Brrrum

Anda siempre tan con prisas, Evangeline. No porque administre mal su tiempo ni porque esté siempre pensando en bueyes perdidos; sino porque se llena de actividades sin saber bien cómo ni porqué. Aún no se ha despertado y, a su espalda, el día se le llena de quehaceres, burocracias y sociabilizaciones. Así pues, apenas amanece – cada vez más temprano, la pobre, agobiada por esta agenda tupida que vaya a saber qué fuerzas recónditas la manejan con capricho no carente de cierto sadismo – ya comienzan las urgencias a las que se enfrenta con pasitos breves y rápidos, con una organización de la que ella no conoce del todo sus mecanismos. Hay en el barrio en el que vive un grupo de muchachones ociosos y desprovistos de malicia – como no sea la que ejercen contra sí mismos -, que tienen la teoría de que Evangeline no existe del todo, que es un átomo que aún no ha encontrado el reposo necesario para poder seducir a otros átomos afines y así coagular en una humanidad definida. Pero eso es inofensivo entretenimiento de intelectos inquietos, pero poco aprovechados.

Brrrum, Evangeline, por la rue de Rivoli ganándole al viento ese que a veces entra a arruinarle el día a más de un paraguas o peluquín. Brrrum, Evangeline, levantando las hojas a su paso por el Quai Saint-Bernard. En fin, brrrum, Evangeline, de un lado a otro, como si cada día tuviera que llevar un mensaje perentorio. Y esta mañana, no es distinta. O sí. No difiere en cuanto a brrrum, Evangeline – es decir, al apremio. Pero es peculiar en que al habitual método (o fortuna) para cumplir cada recado, para comparecer a tiempo allí a donde le toque ir – un destino que, por otra parte, enseguida se convierte en punto de partida (hasta las siete y diecisiete minutos de la tarde, cuando no queda ninguna diligencia por cumplir) le está fallando algún engranaje, porque la pobre encuentra peregrinos obstáculos allí donde sólo debería haber vereda, el césped domesticado de un parque o el tráfico benévolo de las calles más arrabaleras. Esta mañana, apenas salió de su departamento – cocina pequeña, sala de estar-dormitorio-comedor y baño apenas testimonial – ubicado la Rue du Lunain, supo, aunque no de manera consciente, que algo se había torcido. En la intersección su calle y la Rue d’Alesia había una cuadrilla trabajando sonoramente en intentar encontrarle algo maligno al tejido subcutáneo de la calle y las dos veredas. Así que tuvo que dar la vuelta y enfilar a la otra perpendicular; pero la paralela también estaba cortada, y la siguiente y la siguiente y la otra también – en todas estaban recibiendo igual tratamiento calles y veredas.

En la Place Gilbert Perroy la pescó un viento de esos que reformulan trayectos, como le sucedió a Ulises. Evengeline – ya ni por asomo tan brrrum – miró el reloj sin querer mirarlo y una lágrima se le saltó de su sistema de tuberías izquierdo. No había terminado de emanar ese indicio de emoción negativa cuando el cielo decidió confundir esa gota mínima con otras más groseras y frías. Brrrum, Evangeline, sí, pero a parapetarse. Cómo, se preguntaba, podía estar lloviendo si ni hoy ni ayer por la noche se olía este aguacero insólito – y sus pronósticos particulares no se habían equivocado hasta entonces; es cierto que el gobierno de su realidad parecía asediado por una disidencia abstracta pero no menos decidida que una compuesta por unas materialidades con nombre, apellido y motivos vociferados. Pobre Evangeline, el corazón brrrum, pero no para ir a parte alguna, sino para que en sus sienes sienta la fragilidad del sistema circulatorio, y como procedimiento accesorio e innecesario para que no se olvide el atraso que ya lleva.

La lluvia no duró ni un minuto – realmente, duró siete minutos. Un viento más insidioso que el anterior barrió las nubes, las hojaspapelesporqueríasvarias que había por allí, y arrastró un fular de un naranja sutil, de esos que se dan en la India y en ciertas regiones aledañas. El fular tiró tras de sí a Evangeline, que, aunque con las prisas que llevaba, pensó (o no pensó; sino esa actividad similar en la que uno es apenas un objeto pasivo de ese yo más íntimo que uno es sin serlo) que, si lo atrapaba, al menos un equilibrio se restablecería en el orden de cosas y, si no era así, que al menos tendría un fular sumamente bonito. Así, brrrum, Evangeline, en dirección contraria a su diario deber. El fular entre buitre leonado y negligente gaviota, muy en vuelo hacia el XIIe arrondissement, y Evangeline, zas, que se me va toda la costumbreordendisciplina al mismísimo Sena. Pero no puede dejar de seguir ese fular, al que cada cien metros – o por ahí -, le va asignando (de esa manera inconsciente) significadossimbolismosprovechovalor creciente. De pronto, cruzando un parque o quizás un cementerio, pensó que este tipo de faenas no admitían el sedentarismo más básico. Más pluvial fue ahora el llanto. Pero ello no impedía que brrrum, Evangeline, tras el fular. Siempre tan atada a una u otra forma de urgencia, se dijo, con esa malicia que a veces los muchachotes de su calle perpetran contra sí mismos.

© Marcelo Wio

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