vez me salvé. Inmortalidad de martes.

Nota del editor: El Sr. B. falleció el martes pasado al salir de su casa. Una baldosa floja le provocó la torcedura del tobillo izquierdo que, a su vez, le hizo perder el equilibrio y caer con tan mala suerte que su sien izquierda golpeó contra el borde del escalón de entrada al portal de su edificio. La baldosa se había terminado de aflojar durante la madrugada a causa de un intenso chaparrón (tormenta que viró a último momento por acción del aleteo de una mariposa en el mar de Java). Ergo, el Sr. B. sólo había tenido “suerte” algunos martes (mera cuestión estadística). Eso es lo que sucede con los juicios a priori: siempre hay una experiencia esperando contradecir las inducciones surgidas de ellos.

© Marcelo Wio

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