IX (Una noche larga)

Del diario de Roberto Molinari. Sin fecha. Encontrado (y rescatado) por Andrea Vidal el 3 de abril de 1977 en la casa de Villa Elisa donde pasó su última noche junto a Neporino y Stephanie. A las 7.45 de la mañana del 3 de abril, los militares entraron y se llevaron a los tres jóvenes.

Andrea Vidal había quedado en pasar a desayunar por allí. Cuando a las 9.34 llegó y vio la puerta abierta, entendió (sin mediar intuición ni conjetura) y salió corriendo. Volvió unos cuarenta minutos más tarde, con Pajarito, con la esperanza de que los milicos hubiesen pasado por alto alguna agenda. Sólo encontraron el diario de Molinari y un par de fotos de Neporino. Esa misma tarde le entregaron el diario a Alicia Martínez de Molinari, madre de Roberto. Y esa misma noche, chuparon a Andrea Vidal en la esquina de las calles 60 y 118 de la ciudad de La Plata. Al día siguiente, Pajarito cayó en un “enfrentamiento” con las fuerzas del orden.

Es uno de los recuerdos más nítidos. Hasta hace poco estaba rodeado de una benévola rememoración. Eso fue hasta hace dos noches. Soñé esa misma escena pero con una crudeza pavorosa: se repetía exactamente igual – incluso, cuando me desperté, tenía restos de las sensaciones que había sentido aquel día. Estuve un par de días masticando el significado… absoluto (vaya palabra maldita, inexacta, pretenciosa… y absoluta). Y ayer volví a soñarlo. Idéntico. Aunque había un pequeño matiz: pude verme allí, mirar mis ojos de diez o nueve años, estar dentro del niño, ser él otra vez, pero desde la conciencia presente, grabando y analizando a la otra (que tenía pocas barreras… una mezcla confusa con el inconsciente: sin muros infranqueables con grafitis y resignaciones pintarrajeadas; sin cortinas de humo, excusas y mentiras), sin que ésta se percatase de mi presencia (mi propia presencia), de esa observación intrusa desde el futuro.

Allí estoy yo, junto a un amigo en un parque (es el parque Rivadavia, tan distinto al actual); mi hermana, más pequeña, viene corriendo con un pajarito entre sus manos. Tiene un ala rota. Es apenas un pichón. Mi amigo, Juan, y yo, nos encendemos: le arreglaremos el ala, decimos proponemos, con un dejo de ansiosa histeria en la voz. Pero necesitamos instrumental. Mi hermana corre a casa y trae unos cuchillos, cucharas y tenedores de plástico de uno de sus juegos de té. Nos dirigimos a un círculo de pinos cuyas ramas llegan al suelo y no dejan ver el interior: cueva de rama con olor a resina, haces de luz que se cuelan entre las agujas tupidas. En ese acto de escondernos ya veo un indicio. Nos disponemos a hacer algo que no debe ser visto (Incógnitas a las que no puedo acceder desde el presente: ¿Qué nos avergüenza? ¿Sabemos que una persona mayor impediría lo que nos disponemos a hacer? ¿Qué nos disponemos a hacer, en realidad?). Apoyamos al pichón en el suelo, mi hermana lo sostiene; no sé si es Juan o soy yo el que dice operemos, con una seriedad que abrumadora que prefigura un acto que no tiene nada que ver con la inocencia presupuesta.

Le corto el estómago con el cuchillo – con mucho esfuerzo, ensañándome con cada intento fallido del cuchillito de plástico. Juan me ayuda pinchándolo con un tenedor, como para poder hacer un agujero que facilite las cosas. Mi hermana, con horror, con asco en la voz, nos dice que le teníamos que arreglar el ala, que somos unas bestias, y se va llorando. Juan y yo nos reímos – son unas risas adultas, deformes, monstruosas, que no tienen nada que ver con las risas que tendremos unos años después (ni unos minutos después). Seguimos con la operación, nos llamamos doctor el uno al otro y hablamos del paciente. En medio de ese desparramo de sangre, de ese frenesí, jamás se escucha al pichón piar; sólo esos ojos pequeñitos, limpios, mirándonos con algo que, ahora sí, es lástima – la misma mirada que puede verse, imagino, en una madre al mirar la foto de un hijo muerto. Y nosotros, abriendo cada vez más, destrozando. “No hay nada que hacer, doctor”, dice Juan. Aburridos, salimos con el instrumental de plástico embadurnado de sangre – cuando se lo devolvimos mi hermana, lo tiró al suelo y se fue ofendida. Enseguida fuimos a las hamacas y el asunto se olvidó. Pero mi conciencia de hoy pudo entrever otras cosas en la de entonces: una cierta culpa, un germen de conciencia de atrocidad: por ello lo de operar, doctor, quirófano, como si algunos eufemismos técnicos pudieran haberle quitado el verdadero significado a todo aquello; como si emparentar ese acto de tortura con la medicina, con un “buen y noble propósito”, con la consecución de fines “puros”, le restara su sentido larvado. Y después, ese ir derecho a las hamacas, ese recurrir a la impunidad infantil… Porque fue eso. Lo pude ver clarito en esa mente mía, aún tan sin barricadas serias.

Desde que pude desenmascarar la interpretación (la única posible, por lo demás) de ese acto infantil, vivo atormentado: existe en mí la capacidad de infligir (y, no sólo de ejecutar, sino de gozar) dolor sobre otro ser vivo. Sólo es cuestión de que se den unas ciertas circunstancias, un pequeño arsenal de auto-justificaciones (personales y colectivas). Y no soy sólo yo, somos todos los que poseemos esa inmunda deficiencia (tal vez sea una forma de consuelo, una manera de atenuar el dolor del descubrimiento, este recurrir a la la generalización del colectivo humano): podemos ser monstruos en un momento dado, podemos ser el brazo que comete el crimen de otros. Y no importa cómo lo disfracemos (ideales, tecnicismos, patria, familia, dios, libertad, lucha de clases), será siempre lo mismo: la pérdida automática de la dignidad, la capitulación de la propia libertad. Últimamente me aferro a la esperanza de que siempre habrá aunque sea una conciencia que nos descubra y exponga. Esa es la esperanza de la que me agarro estos días. Esa y la más precaria, y ciertamente conformista, de que nunca se den esas condiciones que posibiliten (o faciliten) que Mr. Hyde nunca vuelva a ser Dr. Jeckyll – porque ese paso de pararse en una mesa de tortura, acercar la picana a la uretra o al cuello del útero empapados y aplicar una descarga, de repetirlo, sin asco, sin arrepentimiento, hasta con un cierto goce siniestro; ese paso, decía, es irreversible, y el tipo que después se siente a comer con sus hijos es Mr. Hyde (aunque sonría, aunque su rostro sea el mismo de siempre, aunque crea que volvió a ser Dr. Jeckyll, será, inevitablemente, un monstruo).

© Marcelo Wio

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