Canción triste de Farewell Cliff

Qué gastado va y viene el mar. Lo observa desde el borde de un acantilado igualmente cansado de erigirse contra el tiempo; que no es otra cosa que erigirse contra sí. Paradójicamente, el más efímero e insustancial de los elementos, posee algún ánimo – aunque no vaya a resultar en rentabilidades vitales -, se dijo.

Todo cumplía su parte del trato monóntono – es decir, de la imposición: el gris del mar arañado de blancos deslucidos; el verde apagado del césped, moteado de algunos pastos de un amarillo sucio, cortándose a pique en una roca marrón que se fundía con los guijarros grises de la costa; el viento como una forma violenta y torpe del aire entre inmensidades -.

Qué anda haciendo alguien por esos márgenes de todo. Allí no se buscan explicaciones. Allí se van a entontrar evasiones: la inmensidad ofrece el mejor encubrimiento: uno no es nada, absolutamente nada, ante lo exorbitante; nada ante lo que nada le concierne, que simplemente es: presencia en-sí que desarticula las invenciones de la imaginería.

Allí nadie puede ni agregarse ni quitarse de la nada. Simplemente dejarse ir; aceptar la irrevocable realidad de fatigas; de tránsitos ajados entre una nada y la siguiente.

Pensó en Poe, el que allí se yergue, como podría haber pensado en otro de los autores que le inspiraban una tristeza trágica, abnegada, propicia. Pensó en el escritor porque ello le permitía evitarse: otras pesadumbres mistisficiadas – tan necesarias para elaborar los subterfugios para las melacolías de andar por casa, de esas que son las que finalmente van cariádole a uno la voluntad –, donde esconder la propia, tan real, tan vigente con sus flecos de inminencia de agravamiento.

Pensó en el autor y lo adjudicó a la lectura reciente de alguno de sus relatos: la coartada necesita excusas, y éstas, elusiones, etcétera. Somos apenas un manojo de pretextos para ser sin ser todos trajinados de algo que algunos llaman existencia. Una ráfaga más intensa de viento lo desestabilizó y lo devolvió a ese presente enchastrado de un melancólico e invariable gris.

Caminó por el borde del acantilado pensando en lo marcado de los límites entre estados de agregación de la materia. Él era una incongruencia en ese espejismo de equilibrios intocados: agregado tardíamente a un sistema que, por incomprensión, el hombre se empeñaba en destrozar (dominar, comprender, dice), como si esa estúpida victoria supusiera una superioridad valedera; como si supusiera un algo siquiera. El aire a trompadas le dificultaba la respiración, por lo que, de tanto en tanto, debía hurtarle la miarada la mar y volverla hacia el interior de la tierra, donde penachos difusos de humo indicaban la ominosa presencia de sus semejantes: espejos en los que sus terrores volvían a ser propios, reales, instransferibles.

Aún se entretuvo con la idea un rato más. Sabía que nunca. Que para ello hacía falta una valiente cobardía de la que carecía. La suya era una cobardía corriente, de la que no sirve para nada más que para quedar en evidencia en las situaciones más mundanas. La cobardía más extendida entre todo caserío.

La noche ya se iba tragando toda esa urdimbre de estados, de ánimos y efugios. La noche se tragaba todo menos a él, al que devolvía, sarcásticamente, al ámbito de sus desasosiegos con la conciencia de su, irónicamente, grave trivialidad intacta.

Volvió por el sendero chueco, sientiendo el pasto reseco cachetearle el pantalón a la altura de las rodillas, como buscando una limosna o una ilicitud. Unas luces temblonas marcaban la linde del pueblo. Intentó pensar en Poe una vez más, pero eso también se había ido. No quedaba otra, pensó, que volver a ser. Uno y su circunstancia, a la manera del filósofo español, sin darse cuenta de que uno mismo siempre se ofrece o crea treguas y evasiones. A fin de cuentas, la vida (el destino, los hados, Anu; todos vienen a ser la misma esquiva explicación, lo inasible) sabe que no somos nada, que hay que estar constatemente engañándonos para no caer en la cuenta de ello y, así, desvanecernos en el aire.

© Marcelo Wio

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