Como siempre

 

Me había despertado infinidad de veces a media noche deseando que no estuviera a mi lado; sólo para constatar su presencia, y una decepción y un alivio. La vida no está hecha al gusto de nadie. Como si la hubiesen creado para fastidiar. Conmigo, por lo menos, han tenido éxito. Y me arriesgaría a decir que con todos lo han tenido, aunque la mayoría quiera erigirse en la negación de tal axioma. Siempre allí, la barba que parece sostenerle el rostro como un apósito. La boca con esos labios desmesurados. ¿Cuándo se hicieron desmesurados? ¿O siempre los tuvo tan petulantes? Recuerdo que cuando lo conocí me gustaba esa boca como hinchada, con presencia, como anunciando un parlamento relevante. Se la envidiaba. La mía es como una recta estricta, mezquina. Y las orejas. Estoy segura de que le han crecido. Los lóbulos especialmente. Como si alguien se hubiese colgado de ellos durante todos estos años: cedidos, gordos, cansados.

Siempre me despierto a media noche. Desde que recuerdo. O desde que sé lo que es recordar. Y desde hace mucho, de tanto en tanto, había comenzado a anhelar su ausencia. Justo hasta antes de vincularme de lleno con la vigilia y mi cuerpo y mi historia. Hace tres noches desperté y, sin desear, sin siquiera llegar a comprender que ya había abandonado el sueño o su jurisdicción, percibí su forma en la cama, como un molde exacto, pero, evidentemente, sin su cuerpo, sin sus labios, sin sus orejas (su oreja: siempre me ofrece la izquierda). Su lado de la cama estaba frío. Se había levantado hacía un buen rato, porque estábamos en pleno verano y las sábanas tardaban en perder el calor del cuerpo.

Me levanté. No para buscarlo. Cada vez me despierto voy al salón, miro los parques breves y estrictos; la calle precisa, las casas prolijas, como estandartes de una perfección imposible. Por las tardes, los niños van y vienen en bicicleta o corriendo, con sus guantes de beisbol, sus horribles pelotas de fútbol americano – siempre me ha parecido una repugnante fruta fallida, una aberración que nadie quiere tener mucho tiempo en sus manos, pero tampoco quiere que se le note esa aprensión. Y las mujeres, como si le estuvieran ganando una partida imposible al tiempo: detenidas en una belleza que va derritiéndose por debajo, y de pronto, un día, una las ve y ya no las reconoce, y las confunde con sus propias madres o con alguna tía de la familia de esas que parecen figurantes, relleno para resaltar, embellecer ciertos rostros, ciertas escenas. Yo creo que podría ser una de esas tías . En otro momento lo hubiese dicho o pensado con esa lástima engreída de la autocompasión, de quien en realidad pretende que le digan que no, que, por favor, que una es un centro de gravedad familiar, social. Ahora lo digo con cierto orgullo: estar allí, donde quiera que sea, sin que nadie la note a una, eximida de responsabilidades (Martha, MRL – Mujer de Responsabilidad Limitada), percibiéndolo todo, pesquisando esas vidas individuales fastidiadas por la vida (La Vida: Plan General Perjudicador). Pero a esas horas de la madrugada está todo como bajo un enclenque tratado de paz en el que todos creen: y es que en algún momento habrá que crear o claudicar ante el estado de ánimo para creer en que todo funciona de acuerdo a los caprichos, designios, voluntades, maquinaciones de cada uno. Y la noche parece ser el más oportuno: no se notan los rasgos sin maquillaje ni las lágrimas sin sonido.

¿Y si ahora, en cada una de las casas del barrio cada mujer está observando su trozo visible de vecindario, como prisioneras que ya no saben recordar la libertad? Aisladas, pero, ¿de qué? ¿De quién? ¿Esto es nuestros caprichos, anhelos? ¿Esta ficción de orden moderadamente lujoso y pulcro?

Un sonido a hielo carambaneando en un vaso me llegó desde detrás. Desde la cocina; aunque me pareció desde otro mundo. Entonces me di cuenta de la lista imperfecta de luz que se tendía desde la puerta de la cocina y comenzaba a trepar la pared a unos dos metros a mi derecha. Se agotaba antes de llegar a la moldura de escayola que, una vez más, me pareció horrorosa. Siempre pensando en quitarla, pero nunca tomé la decisión. Tan sencillo como llamar a alguna de las tantas empresas que pasean sus camionetas por el barrio – las casas parecen estar en constante remodelación: nada puede estar quieto, transformarse en testimonio de transcurso. Pero siempre me desentendí del asunto. A fin de cuentas, una termina por enfrentarse a sí misma cada día: una siente cómo van demoliéndola a una por dentro, como preparan la estructura para una implosión: hay que hacer espacio para el nuevo proyecto definitivo.

¿Te desperté? – Michael estaba sentado a la mesa. Un vaso de whisky frente a él. La botella en la encimera.

No. Siempre me despierto a esta hora. ¿Qué sucede?

Nada. No podía dormir.

Siempre puedes dormir.

Pues ya ves, esta noche no.

¿Y el whisky está recomendado por la Asociación Médica Americana para inducir el sueño?

Me dieron ganas, es todo.

Vale.

Lo dejé en la cocina con sus ganas de madrugada y ese ambiente que me hacía recordar a un pintor de cuyo nombre no me puedo acordar (y hacerlo, evidentemente, no me importa mucho, sino ya lo hubiese averiguado en la biblioteca). Uno que pintaba el instante exacto en el que la desesperanza lo deshace a uno de sus máscaras y credos y patrañas. Algo que ver con saltamontes; su apellido, digo, si mal no recuerdo.

Martha – la voz como saliéndole desde una personalidad que tuvo antes de que lo conociera, y que fagocitó durante estos años pero que de alguna manera se había vuelto a apoderar de él entre la cena y aquel instante. Ven, por favor.

Dudé un instante. De pronto, no me interesaba lo que tuviera para decirme. Ni siquiera fantaseando que pudiera ser algo novedoso (positivo o negativo, lo mismo da; porque uno y otro dependen un poco del ánimo de cada cual, de la circunstancia en que se pronuncie lo que deba ser declarado); ni siquiera ese apetito que todos tenemos por conocer, sobre todo, cuando intuimos una miseria ajena y la posibilidad de ubicarnos por encima de las cosas y del interlocutor, claro está. Pero un dejo de pena o, prefiero creer, de lealtad, me condujo de regreso a la cocina, a incorporarme al cuadro triste de ese pintor (su apellido tiene un algo de granja, de granero, específicamente).

Siéntate, por favor – la mirada estiraba la súplica hasta la silla ubicada frente a él, como si extendiera una alfombra o una sábana. O como si tendiera una trampa, recuerdo que pensé. O no llegué a pensar. Fue más una sensación en la nuca. Como cuando una pasa bajo un árbol inmediatamente después de llover y una gota cae justo entre el abrigo y la parte posterior del cuello y parece que nos mojara más que un chaparrón entero con todas sus gotas y sus vientos y sus isobaras.

Aquella sensación inicial pasó enseguida. Supe, como sabía tantas otras cosas sobre Michael y sobre mí, que aquel innecesario dramatismo precedía, como mucho, a una revelación vulgar, una de esas debilidades del instante de las cuales uno no tiene siquiera necesidad de arrepentirse. Porque en realidad no hay nada que decir. O nada más que agregar a lo que ya ha sido dicho – o, en su momento, callado (forma sutil de decir). Para hacerlo, tendría(mos) que componer una determinación, realizar alguna maniobra que esquive lo cotidiano. Es decir, tendría(mos) que ser otro(s).

El mecanismo del reloj de la cocina gritaba tics y tacs precisos que nos iban arrinconando en un silencio que, se hizo patente, Michael no iba a transgredir con ninguna declaración. Nos quedamos uno buen rato así, enfrentados, como si esperáramos que un croupier se dignara en aparecer y repartiera de una buena vez las cartas. Eran las 4.31 de la mañana cuando levanté apenas la vista y vi el cómputo de tics y tacs acumulados. La hora en la que normalmente vuelvo a la cama para dormir un rato más (unos cuarenta o cincuenta minutos). Me puse de pie sin mirar a Mike, que estaba en la misma posición desde que me había sentado: arqueado apenas hacia delante, la mano derecha alrededor del vaso del que no había bebido, la cara chorreada. Allí y así quedó. No sé si modificó su postura. Sí que bebió el whisky. Y otro vaso más, a juzgar por el nivel de la botella, en el que me fijé antes de salir de la cocina – no con afán de fiscalización; no sé por qué lo hice, acaso por alejar mi mirada de él lo más posible – y la botella se encontraba, evidente, en esa dirección opuesta.

No lo oí acostarse. Cuando me desperté – el despertador indicaba las 5.27 – estaba a mi lado. El rostro, como siempre, hacia mí, mostrando el labio fláccido, pendulando sobre el bulto que el aliento pesado, derramado, dejaba sobre la almohada. Me levanté. Como siempre, me puse el batín, me aseé rápido y fui a la cocina. Encendí la radio (la WHCB) Puse la cafetera. Preparé unas tostadas y exprimí unas naranjas para el zumo habitual. Michael apareció en la cocina a las 6.13, como siempre. Me dio un beso en la frente donde me dejó pegadas las palabras “buenos días, Martha”, como quien compulsa un documento. Le dejé pegadas las mías en la mejilla derecha. Desayunamos oyendo las noticias. Y, como siempre, a las 6.45 Michael se marchó al trabajo. Mientras lo veía subirse al Buick, pensaba quién compondría la siguiente brecha mínima en ese mecanismo de tics y tacs prácticamente invariable.

En la calle, todos los hombres subían a coches similares, como sincronizados. En unos veinte minutos lo harían las madres con sus hijos. Tics y tacs. El tiempo perdiendo contra sí mismo. Por un momento pensé que si miraba intensamente, si realmente me esforzaba, podría ver la vida real, o su reverberación, debajo de esa pátina engañosa.

Pero mira que piensas bobadas, Martha Andrews.

Y me puse a hacer lo de siempre.

 

© Marcelo Wio

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