Anotaciones de viaje de un oficinista con ínfulas

 

Existe, así me refirieron en una velada de palabras circunspectas – y abundante vodka -, una ciudad en Bielorrusia que contrata a personas de distintas edades y diversa extracción social, para que den calurosas y familiares bienvenidas en la estación de tren. Los sujetos agasajados de tal artificial manera son aquellos pasajeros a los que, evidentemente, nadie espera. Uno no sabe cómo, pero cada vez hay más viajeros huérfanos de recibimiento. Antes se veían más familias, parejas de estreno. En fin. Actúan, estas gentes, como verdaderos familiares o amigos, con abrazos efusivos y ese separar de tanto en tanto al abrazado para mirarlo y remirarlo una y otra vez y decirle pero estás igual (en caso de que se trate de una persona que no compute como joven), o pero mira cómo has crecido (en el caso contrario) Entonces, procede la comitiva receptora a acompañar al sujeto en cuestión hasta la salida, en prolijo remolino de afectos; mientras se van interrumpiendo unos a otros para contar las últimas crónicas: que si fulano está con sarampión y por eso no pudo venir, pero con suerte antes de tu partida ya estará repuesto; que a mengano lo echaron de la fábrica, que mengana está embarazada, sí, otra vez, y no, no con el mismo del niño anterior, con otro pelafustán. Y así lo van llevando, como mecido, como a tres centímetros del suelo – no es levitación, es amontonamiento de restos de palabras y aspavientos que van cayendo de la boca del parlanchín de turno – a él y al equipaje que, a todo esto, se lo quitaron de la mano en cuanto lo recibieron. Deja, deja, que ya lo llevamos nosotros, que vendrás cansado de tanto viaje. Así, pues, llegan por fin a la salida, donde suben al recién recibido o recibida en un taxi y fin del servicio y vuelta a la realidad, porque hay que ver lo rápido que cuenta el taxímetro y lo que le van a cobrar por una habitación de lo más sencilla, en el hotel de medio pelo. Pero es cierto que ese gesto, que se repite a la vuelta (con otros intérpretes, seguramente, pues van rotando; hay que ver la cantidad de gente que hay empleada por la alcaldía, al punto que no son pocas las voces que comienzan a formar la palabra clientelismo; mientras se va formando el revés de palo policial en otro extremo de la ciudad) – qué poco tiempo al final, entre pitos y flautas no hemos podido charlar en serio, a ver cuándo vuelves -, hace qu la clavada en los precios, si no se morigera, al menos se amortigüe un tanto.

 

NdE: todas esa zalamerías de bienvenida y despedida, eran evidentemente recitadas en ruso  blanco. Pero para que el lector pueda comprender, las plasmamos en éste, idioma tan versátil, generoso, poético, locuaz, noble; que, además, tiene la ventaja de ser entendido por nosotros.

***

En Latvia, en la costa del mar Báltico, custodiado por el viento frío que ahuyenta al más pintado, hay un pequeño pueblo al que nadie se ha molestado en ponerle un nombre. Para qué, si los que están, saben dónde están; y los que no están, no lo buscarán ni a tiros. Utilicé el plural para referirme a la demografía del pueblo; era una exageración: sólo hay un habitante. Y, estrictamente hablando, no puede llamarse pueblo, es una casita de madera y un cobertizo para la leña. No fue afán de engaño, sino que uno tiende a utilizar, sin pensar, aquellos vocablos, aquellas representaciones que tiene más a mano, que usufructúa más a menudo. Igualmente, no pretendo con esto justificar mi desliz. Lo suyo hubiese sido decir que en tal país, en un costa que de tan fresca es muy fría, vive un hombre. En una casita. Bueno. Ya está dicho. Este hombre no vive donde vive por gusto, por fraternidad con la soledad, con lo helado y lo ventoso; con la combinación lacerante de ambos fenómenos meteorológicos. Quien se conforma con esos lugares, es porque huye. Y no de sí mismo – éstos suelen escoger islas en el Índico, algún punto ignoto en la costa mexicana, o de Belice, con gurú y Martini al atardecer; es decir, éstos son unos avivados de la gran siente -. No, huye de alguien – que puede referirse a una persona, o a un grupo de personas -. Este hombre huye de muchas personas. No sólo de Latvia. Viene huyendo desde el corazón de Bohemia. La historia es más bien simple – mas, los resultados, agregados, fueron mayúsculos -. Este hombre, al que le evitaremos el escarnio de nominar, nació con un don único: la posibilidad de leer el futuro. Así lo promocionaron sus padres, con afán de comercio. A bombo y platillo en su ciudad natal – la evitaremos también, sino será demasiado evidente de quién estoy hablando -. El problema, no menor, es que el futuro se le presentaba de forma anárquica – e, incluso, a veces, en diferido (entonces leía futuros que ya eran pasado) -. Es decir, por ejemplo, en su trance o lo que fuere, veía un número que iba a salir en la ruleta a tal hora exacta, esa noche. El problema residía en que, salvo alguna excepción, nunca era en el casino de la cuidad en la que estaba; siempre era en otro, distante no menos de ciento cincuenta verstas. Se imaginarán lo que sucedía cuando alguno de los que había sabido de ese número, ponía todo lo que tenía a ganador en el casino equivocado.

Le escribió una carta a un amigo, hace ya algunos años, donde le decía que no se estaba tan mal allí, que por lo menos no había mosquitos ni insectos molestos.

***

Los viajes que emprendo parecen, más bien, emprenderme a mí. Me llevan de relato en relato. Recopilando, muy probablemente fabulaciones más o menos entretenidas, astutas. Las más de las veces, las historias son renglones que se entrecruzan con cierta elegancia, por momentos; en otros, se cortan abruptamente para seguir en otra cerveza que ahí va trayendo un tabernero que escucha de costado lo que escuchó tantas veces, y hace un gesto con la cabeza que debería prevenirnos, pero seguimos allí, con afán de inmolación narrativa. No, obviamente, no transcribiré los disparates, ni las historias que son plagios de libros más o menos conocidos – por ejemplo, en Missouri me quisieron colar una historia Faulkner.

Pero en algunos casos, me ha quedado un reborde que no termina de caer ni para uno, ni otro lado. Esta historia que les referiré es una de ellas. No señalaré los motivos de mis reservas para no influir en la exégesis que cada cual haga.

Me la contaron como un hecho verídico, en Polonia, en las afueras de Olsztyn. Estaba allí atrapado por la lluvia, que había convertido los caminos en lodazales que bien podían tragarse un carro de dos bueyes. Mi interlocutor, que era una barba tupida, una pipa humeante y dos ojillos pícaros, me contó de un niño que, sin que nadie le enseñara, sin que viese ejemplo alguno – era de una familia muy pobre, que no tenía más libros que una Biblia en alemán que no sabían cómo había llegado al estante que ocupaba -, había aprendido a trazar mapas. Uno tras otro, en su casa. Y cuando fue al colegio, durante los recreos, mientras los otros niños jugaban a lo que fuera que los impulsara su actividad motora. El aula, durante los recreos un territorio mutado de silencios y olores apenas ventilados, fue su estudio. Se ensimismaba sobre el papel a imaginar contornos para continentes que prescindían de contenidos. Imaginaba tratados que modificaban fronteras, y ahí se aplicaba para conseguir el mejor trazado posible para el mantenimiento de la paz – y de tanto en tanto, alguna ventaja para el bando de su elección -. Demarcaba. Y al hacerlo, creaba una región vacía, que es lo mismo que decir que creaba posibilidades.

Con un esfuerzo mayúsculo, sus padres pudieron costearle unos estudios en una politécnica. A nadie sorprendió su elección (fría, apática, racional) profesional: arquitecto. Lo anunció en su casa, luego de un almuerzo con mucho caldo y poca sustancia, como quien dice voy a echar una siesta. Había pensado, en un primer momento, en la cartografía, claro, pero implicaba desplazamientos, y estos, conversaciones. No. La arquitectura le permitiría, a través del trazado de planos, continuar jugando con los límites que parecía precisar. Los planos, por otra parte, delimitan, aunque sólo sean minúsculas regiones privadas. Era lo más próximo a la satisfacción de su compulsión.

Su historia fue la de un ensimismamiento sobre un papel en el que proyectaba líneas que definían volúmenes, existencias (más o menos reales). La suya fue una cronología que en cualquier punto lo encontraba encorvado sobre sí mismo, como si quisiera atreverse a dibujarse… una existencia más allá de esa trinchera de líneas, de esa ausencia. Esto fue lo que le comentó un capataz a un tabernero de un pueblo cercano. Sin ánimos de burla; antes bien, con un dejo de preocupación. Por esos lados, me confiaron, se ríen de cosas. No de personas.

Lo que sucedió, si es que realmente acaeció, lo hizo un martes a las 23.17. No sé quién registró tal cómputo horario. Apuraba las gotas de día que quedaban con el objetivo de terminar un plano especialmente esquivo: de esquinas redondeadas y ángulos inverosímiles que integraban temerariamente lo interior con lo exterior, casi suprimiendo esa distinción – hecho que atentaba contra la fórmula de su estrategia de amparo -. La curva de su columna vertebral se acentuó más, como si pretendiese fundirse consigo misma o fundar una espiral (φ = [1+√5]/2); su mirada casi distinguiendo la urdimbre de celulosas del papel, en un principio; para luego, discernir un ámbito.

La mirada, primero, fundando o reconociendo. El cuerpo, desenrollándose de una vida de recogimientos (como una hoja nueva de helecho o una vuelta de carnero), incorporándose a la circunscripción que acaso había estado delimitando toda su vida. El terror, trocado en estupefacción, y ésta, en desilusión (¿cierto espanto?), al ver que ese mundo no era el que hubiese creado para sí, de saber que estaba creando tal evento – una pequeña soberbia nacida de tanto intento estéril por realizar sin realizar aquello que por fin había urdido -. Pero, los mundos en que podría habitar, se dijo como consuelo pobre, apresurado, no pueden diferir en mucho del que ya ocupaba: cuestión de gravedades, sensibilidades y otros menesteres que solemos dar por hecho, y otras que, lisa y llanamente, desconocemos.

Así pues, en esa “creación” (ese estado paralelo), él se instaló en una oficina que reproducía fielmente la que acababa de abandonar, y se puso a terminar el plano que debía presentar al día siguiente.

Ya me dirán ustedes, si en esto no hay más imaginación que descripción. Pero… No digo nada más. Había prometido no hacerlo.

***

En una de mis estancias en Roma – fueron varias, y dejaron disímiles impresiones que, créanlo o no, conviven francamente bien en mi memoria -, una tarde lluviosa me acerqué al Vaticano. Nunca había ido por zonzos prejuicios de ateo de café. Estaba lluvioso, pues, y hacía mucho frío; un invierno como Roma, según los datos meteorológicos, no volvió a tener, ni había tenido – al menos, hasta donde llegaban los mencionados guarismos -. Por lo menos ver la capilla. Admirar lo artístico sin aureola. Me justificaba. La plaza estaba vacía. Ni palomas. Como si Dios se hubiese hartado de las visitas y hubiese impuesto un obstáculo invisible, pero bien experimentable. Ya ven lo firme de mi ateísmo, a la primera de cambio, lo nombro. En fin. Todos somos en esencia contradictorios. Algunos más. Otros lo disimulan mejor. Vi lo que había para ver. Me asombré. Me dolió el cuello – en un principio lo confundí con el síndrome de la Cartuja de Parma -. Me pregunté preguntas que son mías – no por fundamentales, sino porque son bastante inanes, y no es cuestión de andar dando una imagen que, acoso, se ajuste cabalmente a mi persona -. Empecé a caminar por un pasillo que hacía una curva larga, suave. Delante de mí, dos cardenales. Por el color de las sotanas y los sombreritos esos que llevan que delatan orígenes judaicos. Iban a paso lento. Para qué correr ahí, ¿no? El tiempo, siendo el mismo, tiene otro sentido, otro peso; con eso de la eternidad promocionada, pareciera que se hiciera, efectivamente, más largo. No, más largo no, menos urgente. Aminoré el paso, movido por estos pensamientos atolondrados, y también un poco por oír lo que fueran diciendo, si es que iban conversando. Y si es que el idioma coincidía con alguno de los que podía comprender. A una distancia prudente escuché lo siguiente:

Y Dios nos hizo a su imagen y semejanza…

Pare, pare. ¿Cómo sabe usted eso? ¿Quién le contó esa milonga? ¿Quién le constató la aserción? En cuanto a mi compete, Dios está moldeado a nuestra imagen y semejanza, con el añadido de aquellos atributos que desearíamos para nosotros: eternidad, infalibilidad, sapiencia, ubicuidad (estar en el asado de los amigos y en el partido de fútbol de los muchachos de la oficina y en el bautizo del sobrino de la tía de la amiga de vaya uno a saber quién, pero hay que estar), la omnipotencia. Y todo ello, llamativamente, en el envase de un cuerpo humano… Por favor, amigo; a quién puede escapársele el embadurne psicológico comunitario.

(Argentino, pensé. Corta será tu carrera, pronostiqué para mis adentros).

Se le apareció a Moisés…

Vamos a ver, por empezar, ¿quién dice que se le apareció? Moisés. Mal vamos ya. Además, ¿desde entonces no se ha dignado en aparecer de manera más o menos inequívoca, con más de un testigo fiable, para puntualizar algunas cuestiones y encauzar algunas desviaciones que de sus mandatos hacemos perpetrado en estos últimos milenios? Un tanto llamativo, ¿no le parece?

Usted es un escéptico.

Claro que sí. Y fíjese que no hace tanto, usted mismo me hubiese llamado hereje, me hubiese quemado, y el Dios ese que tanto ama a sus creaciones, lo hubiese dejado hacer sin más. Hoy, si me llama hereje, queda como un rotundo chambón.

Eran otras épocas.

(Jugaban. Todo tenía el tono de lo repetido. De lo pautado).

Para Dios todas son la misma, amigo. Es lo que tiene la eternidad, ¿vio?
Si algo cambió, fuimos los humanos. No hubo intervención divina. Acaso, ha habido una declinación en la religiosidad en estas partes del mundo. Pero vea que allí donde está vivita y coleando, se sigue matando en su nombre como si la vida estuviese en oferta y hubiese que aprovechar antes de que cambien las modas y las rebajas.

En algo hay que creer.

(¿Jugaban, o apuntalaban debilidades, dudas?).
Puede ser, como puede no serlo. Pero no veo por qué tiene que ser en Dios, que no ofrece muchas ventajas que digamos. Yo, le digo, creo en la santísima trinidad: Pi, i, y e. Y practico rituales todos los domingos: cuando mi equipo juega por la liga. Así me evado, sociabilizo (siento la comunidad; el organismo elemental), refuerzo identidad, adjudico significados a unas cosas que normalmente no los tendrían. No me dirá que no soy religioso. Lo que pasa es que mi religión prescinde de lo divino.

Es imposible hablar con usted.

(Claramente italiano).

Es muy posible. Es más, es muy fácil. Lo que ocurre es que lo que tengo para decir no es lo que usted quiere escuchar. Y lo que pasa es que sólo le han dado aseveraciones sin pruebas, con lo que, sin pruebas pueden ser descartadas….

De pronto, se giraron. Dos vejetes risueños. Nos disculpará, pero son escasas las diversiones que hay aquí. Y pocas, dijo el otro, las oportunidades de jugarle una chanza, una inocentada a alguien, con el material del que disponemos. Les sonreí agradecido, y estuve a punto de invitarlos a tomar un vino en alguna tasca, pero me pareció que todo evento tiene sus límites. Ellos siguieron caminando, seguramente conversando teologías serias – o acaso no; tenían una pinta de chacoteros… -, y yo salí a esa plaza desierta, fría y mojada. Sin quererlo ni pensarlo, le agradecí a Dios ese clima desapacible, esa soledad. De otra manera, el gentío hubiera espantado a los cardenales. Y esa representación.

***

Esperaba un tren. No sé dónde. He esperado tantos. Y todos terminar por llevar al mismo sitio. Una habitación. Con un lavabo. Un espejo. Y el rostro que uno no puede dejar atrás. Ya ven. A veces me da por ahí. Pues bien. Digamos que esperaba un tren. Digamos en Edimburgo. Digamos que no importa a dónde iba. Entonces, esperaba un tren, en Edimburgo, cuando de la nada, se me acerca un tipejo con aires de malandrín. En guardia mis sentidos. Ubiqué mi equipaje, exiguo. Pensé que era usted. Dijo el hombrecillo. Barba rojiza como de atardecer abaratado. Esta vez creía que lo había encontrado. ¿A quién?, es una pregunta evidente, si uno tiene afán de sacar algo de ese encuentro molesto. No recuerdo su nombre. Me suelta. Indagué, sí, pero nadie lo recuerda. Y es que no era siquiera una presencia… No, no llegaba a tanto. Apenas… un vaho de recelos, de renuncias más que evidentes (recuerdo su ropa, como un descuido roído, como una negligencia inevitable), que se percibían leve y brevemente cuando entraba al pub. Quizás ni eso era lo que se advertía, sino el aire que entraba de la calle… Aquí puede ponerse muy frío. En fin. Lo siento. Se marchó, fisgando rostros. Constaté que papeles, dinero y equipaje seguían tal como habían estado antes del tal encuentro. Me arrepentí, al rato, de haberlo dejado ir tan pronto. De no deshilar más historia. Mas, era tarde. Y esperaba un tren que debía estar por llegar.

***

En Madrás. Por equivocación. Pero uno no llega tan lejos, aunque sea por error, para dar media vuelta y volver a intentar restaurar una normalidad. No. Ya se rompió el destino. Pues, a usufructuarlo. Gurú. Presentado por alguien. No lo sé. Creo que hubieron brebajes y aspiraciones que acepté poco atinadamente. Gurú. En esa posición tan suya, y que a un occidental le revientan las articulaciones de la rodilla. Y la paciencia de la mente.

“Ahora, mira con los ojos de las posibilidades descartadas, con los ojos inmediatamente posteriores a esas decisiones canceladas. Mira como si hubieses optado por ellas. Mira ese instante con esos ojos posibles. Mira con la mirada de los ojos que acaso fuiste. Mira desde lo efímero de ese momento. Mira desde la inviabilidad, desde la impotencia, y responde: ¿valieron la pena esas renuncias?”

Más vale que sí, me dije. Si no, bien podría pegarme un tiro. O iniciar una secta. O entregarme a los tigres en Bengala. Esta gente tiene unas hermosas palabras que, ensambladas unas con otras, formas unas imágenes de una belleza aterradora. Pero toda la estructura no sirve para nada. Es como querer construir un poliedro con vértices de más cinco caras concurrentes.

La India desencanta rápidamente. La comida es lo que a uno lo retiene. Por lo demás, tienen montado un gran negocio espiritual fenomenal. He pensado instalarme aquí. Aunque sea un tiempo. Que algunos conocidos de confianza me envíen gentes perdidas, o con ganas de perder el tiempo. Y decirle cosas como “Abro tus ojos para observarme. Pero lo hago con todas tus percepciones, preconcepciones, ideas y opiniones sobre mí, adheridas a esa mirada. Ergo, tú me observas; yo me decepciono”. Bueno, esto no. No sé bien de dónde salió. Lo habré leído por ahí. Hay que tener cuidado con esas lecturas casuales. Se pegan a uno con ímpetu. En fin. Les diría cosas tales como las que me dijo el Gurú. Que todos somos eternos, que es una cuestión de temporalidad interna… Sí, vete a contarle a tu hígado que debe durar otros cien años más. Pero no. Imposible quedarme en este país. Eso de las castas me pone enfermo. Sobre todo, porque uno sabe, que de haber nacido aquí, con la suerte que uno tiene, sería un intocable. Y las vacas. Por todos lados. Con esa mirada alelada, anodina. Pero no es de las que guardan para sí una inteligencia inconcebible. No. No hay más que lo que se ve. Una sacralidad incomprensible. Como toda. Pero esta está allí. Se mueve. Se cruza en las calles. No. No podría vivir en este país, un conjunto de irrealidades.

***

Me tocó viajar desde La Spezia hasta Marsella en un viejo coche con un tipo de lo más insoportable. La clase de personas que no pueden convivir con el silencio. Al menos, si hay alguien más. Una compulsión, una inseguridad, o la más común de las estupideces, los mueven a hablar sin parar. Son personas que no dejan nada a su interlocutor. Las palabras entierran a las palabras, antes de que un significado asome la nariz. No había otra que viajar con este sujeto, y otro que no dijo una palabra en todo el viaje. Además, claro está, el conductor. Que por una módica suma nos trasladaba. Pues bien, el charlatán en cuestión no paró de hablar en todo el camino. Habló de todo y habló de nada. Pero a la altura de Fréjus, cambió el tono. El tono y el ritmo. Habló el hombre detrás de la abusiva elocución. Recuerdo sus palabras. No sé cómo puede aislarlas del desmoronamiento de vocablos. Pero ahí estaban. Intactas. “Mi método es la duda sistemática. Dudo, dudo y dudo hasta que la duda misma prueba ser una imposibilidad, que propicia el engaño (o no tanto a esa altura) benevolente y conveniente: una certeza, a fin de cuentas; o un sucedáneo bastante útil. Me dicen que un fulano le anduvo royendo el tuétano al asunto en Francia antes que yo. También me dicen que escribió un discursito y todo. Si llegó a tales extremos, el franchute no entendió nada de este método. Se lo digo yo, Hans Günther Kähler, que dudo hasta para elegir los calcetines, mire usted”. Luego volvió esa voz administrativa que recomenzó la enumeración y la combinación aleatoria de palabras.

***

Una única vez viajé a la América del Sud. No fue por placer. Ni por propia voluntad. Asuntos comerciales que precisaban de firmas in situ. Por lo menos, me dije, será a Buenos Aires, lugar civilizado – o casi -. Pero la suerte, cuando se ensaña, no cede a los sobornos de lo suficiente. Quiere más. Así pues, a Buenos Aires la vi de paso – menos mal, me dicen que se creen europeos pero mejorados -, entre el barco y un paraje llamado Chivilcoy – dos días y pico de viaje monótono: la Pampa debe ser lo más parecido a la eternidad; una mismidad insoportable. En ese coche desvencijado, comprendí, y amé, el plan divino que establece nuestra feliz mortalidad. Allí me esperaba mi anfitrión, orgulloso de una casa tan grande como el mal gusto que la había compuesto. Intenté infructuosamente acelerar el trámite de firmas y aclaraciones, con la intención de emprender el regreso ese mismo día. El hombre quería ser anfitrión, quería mostrarme algunos orgullos y convidarme con unas carnes cocidas al fuego que, debo confesar, no estaban nada mal. Pero que eran un tanto excesivas para quien venía de amigarse con la mortalidad de la carne, precisamente.

Firmamos los papeles al atardecer. Nunca vi un final de día más soso. Sin color. Tan aplanado como la geografía. A veces, me juró mi anfitrión, cuando hay nubes por allí, el ocaso es todo un enchastre de colores. No le creí. Por el simple hecho de que, por allí, lo asombroso, la belleza, habían pasado de largo.

Por la noche nos sentamos en la galería a fumar y beber un coñac francés que me reconcilió un tanto con mi ventura. Al poco de estar allí, se apareció un hombrecillo de rasgos muy de la tierra. O así lo imaginé yo. Poco vi. O, más bien, poco quise ver. El hombrecillo se sentó en un sofá de mimbre junto a nosotros. Mi anfitrión me dijo, únicamente, escuche lo que le va a contar.

Hasta ayer no estaba. Me dije. Y dijeron todos en el pueblo para cuando el sol mostraba más de lo que se podía esconder. No hay lugar a dudas. Es un horizonte, el nuestro, conocido; y mezquino en irregularidades, en originalidades – ya lo creo, pensé -. Y de pronto, una torre, a lo lejos. Todos la vimos. Con reminiscencias – incluso le diría con ciertas prepotencias – hindúes. Lo sé porque el día anterior había visto similares arquitecturas en las páginas de la Encyclopaedia Britannica – qué consulta este personajillo en una enciclopedia, me pregunté -. Shikhara esculpida con motivos que, desde la distancia sólo se apreciaban como relieves promotores de sombras. Erigida con el adobe deslucido que da el barro de esta zona: ni marrón, ni rojo. Color nada. Y muy berreta. Se lo digo yo. Cada tanto hay que andar cambiando trozos de pared porque no aguanta el ayuntamiento de lluvias y vientos fuertes. Pues como le refería, lo que el día anterior era lo acostumbrado, al día siguiente era lo inusual. Y lo fuera de lugar. Porque uno no suele ver cosas así por aquí. Mire usted, al punto que no se suelen ver, que jamás se han visto. Es más, nadie por aquí sabía lo que era un hindú, y menos que menos sus modos de andar construyendo. Así que no resultó algo extraño que la pregunta primera, ante tal descubrimiento, fuese a quién se le ocurrió semejante extravagancia; inquisición que suplantó al asombro – reacción más lógica, convengamos, en medio de la Pampa, ante el encuentro con tal cosa impropia de esta zona. La estructura estaba hacia el norte. El tamaño mentía una cercanía que no engañó a nadie. Ninguno fue a verla de cerca. A ver de qué se trataba esa mole delicada. Además, seamos sinceros, la distancia evidente vino a resguardar algunos corajes renombrados. La noche igualó el paisaje, que es como decir que igualó al tiempo. Esa noche continué mi lectura de la enciclopedia. La entrada era: Himalaya. Leí sobre alturas más altas que el cielo – aquí tan cercano, tan a mano -, asperezas, soledades, desafíos, intemperies y fríos que, supuse, debían espantar al más pintado; pero que, contrariamente, convocaba a gentes con ansias de apurar su tránsito a la muerte de una manera tan sádica. A cada cual sus creencias. Pero me quedo con las mías, pensé, y le eché un rezo rápido a la Virgencita, por si las moscas. Me dormí con la idea de esa roca exagerada, que quizás debía tener su vértice en los infiernos, y ofrecer su base ancha para la habitabilidad fácil.

Al día siguiente, donde había estado aquella torre, una montaña intempestiva. De rocas filosas y nieves recias. Un viento como de sablazo venía de allí. Todo el santo día rumor de avalanchas – lo conjeturé por mis lecturas nocturnas -, tormentas repentinas, heladas que helaban el hielo. Fue el patrón – y señaló a mi anfitrión -, el que cayó en la cuenta del misterio que había detrás de estos fenómenos tan asiáticos. Le había mentado el día anterior mis lecturas, al referirle el estilo de la torre. Y el día siguiente, un ídem de comentario enciclopédico, respecto de los bramidos del mamotreto de piedra – que lo habían adjudicado a truenos, y que expliqué como alud -. El patrón conoce las mixturas de mi sangre. Aborígenes de tribus cardinales en lo que magias, adivinaciones y sugestiones se refiere. Estás sugestionando al pueblo con tus lecturas. Lo que lees, me dijo el patrón, lo reproduces. Dejé de leer ipso facto la tal enciclopedia. Desde entonces, no ha acontecido prodigio alguno. El hombrecillo se puso de pie. Dio las buenas noches, y se dejó suprimir por la noche.

Miré a mi anfitrión. Por mirarlo. Sin ánimo de exégesis suplementaria. Igualmente, habló. La verdad, dijo, no creo en lo que le dije. El hombre iba por la hache, y antes no había pasado nada; y el hecho de que al dejar de leer cesaran los incidentes, no reputa una relación causal; pero siempre conviene evitar la lectura entre los peones. Subleva, ¿sabe?

Al día siguiente abandoné aquel lugar. Tres días después el barco ponía rumbo a Europa. Un alivio como nunca antes vino a incordiarme. Entonces, renuncié a la mortalidad y comencé a abrazar inútilmente la inmortalidad nuevamente.

 

P.S. A mi regreso a Europa comenté el asunto con un par de conocidos que son doctos en las ciencias válidas. Como explicación, algunos propusieron el coincidente desbarajuste atmosférico que aquel aborigen, con sus fascinaciones enciclopédicas, condujo en el sentido de tales lecturas. Meteorología y sugestión. Otros, en cambio, más afines a la rama médica del saber, propusieron altas fiebres generalizadas, cuyos delirios fueron encauzados por el prohombre originario. Alteración de la salud, y sugestión.

Pero fue lo que me comentó un conocido que trabajaba por aquel entonces en el Instituto de Física de la Universidad de Berlín – al poco de nuestra conversación, y con las nuevas leyes impuestas en Teutonia, emigró a los Estados Unidos, donde, si no me equivoco, consigió fácilmente una plaza en el Instituo de Estudios Avanzados de Princeton. Me dijo que observar es un proceso activo y que, como tal, altera, forzosamente, el objeto o espacio observado. Me explicó unos conceptos que sostenían su aseveración, pero estos se han esfumado, de la misma manera que se han escabullido otros tantos conceptos con los que entré en contacto. Pero la idea central, el túetano, se afirmó con ánimos de inquietud. Tiempo después, en una reunión en casa de Helena Blavatsky, un tipejo con el que inicié una conversación sin saber muy bien por qué, y al que le comenté aquello de las observaciones, me dijo que tales cuestiones se conocían ya en tiempos del antiguo Egipto – el nuevo está muy devaluado -, y afirmó que no son pocos los místicos que sostiene que, de hecho, las pirámides son un tal efécto de la observación, una mera alucinación, una observación estancanda, aprendida, hipnotizada por el tiempo y el deseo de ver lo que se pretende que allí reside. ¿Quién va a creer que en aquel entonces podían construirse tales obras?, soltó con aire prepotente el tipejo que en el acto sacó una tarjeta y me la colocó en la mano: Fulano de Tal, Dr. en Tránstitos Metempsicósicos Colectivos. En cuanto pude, hice mutis por la puerta y aparqué el primer bar que encontré. Seguía pensando en las palabras de mi conocido – no en las del pelagatos ese.

 

© Marcelo Wio

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