Betty Jean

Se hacía llamar duquesa, pero decían que había sido peluquera en Sunset Bullevard y, según algunos, una chica que ofrecía algún que otro servicio menos superficial. Pero en Amalfi apareció como duquesa Evelyn, con un montón de dinero, de anécdotas que iban mutando paulatinamente, y pequeños vicios festejados por los expatriados ingleses y americanos. Dijo que era la viuda del duque de Salisbury. Que había nacido en un pueblecito de Connecticut – padre pastor, madre ama de casa. Que había conocido al duque en un viaje de éste a América. En Martha´s Vineyard, un verano. Ella estaba en casa de los padres de una amiga. Fiestas. Tonteo. Y una oportunidad de evadir un destino de lo más trillado: chatura suburbana, de porches y atardeceres e inviernos con villancicos y corrección y domingos en la iglesia, las escapadas a Nueva York como una rutina más. Adiós a una vida de segunda. Y todo sonaba a una adulteración de una falsificación. Porque su acento no acababa de disimular orígenes más humildes, más meridional, más llano. Pero allí, en Amalfi, el dinero suplía verosimilitudes y credibilidades. Y nadie preguntaba por su origen, porque todos se beneficiaban, de una u otra manera, de ese derroche. Sobre todo los jóvenes afeminados, lustrosos de sol y edad, que la orbitaban y parecían enmarcarle los instantes de satisfacción, revancha y estima sin deseo. Pero, a pesar de toda aquella fanfarria, era incapaz de deshacerse de ese tegumento de memorias, de esa pronunciación resbaladiza de la “s”, del color de su piel impuesto por un sol reseco y un polvo detenido en una suspensión inverosímil – tan distinto del bronceado de Amalfi o de cualquiera de esos lugares donde el sol pasa sin el filtro de la pobreza y la desolación. Duquesa, se decía mirándose al espejo y riendo una carcajada triste y sincera. Por eso gastaba como si no hubiera mañana. Porque no lo hay, se decía, frente al espejo. Hay ese pueblo, estático, metido dentro de mí, esos hombres que no eran ni un destino ni un castigo ni nada: pura inevitabilidad sureña: sin sueños, sólo un largo atardecer mirando a las mujeres y a los hombres disfrutar de su fatiga, como si tuviera un motivo, una utilidad, sentados en los porches, en las escaleras de madera ondulada y reseca, una botella de refresco o cerveza en la mano, unas cuantas palabras en la boca o la necesidad o la promesa de un beso. Y nada de eso se le iba, como una mancha persistente. Acaso porque nunca había querido rascar demasiado: porque debajo de ese mancha no iba a encontrar ningún tejido o costura: la mancha es lo que terminamos siendo: cada cual la que le toca. Y Amalfi, por más salpicadura de champán o langosta o lo que fuere, no lograba imponer una mancha más acabada, una que se superpusiera, al menos, confundiendo a la anterior. Y no, porque ella no quería. Porque sin esa mancha, todo aquello no tenía sentido: era ni un desquite ni un logro ni nada por el estilo; simplemente un hecho: como esos jovencitos dorados y lampiños, como esas mujeres de voces atipladas y sexos trajinados, como esos viejos agostados por amantes y prole y orgullos ridículos. Pero ella tenía esa calle principal, de tierra dura, ese sol blanco albino, ese atardecer rojizo y largo, esas voces sencillas y cadenciosas, esa vida como esta, sin los adornos ni la hipocresía. Igualmente, le gustaba hacerse llamar Duquesa: para resaltar aún más ese pasado, tan a la vista de todos, tan revelado por las mentiras diminutas, innecesarias. Duquesa sin duque. Sólo un granjero con sin lustre pero con visión, al que había querido tenue pero fielmente. Duquesa en Amalfi, para introducir ruido con el fin de despejar un sonido, una longitud de onda, en particular: para ver si la vida era algo más que los instantes que le habían (o que creía que le habían) tocado en suerte. Y no, se decía frente al espejo: debajo de tanta estridencia, es lo que es y nada más. Pero no estaba mal aquella algarabía banal, esos jóvenes bruñidos, ese festejo (insincero pero sublime) de su presencia, de sus vocablos; esas mujeres con sus envidias y amistades zaínas y sus rivalidades o emulaciones. No estaba mal aquella diferencia igual. Ni estaba mal ese mar tan azul, casi irreal, casi tan decorado como aquellos seres que intrigaban en su margen. No, no estaba mal. Porque era Betty Jean McCully, de Bashi, Alabama, la que metía los pies en esas aguas y tarareaba para dentro “Land where no cabins fall”.

 

© Marcelo Wio

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