Café perpetuidad

 

A mi querido amigo Sergio Levinsky
(que aún debe estar esperando que lo atiendan)

 

Tenía algo que menos de dos horas entre una reunión y otra. Insuficiente para hacer lo que haría en ese mismo tiempo si no lo contabilizara o si estuviese en casa. Tiempo, pues, mezquino, en el que uno termina por actuar como un personaje de relleno de su propia vida. Hacía calor. Había tanta humedad que uno deseaba tener branquias. Las opciones eran tan escasas que era una única: meterse en el primer café que encontrara y pedir una gaseosa (si luego no tuviese una reunión, la elección sería indudable: una cerveza) y leer el periódico.

El café estaba raleado – los pocos clientes esparcidos al tuntún por el local. Los ventiladores de techo intentaban crear un anticiclón local sin éxito alguno, y se esforzaban por remover una sopa con los restos de veranos anteriores. Igualmente, se estaba mejor que en la vereda. Se sentó en una mesa junto al ventanal occidental. Levantó un par de veces el brazo y la mano derecha mirando hacia la barra, pero nadie pareció notarlo. Había un diario dos mesas a su derecha, así que se levantó a cogerlo. De pie, intentó otra vez gesticular presencia y un pedido de atención hacia la barra, pero con igual resultado. Desistió. Ya vendrán, se convención, y se sentó a leer el diario.

Luego de informarse sobre la ola de calor, el desplome de una bolsa en algún lugar del mundo y el gol anulado a Atlético Marineros el día anterior por la séptima fecha del torneo nacional de fútbol, volvió a interesarse por el servicio que lo ignoraba tan meticulosamente. En la barra no había nadie. Ningún mozo entre las mesas. De hecho, los parroquianos que había, salvo una mujer que tenía un pocillo de café (valiente o temeraria ante el bochorno), no tenían consumición alguna ante ellos. Nada, pensó, será la hora del descanso del personal. Aunque dicha inferencia no tenía ningún sentido – se turnan para comer o echarse el cigarrito -, y era más bien una excusa para no sentirse agraviado, ninguneado.

Observó el reloj. Faltaban once minutos para la reunión. Tendría que ir yendo si no quería llegar tarde. Pero no podía irse sin consumir. Si se iba así, sentía, sin saberlo o sin poder explicárselo a sí mismo con argumentos formulados a partir de palabras, era como si le hubiesen hurtado un trozo de dignidad. No, no era eso. De existencia. Como si al ignorarlo, lo hubiesen despintado, descascarado, disminuyéndolo. Por ello, él creyó – o quiso creer – que lo que lo retenía allí era orgullo y testarudez. Me van a atender o me van a atender. Y cuando me cojan el pedido, me las tomo, pensaba con orgullosa astucia.

Miró el reloj una vez más, cuando aún podía llegar a la reunión (tarde, pero no tanto como para no poder presentar una excusa digna, verosímil, comprensible). Fue la última vez que lo hizo. Cogió el periódico y comenzó a leer los artículos que había descartado en la lectura anterior – todo aquello que le traía sin cuidado: la sección cultural, con sus pedanterías inanes de intelectual sin talento que no llega a fin de mes; las noticias económicas, con sus galimatías y sus pretensiones oraculares; las crónicas internacionales que implicaran tratados, diplomacias, presentadas como una astuta partida.

En la barra seguía sin haber nadie. Como tampoco había ni rastros de un mozo. La misma gente en las mismas mesas. Cada cual a lo suyo – que parecía estar restringido al territorio de sus mesas y los aledaños inmediatos. Por fin, se decidió – en realidad, no sabía por qué no lo había hecho antes -, y le preguntó a un hombre de mediana edad que estaba sentado tres mesas a su derecha: ¿No atiende nadie?

El hombre negó con la cabeza.

¿Cuánto lleva usted aquí?

No lo sé.

O sea, que mucho.

Muchísimo.

Y no lo han atendido…

No.

¿Y usted? – girándose hacia la mujer que estaba a cinco mesas frente a él.

¿Yo qué?

¿Cuánto lleva aquí?

Creo que unos tres meses…

Pero, ¿qué está diciendo?

Sí, algo más de tres meses. Pedí un café. Me lo trajeron, y nunca volvieron para cobrármelo.

Entonces, es dable suponer que hace tres meses, o algo más, se fueron…

No. Aparecen de tanto en tanto. Detrás de la barra. Ponen botellines en las neveras, limpian la barra y la cafetera. Y desaparecen – dijo un viejito que estaba sentado casi en el medio geográfico de la cafetería.

¿Y por qué se quedan? – inquirió haciendo barrido más o menos abarcador con la cabeza.

¿Y por qué se queda usted? Intente marcharse – dijo con tono dolido y levemente provocador una mujer a la que no había visto hasta ese momento, y que estaba sentada a una mesa contra la pared oriental.

Se puso de pie, decidido, y se dirigió a la puerta. Pero una marea de cobardía le llenó el cuerpo. Pesada, resulta, material. Pero, qué coño, se dijo. Levantó el brazo izquierdo e intentó empujar la puerta. Pero no se movió ni un ápice. Como si fuera de acero y hormigón e infracción. Nadie la había cerrado. Estaba seguro. Y abrirla no había requerido ningún esfuerzo. Otra vez ejerció su empeño. Nada. Inamovible.

No se puede, caballero. El mecanismo, o lo que sea, no está en la puerta, está en uno. Y me temo que si existe alguna fórmula, una clave, ésta es personal e insondable. Así que ya lo ve; aquí estamos. Aquí nos quedamos – dijo el viejito.

Ya volvía a su mesa cuando vio a una mujer joven, muy guapa, acercarse hacia el café con el claro propósito de ingresar. Estuvo a punto de hacerle gestos de advertencia para que se alejara, pero una bajeza novedosa le impidió consumar voz o ademán alguno. El hombre que estaba dos mesas a su espalda entrevió y comprendió ese drama silencioso y sucinto: No se preocupe, no es usted. O sí. Acaso, aquí seamos como verdaderamente somos. Ella – y señaló a la mujer sentada junto a la pared oriental del café – tuvo el mismo impulso de prevenirlo, y también claudicó a un instantáneo cálculo de ventajas o deseos. Preveo un interesante triángulo que nunca podrá consumarse – y señaló a la joven que acaba de entrar al café y sentarse a una mesa junto al ventanal meridional. Ya verá que no podrá pasar mucho tiempo lejos de su mesa. Apenas el necesario – y sólo haciendo un esfuerzo inconmensurable – para ir al lavabo. Y se dará cuenta también de que no precisará ni beber ni comer.

¿Estamos muertos?

No sé. Pero a los fines prácticos, como si lo estuviéramos – respondió el viejito.

Vaya día de mierda – se dijo.

Y que lo diga. Por lo menos, para nosotros ha sido toda una novedad. Dos nuevos clientes, o lo que sea. Hacía más de tres meses que no llegaba nadie nuevo.

¿Desde que le trajeron el café a la señora? – inquirió señalando a la mujer de pocillo.

Sí. Eso fue una chambonada de un mozo. Uno que había visto nunca. Y no he vuelto a ver…

¿Usted cuánto lleva aquí?

He perdido la cuenta. Más de diez años seguro. Pero como ya no recuerdo nada de allí fuera, y aquí todo es presente, pues…

Cuando una puerta se cierra, ciento se…

Oh, no. Aquí no se abre ninguna.

Pues entonces, no hay mal que por bien…

No insista con optimismos chapuceros. Lo que iba a decir es que no tiene sentido contar el tiempo. Al menos, no con las reglas de traíamos de afuera. Pero, además, para qué hacerlo. Uno cuenta las horas, los meses entre acontecimientos. Ansiándolos. Temiéndolos. Pero aquí no hay sucesos. Simplemente estamos. Uno es la referencia y el que cuenta y el que sucede o persiste.

Algo bueno habrá – intervino la joven; que, a todo esto, y escuchando la conversación, había preguntado por los motivos y el significado de la misma a la mujer de mediana edad sentada junto a la pared oriental

Ni bueno ni malo – dijo la mujer del pocillo de café. Hay esto. Y todo lo que sabíamos, o creíamos saber, todas las certezas que habíamos juntado, no sirven para nada aquí. Ni los adjetivos. Nada.

Al menos mañana no tengo que trabajar – acotó el hombre, aún intentado sujetarse a un provecho relacionado con el mundo que, aparentemente, le había sido vedado.

Hombre, consuelo infantil si los hay – dijo el viejito.

Pruebe usted, día tras días, ir ofreciendo las inconmensurables cualidades del acerco de los clavos y tornillos Luppi & Galíndez.

¿Quiere que le diga algo? – el viejito.

Diga.

En unos días va a echar tanto de menos ese trabajo, esas reuniones que ahora le parecen todas iguales, que le va a doler físicamente. Y nos va a recitar las bondades de ese acero. Y se lo toleraremos. Y luego se irá olvidando de los parlamentos que repetía con tanta soltura y naturalidad. Y luego se olvidará de qué era un clavo, para qué servía – sin malicia, el viejito.

No…

Sí – el hombre sentado dos mesas a su espalda. Sólo quedará este escenario. Y nosotros.

Y el periódico – lo dijo como un triunfo, un vínculo invulnerable con el exterior.

En breve no sabrá de qué le están hablando esas páginas. Glorias y miserias de latón que nada tienen que ver con usted. Le parecerán insustanciales. Banales. Lo hastiarán. Ya verá.

Hizo un gesto con la cabeza que negaba esas sentencias y, a la vez, se las quitaba de encima, y se sentó a su mesa, donde se aplicó a leer el periódico desde el principio. Como si quisiera memorizarlo. En el otro ventanal, la joven miraba hacia afuera como si esperara a alguien. Aún, lo notó, observándola por sobre las páginas del diario, la muchacha pensaba que aquello era un teatrito de los parroquianos de siempre, una distracción sin perjuicio, un engaño leve. Cuando se puso de pie y se dirigió a la puerta, confirmó su sospecha. Esperaba el fracaso e, interiormente, la oportunidad de ofrecer un consuelo. Pero la joven abrió la puerta y salió.

De un salto se puso de pie. Se dirigió hacia la puerta y se topó con el obstáculo infranqueable inicial. Empujó. Golpeó los marcos de madera de la puerta con el puño. Finalmente, pateó el vidrio. Pero nada. Incólume. Definitiva.

Déjelo estar – le dijo el viejito. Y no se torture. No pretenda encontrar motivos ni reglas. No las hay. Quizás este sitio no es para todos. Es la primera que lo veo salir de esa manera. Y soy el que más tiempo lleva aquí. Siéntese, ande. Lea un poco el diario. Mañana será otro día.

El mismo… – dijo con un dejo de voz mientras se sentada frente al periódico, al gol anulado ayer. ¿O era anteayer? No importaba. El gol anulado. Las protestas. Los nombres de los jugadores.

 

© Marcelo Wio

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