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No se dice en voz alta. No se comenta más que en ciertos círculos muy cerrados – tanto, que a veces sólo constan de un único miembro. Pero son muchos los que,en el mundillo de la fotografía,lo saben. No es una cuestión de calidad de la máquina, de marca; de habilidad del fotógrafo (el ojo, como suele decirse); de iluminación, de rasgos del fotografiado. Nada de eso. Nadie sabe qué es. Pero se sabe que las máquinas – todas -, se ensañan con ciertas personas. Se desconoce a cuento de qué se debe tal encono, pues éste se manifiesta desde temprana edad – lo cual descarta ofensas de vaya a saber qué índole -, y se prolonga durante toda la vida de la víctima: invariablemente, salen rotundamente mal en las fotografías (cierto es que en ciertos casos, las fotos sólo muestran lo que hay; pero no hablamos de tales personas, sino de aquellas que, siendo normalitas – incluso con algún atractivo discutible -, salen como si las hubiera pescado un viento de cuatroscientos kilómetros por hora y les hubiese dejado un gesto descompuesto en la cara). Estas personas, evidentemente, conocen, tal ojeriza óptica – el espejo o cualquier otra superficie reflectante, desmienten las fotos -, e intentan por todos los medios combatirla: no mirar al objetivo; presentar un perfil esquilmado – apenas unas líneas, unos rasgos que lo identifiquen, pero que no permitan la ominosa obra del obturador -, imitar una risa que permita cerrar los ojos; de todo. Pero nada funciona. Las máquinas son impermeables a tales necedades. Son infalibles. Lo que le resta a quien padece tal maltrato, es hacerse a un costado cada vez que sale a relucir una cámara. A fin de cuentas, para qué quiere uno andar apareciendo en tanta foto.

Yo conservo – no sé por qué – cinco fotos: una que me hicieron al poco de nacer; otra con unos cuatro años; otra con camiseta del Real Valladolid, en la que estoy con dos amiguitos, cuando debía contar con entre nueve y once años; una de mis veinte o veintidós años. Y la última, una que me hicieron en una cena de empresa, sin que me diera cuenta. En todas, invariablemente, soy una suerte de caricatura, una difamación – a veces hasta truculenta ,– de mí mismo.

Últimamente, cada vez que voy a casa de un conocido para una cena o reunión social, me ha dado por colarme en las habitaciones para buscar álbumes fotográficos que puedan contener fotos mías: en cuanto encuentro una, me la guardo, y una vez en casa, la rompo. Me niego a que terminen recordando a ese impostor, que crean en el falaz y malicioso producto de las cámaras. No señor. A esta altura, no creo que haya muchas virtudes por las que se me puedan recordar, como andar debilitando (opacando de manera absoluta, más bien) esta tenuidad con rotundidades tan nefastas, injuriantes. No señor. No.

 

© Marcelo Wio

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