Composición de causa

 

 

Sólo en eso se parecen. Y acaso, ni siquiera, y sólo sea un puro afán de andar buscándole un vínculo a todo aquello con lo que nos relacionamos. Eso había pensado el inspector mientras miraba la habitación del humilde y digno hotel. Sobre la cama, un cuerpo endurecido por la muerte y reblandecido por maniobras del forense. Un tajo reseco y casi irreal en el pecho. Sólo en eso se parecía este cuarto a los otros; en eso y en que todas habían querido seguir viviendo. Seis mujeres, con esta. Todas halladas muertas en habitaciones de sencillos hoteles u hostales.
Él, en cambio, no había pensado nada. Entraba en aquellos escenarios turbados cuando ya no tenían nada que ofrecer a los investigadores. Alguna que otra vez se cruzaba con alguno de éstos. Los rostros descompuestos, no por lo visto, sino porque la desorientación garantizaba la repetición de la imagen, de la muerte, y la frustración y la reiteración de esa labor sórdida.
Se dedica a limpiar escenarios de crimen. Él. Recompone el falso tejido de normalidad y seguridad que rige los ritmos diarios de fe y obediencia. Y a veces, en esa meticulosidad que debe aplicar, termina por encontrar – o, mejor dicho, por comprender – pequeños fragmentos de descuido, de explicación. Pero calla. Porque, quién es un limpiador, por más especializado que sea, en esas labores de higiene, para andar razonando soluciones. Porque, qué mejor culpable para aquel que anda pegado al crimen, e interesándose por la dialéctica de sus hechos. Y porque, poco le interesan esas inquisiciones. Suficiente tiene con ese trato silencioso con el anverso de la vitalidad y la humanidad, como para encima enchastrarse con las palabras de las miserias familiares y los motivos y los embrutecimientos y a saber qué más.
Pero esto era distinto. Esta serie de asesinatos todos iguales – tanto, que las muchachas siempre parecían la misma – se cumplimentaba en un hotel. Y él mismo vivía en uno: como en suspenso, provisionalmente, como si tanto contacto con la defunción lo empujara a no comprometerse del todo con la vida o, más bien, a no apegarse a sus horas y sus cosas: a sus engaños de permanencia. Quizás, pensaba, algo de esto llevara al asesino a elegir la transitoriedad e impersonalidad de una habitación de hotel como escenografía del crimen. Y no de cualquier hotel, sino de unos ya demasiado transitados, gastados. Y esas muchachas jóvenes, apenas empezando a madurar su feminidad.
Y mientras pasaban los días, y meditaba sobre el asunto, le fue pareciendo que lo había pensado antes. Mucho antes de aquellas muertes. O acaso lo había leído. No sabía muy bien: era como una mezlca de una memoria dudosa, ilegítima, pero propia; y, a la vez, el producto de una elucubración erigida sobre cavilación sobre esos mismos pretendidos recuerdos.
Como el encuentro con unas reflexiones pretéritas que había logrado olvidar sin mediar esfuerzo. Quizás una de esas fantasías elaboradas sobre un insomnio.
Era como encontrarse consigo mismo.

 

Pero no. No era posible. Porque recordaba los instantes de su vida. O, más bien, recordaba su vida, con los olvidos habituales, ineludibles; sin incertidumbres peregrinas. No le faltaban horas ni minutos – ni le sobraban. Estaba completo y regla el balance, y era concluyente: nunca antes había estado en esas habitaciones – que se parecen tanto a otras similares. Nunca había visto a esas muchachas azuladas antes de entrar en esos cuartos – ahora, de pronto, se daba cuenta de que todos tenían las paredes empapeladas en tonalidades marrones y verdes: el mismo papel, o muy parecido. No, era imposible. En casa de su abuela era distinto. Flores. Con rojos. Muchas manchas blancas – como descuidos de elaboración.
Si uno empieza a hurgar en la memoria, ese poso adulteraciones constantes, termina por encontrarle relaciones a todo: uno en el centro del devenir de las cosas, causa de todo, causa sui: dios-universo. La semejanza no es una igualdad, se dijo: incluso los espejos ofrecen una simetría inversa, inexacta: no dejan de ser un instrumento para quien mira y, toda observación es una apología del sesgo, del error.

 

Pero el papel, esa suerte de sustancia que era una especie de suave sensación de familiaridad, de íntima particularidad, que lo envuelvía cada vez que ingresaba en esos ambientes. Aunque eso, precisamente se proponen esas decoraciones, esos ambientadores penetrantes que contradictoriamente se esfuerzan por desvelar el fingimiento de aromas.

 

***

 

No me cuente rencores o mezquindades con sangre.

¿No quiere un delito?

Si. O no. Igualmente, algo menos vulgar. Una maldad dudosa. De esas que alientan empatías.

Una apología – y pensó que era una extraña estrategia de indagación, la de ese tipo gastado y sin viento. Una estrategia desesperada, desamparada.

No importa la definición. Comience. Como si se tuviera que salvar por mediación de un parlamento.

Nadie se salva así.

Ya lo sé. Ni así ni de ninguna manera. Pero ya sabe lo que digo.

No tenía nada contra ellas. O nada en particular. Nada que no hubiera tenido contra otras, u otros, antes. Nada que me llevara a tomar tal determinación… ¿Algo así?

Algo así, sí. Pero prosiga.

No hace falta un motivo. Mucho menos, uno que coincida con el que conduce a llevar a cabo un hecho. El que sea – pensó que no había dicho nada, que aún estaba a tiempo de callar. Pero, a esa altura, para qué. Cada vez recordaba más. La pared de la abuela paterna estaba empapelado con ese mismo papel. ¿No se percataron del papel?

¿Qué papel?

El de las habitaciones.

Sí, todos el mismo. Pero se dejó de fabricar hace añares. No condujo a ningún lado. A lo sumo explicaría una obsesión – de la que habría que ver su relevancia.

Puede ser… Ese mismo papel estaba en el salón de la casa de mi abuela paterna. La última vez que estuve allí debía tener cuatro o cinco años. No lo recordé hasta hace poco.

Son cosas que suceden. Todo el tiempo estamos olvidando y recordando y descubriendo lo que ya sabíamos; inventando e ignorándolo todo.

Cómo es la memoria… Recuerdo el papel, y no el rostro de la madre de mi padre. Me parece excesivo llamarla abuela cuando ni siquiera puedo inventarle unas facciones. Y menos que menos para involucrar su nombre en todo este desgraciado asunto – se dio cuenta que el policía detuvo unas palabras. Sabía cuáles: algo más que desgraciado, el asunto, como usted lo llama. Pero estaba impaciente por obtener algo que pudiera inculparlo, y que lo desligara a él de una vez por todas de esas muertas que lo debían seguir, cada vez más, por dentro y fuera del sueño.

Quizás en ese salón vi u oí – o pensé – algo que terminó por coagular en esto. Sea lo que sea. Sé que mi abuela estaba enferma, y que éramos, como suele decirse, muy compañeros; muy compinches. Debía estar desmejorando a diario – al menos, para la temporalidad de un niño -; descomponiéndose. Cáncer. De huesos e hígado. De todo, al final. Horadándola; vaciándole la forma y la resonancia. Había visto sus fotos de juventud. Las recuerdo aún… Y fíjese usted, me es imposible encontrar sus días finales (y el rostro que compareció ante tal instancia) en la relación de los hechos de mi vida. Como sea. Las fotos de su juventud: era hermosa. Y era extraño verla en ese papel sepia y levantar la vista y verla (con el rostro que no logro o que nunca quise evocar) en la silla, como una advertencia, o una burla: recuerdo ese golpe existencial. Y mire, ahora que lo pienso, acaso entonces decidí recordarla como en las fotos – es decir, en un tiempo inaccesible para mi memoria: territorio fértil para las idealizacones y mistificaciones, sin duda -, y no como yo la conocí: la mujer que era mi abuela y se relacionaba conmigo y tenía esa voz como extraída con métodos de explotación minera. En las fotos, en las que recuerdo (a saber dónde están; sería interesante intentar recuperarlas), tenía la edad y el aspecto de las muchachas que aparecieron en los hoteles – y otra vez notó que el policía tuvo que apretar los labios (un filamento blanco de bronca, o de asco, no lo podía saber, y tampoco le interesaba que fuese uno u otro ánimo el encargado de la exagerada contracción). Todo tiene un precio, se dijo; pero esas palabras mudas iban dirigidas a ese hombre que parecía a punto de deshacerse, de desvanecerse (manojo de ropa arrugada y barata sobre la silla; apenas como testimonio de una presencia).

 

Por fin descomprimió las palabras, el policía. Hasta ahora – dijo con voz deshidratada, pegándosele las palabras al paladar y a la lengua – no ha hecho más que establecer un argumento casi literario: como si a partir de unos hechos tuviera que imaginar unas causas…

Es que eso somos: una narración. Para atrás. Para adelante. Lo mismo da. Somos las palabras con las que tocamos las cosas, con las que nos vinculamos, con ellas, y unos con otros. Una muchacha muerta sobre la cama de un hotel barato…

Asesinada.

¿Lo ve? Usted, con esa única palabra, ya ha trasformado el hecho que es la muerte. Le ha otorgado una dimensión que…

Que es la que es. Una muchacha en una cama muerta por un ictus, no es lo mismo que una muchacha en una cama muerta por una o varias puñaladas.

Una puñalada. ¿Ve cómo sus emociones, su parte en la trama, lo lleva a narrarla; es decir, a incorporarle su visión, sus hechos? Si escapáramos de las palabras, reingresaríamos en el reino animal: la mucacha estaría muerta y punto. Pero somos lenguaje, y éste define: es decir, definimos.

El policía sacó la cajetilla de cigarrillos del bolsillo derecho de su chaqueta, cogió uno y lo encendió. El reloj marcaba una hora que a saber a qué cronología pertenecía: eran números sin relación con nada, ridículamente dispuestos en círculo y asociados de tanto en tanto por unas manecillas cínicas.

Si hubo, fue una violencia suave – estaba diciendo aquél tipo sin rasgos, como salido de una mediocre clase de cerámica. Como fingida. La violencia, digo. Aceptada como un papel secundario pero provechoso para un todo que es irremediablemente inferior al catastro de sus partes – siempre hablando como si lo hiciera de algo, como si analizara eventos como una particularidad no del todo original, como parte de una generalización abstracta. La violencia no era el fin; sino, más bien, un recurso inevitable para su consecusión: la paralización de la degradación: fijar esa humanidad en un instante, en una edad conveniente e inapelable.

Hacerles un favor, dice usted… – en la voz del inspector se mezclaban bronca, ironía, algo de tristeza, impaciencia.

Parece querer justificar el hecho.

Los dos se sorprendieron con el bofetón: seco, apagado, rotundo.

El policía se volvió a acomodar en su silla. Le dio una calada al cigarrillo. En tanto, el tipo se levantaba y se sentaba en la silla. La mejilla, la oreja y la sien izquierdas enrojecidas. La mirada distinta. Como si el sopapo le hubiese quitado un velo o una compostura. Un rastro de cinismo de mercadillo. No, no era eso. Astucia. Sí, pero algo más. No llegaba a ser malicia. Hubiese sido demasidado fácil. Un lustre como de infalibilidad. De burla infantil – o, mejor dicho, pretérita: confeccionada mucho tiempo atrás, pero sin posibilidad de ser utilizada entonces, emergía ahora, posibilitada por las circunstancias o porque era parte de una elaboración más amplia, que se fue gestando un poco inconscenientemente – quizás, incluso, un poco inocententemente -, otro poco voluntariamente, hasta adquirir materialidad, hasta ser acto.

No me cuente pretendidas causas – o atenuantes, o lo que pretenda que sea ese psicologismo literario tan trillado. Ya le dije que no quería rencores ni nada por el estilo.
También dijo o inisinuó una duda, una vaguedad, como si quisiera una confesión, y, a la vez, como si no la quisiera. Al menos, no en el modo usual: fui yo, lo hice así y asá. Y punto final. Sentencia para el criminal. Medalla para el policía. Los familiares tienen su ‘closure’, como dicen los ingleses – ya ve, se pretende que, con esas palabrita, todo se da por concluido, que la normalidad está al mando nuevamente. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que sí? Si ya lo sabe. Lo que quiere es que se lo pruebe; como si un matemático se sentase frente a la naturaleza a esperar que los números primos, por cansancio o compasión, explicaran el capricho de su distribución. Usted quiere las arqueologías: la comprensión a través de los restos de recuerdos e ideaciones.

 

***

 

En su casa, en el único cajón de la única mesilla de luz – del costado derecho de la cama pulcramente hecha – encontraron un papel manuscrito. Seis párrafos escritos con seis temblorosas caligrafías distintas.

Pensamos que nos salvaría. Que su empeño por rescatarse de lo que fuese, bastaría para todos.

Que el grito del grito enjuagaría los labios resecados de silencio y costumbre sumisa: sobre la misma rama donde mueren primaveras y gorriones y hamacas.

Pensamos en ella aunque no existiera del todo: aleación de instantes y debilidades y discreciones torpes: formas de la fe en el mañana improbable; independiente de obligaciones presentes.

Salvarnos de vivir, en definitiva: de morir. Porque ella está hecha de inverosimilitud: desvida desesperada por vivir sin el peso de las horas y sus hechos indelebles.

Pensamos en palabras como ornamentos del mutismo: negar pasado. Pero eso no elimina la Historia. Nos elimina a nosotros: trozos fallidos de intención desdecida.

Y sólo queda el abrazo tenue donde la muerte revive su dolor: hueco del que, hasta último momento, pensamos que es salvación.

 

***

 

¿Por qué les hizo escribir eso?

Que el pulso temblara no significa que estuviese ordenando la concurrencia de unas palabras.

El policía lanzó una mirada que venía de más adentro de sus ojos, de más allá de su existencia: vestigial, primaria.

No lo sé.

Usted tiene una explicación, una causa, para todo…

Pues ya ve, esta es la excepción que no confirma ninguna regla – como no sea la que dice sin decir, que somos odiosamente falibles -, sino que desbarata toda regla posible. Y sí, yo dicté las palabras. Las obligué, si prefiere. ¿Por qué esas palabras? No lo sé. Algo de afán poético, de dramatismo, una manera de dignificar un acto tan… mundano, frívolo, trivial. Un poco de todo eso. Y capricho. A ellas, le aseguro, les dio lo mismo. A mí, ahora, también. No sé por qué habría de importarle a usted: a no ser que haya llegado al punto de querer, no ya saber – imposición profesional -, sino entender. A fin de cuentas, fue usted mismo el que me pidió que alimentara su empatía. A saber qué rumiaciones íntimas pretende que le justifique o ampare: qué pretende diluir en mis acciones…

Esta vez lo esperaba. Al punto que lo había provocado. Pero no lo esquivó. Por qué iba a hacerlo. Confiaba en desarrollar ese ímpetu. En ir acrecentándolo. En que, cada vea más, respondiera a sus órdenes implícitas. Esta vez lo esperaba con el puño cerrado. Y no lo defraudó. Era cuestión de tiempo: Pienso que me salvará. Que su empeño por rescatarse de lo que sea, bastará para los dos.

Probablemente no sea una salvación, pensó, sino la protección de la cobardía, o del sosiego – ah, el resguardo de los eufemismos: la impunidad de la bajeza consumada -, del contagio de las banales mezquindades rutinarias, de los escamoteos con la vida, o eso que es existir.

 

© Marcelo Wio

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